sábado, 31 de enero de 2015

CAPITULO 146





Lunes, 7.40 a.m.


—Es necesario que vaya a la oficina —dijo Pedro al tiempo que se ajustaba una corbata negra y gris.


Sentándose en la mesita junto a las ventanas del dormitorio principal, Paula pasó otra página de la guía del Museo Metropolitano de Arte que había cogido cuando fue a visitarlo con Sanchez.


—Sí que lo es —dijo, clavando la mirada en la fotografía del violín Stradivarius que se suponía debía robar al día siguiente—. No pienso darte un permiso por escrito para no asistir a las negociaciones de hoy, jovencito.


—Para eso he contratado a Stillwell, para que esté disponible cuando surja algún imprevisto.


Paula le miró.


—Le has contratado para estar libre y poder seguirme. No eres mi mamaíta. Ni mi agente de la condicional.


Pedro frunció el ceño.


—De acuerdo. —Encaminándose a la puerta del dormitorio, la cerró con cuidado—. Creo que es posible que nos haya oído.


—¿Esta mañana? No hemos dicho nada excesivamente extraño.


—Esta mañana, no. Anoche.


—Anoc... Oh, mierda. —Hizo una pausa—. No te refieres al sexo en la ducha, ¿no? Hablas de la charla en la cocina.


—Justamente.


—Mierda. Pues despídele.


—No ha hecho nada malo. De hecho, puede que ayer me ahorrara medio millón al año en impuestos sobre la propieda —Pedro echó un vistazo a la fotografía por encima del hombro—. ¿Y no te parece un poco hipócrita por tu parte asumir que nos causará problemas?


Pau le dirigió una sonrisa.


—No te equivocaste cuando pensaste que yo te metería en líos.


—No le pierdas de vista hasta que lo sepamos.


—He de decir que me desagrada la idea de tener un posible espía en nuestra propia casa.


Pedro tomó aire.


—A mí también. Pero me ocuparé de él. —Se sentó a su lado—. Y le he contratado porque mi vida ha cambiado en estos últimos meses y me estoy adaptando. Y sí, tú eres la razón de que mi vida haya cambiado. —Pedro le quitó el vaso de CocaCola Light y tomó un trago—. No es lo mismo que un café.


—Y gracias a Dios que no lo es. Vete a trabajar. Yo voy a repasar el programa y a cerciorarme de que tengo todo lo que necesito.


Pedro inclinó la silla hacia atrás para darle un beso.


—Te llamaré en cuanto disponga de un momento. —Poniendo de nuevo la silla sobre las cuatro patas, cogió la chaqueta del traje y se dirigió hacia la puerta del dormitorio.


A Paula se le ocurrió de pronto la solución mientras le veía salir de la habitación. Un modo de detener a Veittsreig y un modo de evitar que Martin renegara de su trato con la INTERPOL, y un modo de alejar cualquier sospecha de Pedro. El corazón se le detuvo, y acto seguido comenzó a palpitar a la velocidad de la luz.


—Oye, inglés —le llamó, levantándose y aproximándose hasta las escaleras.


En el descansillo, Pedro se detuvo y alzó la mirada hacia ella.


—¿Qué pasa?


—Te quiero.


Su mandíbula se movió nerviosamente durante un momento.


—Yo también te quiero. —Vaciló, como si estuviera considerando subir de nuevo las escaleras.


—Llámame —dijo, regalándole una sonrisa—. Almorzaremos juntos. Y no te olvides de llevarte a Stillwell.


Con una de sus anticuadas reverencias, Pedro le devolvió la sonrisa y continuó bajando las escaleras. Paula esperó donde estaba hasta que oyó la voz de ambos hombres, y a continuación el clic y la cerradura de la puerta principal. 


Luego volvió como un rayo al dormitorio y agarró el móvil de su cargador.


Había memorizado el número la primera y única vez que lo había visto, y pulsó las teclas antes de poder cambiar de opinión.


—Garcia —escuchó la voz del hombre. —Garcia, soy Chaves. Me gustaría charlar con usted. Durante un segundo no escuchó nada. Le había sorprendido. Estupendo.


—Venga a comisaría.


—No. Reúnase conmigo a desayunar en el Art Café en Broadway. A las ocho y media. —Eso le daría tiempo para despistar a quienquiera que pudiera estar siguiéndola esa mañana.


—Ya he desayunado.


—Como si me importase. ¿Va a venir o no?


—Sí. Allí estaré.


—Si veo uniformes o esposas, Garcia, daré por hecho que no va a jugar limpio.


—Es usted una paranoica, señorita C.


—Y que no se le olvide.


Seguramente daba lo mismo que la poli la siguiera hoy, pero era una cuestión de principios. Además, no podía arriesgarse a que Wulf, Bono, o alguno de los miembros de la banda de Veittsreig la siguieran y pillaran viéndose con un policía. Sobre todo uno al que habían visto visitarla en su casa con anterioridad.


Después de coger el teléfono, el bolso y la guía del museo, salió de la casa y paró un taxi. Consideró por un segundo dejarle una nota a Pedro, sólo por si acaso, pero si esto no salía bien, un par de palabras en un trozo de papel podrían explicarlo.


Cuatro taxis más tarde, puso el pie en la acera frente al Art Café. Le gustaba aquel sitio; comida buena y nada cara, sin pretensiones y, lo mejor de todo, seguramente Veittsreig y sus chicos no tenían ni la menor idea de su existencia.


—Señorita C.


Se dio la vuelta cuando el detective Garcia se aproximaba desde la esquina. Había sido puntual, sea como fuere. Así pues, aquél era el tipo al que iba a desnudarle su alma. Sí, ése era su brillante plan: contárselo todo a Garcia y esperar que poder echarle el guante a unos importantes ladrones de arte y ponerse a buenas con la INTERPOL y el FBI le alegrara más que intentar atraparlos una vez más a Martin y a ella. En cuanto al robo de los Hodges, bueno, todavía no había decidido nada al respecto. Confesar un delito del cual no era sospechosa... simplemente era un error.


Al menos, a diferencia de Francisco Castillo en Palm Beach, a simple vista Garcia no parecía un policía, lo que hacía que hablar con él en público resultara menos problemático. Seguía sin caerle bien, pero cualquiera que conociera su antigua reputación y no supiera quién era él, pensaría que estaba reuniéndose con un perista, un marchante de antigüedades o algo por el estilo.


Su desbocado corazón dio un vuelco y luego se le cayó a los pies. Garcia no tenía pinta de policía, pero Nicholas le había identificado como tal la noche en que había ido a recoger los diamantes. Y Nicholas no llevaba demasiado tiempo en la ciudad, así pues, ¿cómo había sabido que Garcia era poli? Bueno, se le ocurría un modo: Garcia era corrupto. Y eso significaba que estaba a punto de pegarse un tiro en la cabeza.


—¿Entramos? —preguntó, abriéndole la puerta.


Dios bendito. Tenía que saberlo con seguridad. De manera subconsciente, había confiado lo bastante en lo que percibía con respecto a él como para hacer la llamada. Si su presentimiento era correcto, el plan podría funcionar. Si se equivocaba, Nicholas sabía dónde se encontraba exactamente, y estaba esperando para comprobar si estaba dispuesta a delatarle o no a la policía.


Entró en la cafetería.


—Dado que me gustaría que esto fuera discreto —dijo, indicando que necesitaba una mesa para dos—, ¿tiene nombre de pila? Aparte de detective, claro está.


—Sí, me llamo Samuel. 


Tratando de obtener algo de tiempo mientras repasaba sus conversaciones pasadas en la cabeza, pidió crepés con plátanos y nueces, además de una CocaCola Light. Él pidió una magdalena integral y un café. Comida de policías, no es que eso importara llegados a este punto.


—Creía que ya había comido —apuntó, echando un vistazo al lugar en busca de rostros conocidos. Nada.


—Me tomé un chicle y una gragea.


—Está intentando dejar de fumar, ¿verdad? Eso explica por qué está tan irritado.


—No fumo —gruñó—. Siempre estoy irritado.


Aparte de su sempiterno palillo de dientes, que esa mañana brillaba por su ausencia, tampoco parecía malencarado. Eso hizo que se sintiera desleal, pero le dio otra razón para desear verle, aparte de para desahogarse... si es que acaso necesitara otro motivo.


Una vez el camarero les llevó sus pedidos, Paula apoyó los codos en la pequeña mesa del compartimento.


—¿Alguna pista sobre las obras robadas?


Garcia se recostó al mismo tiempo que ella se inclinaba hacia delante.


—Si me ha traído aquí para poder arrastrarme de un lado a otro, olvídese. Tengo mucho trabajo pendiente.


Aquello parecía frustración genuina. Para ella eso significaba honradez, lo cual era bueno... a menos que fuera mejor actor que ella. Por Dios, era una auténtica imbécil por meterse en aquello sin respaldo ninguno. Tan sólo esperaba tener la oportunidad de aprender y sacar provecho de la lección.


Paula le brindó una pausada sonrisa.


—No le estoy dando la entretenida. Pero en mi situación, tengo que ser cauta, ya sabe. —Vale, ahí había estado bien.


—¿Y qué situación es ésa?


—Me dijo que en una ocasión persiguió a mi padre. ¿Alguna vez le vio? Es decir, ¿cómo supo que era a Martin Chaves a quien perseguía? —Máxime cuando no había sido él. Pero si era deshonesto, probablemente le había visto después... y muy recientemente.


—No, nunca le vi. No entonces. Ese hijo de... Lo siento, soy consciente de que se trata de su padre, pero lo era, y lo sabe.


—Lo sé. Nunca me contó cómo se ganaba la vida, pero lo sé. —No, no pensaba desnudar su alma por completo. No era imbécil.


—Sí, claro. Bien, me gusta que vaya usted de frente, y su obsesión por la CocaCola Light resulta... enternecedora, supongo. Pero si se ríe, hallaré el modo de trincarla. Le juro por Dios que lo haré. Y sé que ayer se cargó un coche de incógnito, por cierto.


—No, si no puede demostrarlo. Y no me reiré, se lo prometo. —A juzgar por cómo andaba de los nervios, tendría suerte si no se ponía a gritar y echaba a correr.


—No tenía la menor idea de quién dio ese golpe. No hasta ocho meses después, cuando el Departamento de Policía de Miami le pilló con las manos en la masa con un montón de doblones españoles en el Museo Histórico del Sur de Florida. El modus operandi se ajustaba con el de mi caso, y me llamaron. Volé hasta Miami para interrogarle, y no me dijo una maldita palabra. Se limitó a sonreírme. Esa expresión de «demuéstralo», como si supiera que me sería imposible hacerlo. Y nunca pude. Era escurridizo como un gato. —Dejó su taza de café con tal fuerza, que se derramó sobre el plato—. ¿Cuántos años de cárcel le cayeron?


—Ciento dieciocho —apuntó tranquilamente.


—Ciento dieciocho años en prisión, y no pude demostrar que robó el Warhol. Daría mi huevo izquierdo, perdone mi lenguaje, por haber sido yo quien lo hubiera arrestado.


Paula observó su expresión, escuchó su voz, las palabras que empleaba y la manifiesta frustración e ira que se escondían tras ellas. A pesar de que no fuera Martin quien robó el Warhol, no podía creer que el hombre que tenía sentado enfrente aceptara, bajo ningún concepto, trabajar con su padre, mucho menos ayudarle a salir impune de un robo mayor.


Y Martin había visto a Garcia antes. Le habría reconocído la noche en que la arrestaron, en las noticias de televisión, y la noche en que el detective la había llamado pidiéndole su ayuda. Tenía sentido. Y lo que era más importante, «parecía» tener sentido.


—El Warhol de hace ocho años —dijo, armándose de valor, preparada para salir por patas si iba a por ella. No podía confiar en los policías honestos más de lo que podía hacerlo en los corruptos, aunque por razones completamente distintas—. Ya ha prescrito.


—Todavía me carcome. Y el cabronazo está muerto, así que no pude sacarle una confesión en su lecho de muerte. Odio los cabos sueltos.


—Bueno, en favor de lo que espero esté a punto de ser una especie de sociedad, el Warhol fue a parar a una colección privada en Amsterdam. Por lo que sé, continúa allí.


Los ojos castaños del policía se entrecerraron.


—¿Me está diciendo lo que creo que me está diciendo?


—Yo me lo llevé.


El se dispuso a levantarse. Paula tendió la mano, la otra fue al cuchillo de la mantequilla que había sobre la mesa.


—Las leyes de prescripción, encanto. No puede arrestarme por ello.


—Entonces, ¿ha venido a regodearse? ¿A decirme que desperdicié todo ese tiempo persiguiendo al Chaves equivocado y que ya no hay nada que pueda hacer al respecto?


Paula le agarró de la muñeca y tiró de él nuevamente para que volviera al compartimento.


—Maldita sea, ¿quiere bajar la voz, Garcia? —dijo entre dientes—. No, no he venido a regodearme. Me trajo una lata de refresco y ha ido de frente conmigo. Tal vez quiera resarcirle por lo del Warhol.


—¡Joder! ¿Y cómo piensa hacerlo?


—De acuerdo. No voy a jugar al que conste, que no conste. Voy a contarle algunas cosas básicamente porque tengo dos alternativas, y una de ellas me lleva a la muerte, y la otra a perder... ciertas cosas que no quiero perder. Usted es mi tercera opción.


—¿Robó el Hogarth y el Picasso, verdad? Sabía que usted...


—No fui yo. —Bajó más la voz—. Únicamente tengo una condición, y es que me escuche hasta que haya terminado. 


Garcia volvió a erguirse.


—Y luego puedo arrestarla.


Las yemas de los dedos se le quedaron heladas, y Pau los flexionó.


—Esa sería la opción número cuatro, pero lo dejaré a su juicio.



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