sábado, 27 de diciembre de 2014

CAPITULO 35




Pedro iba silbando mientras se dirigía a la habitacione de Paula.


Llevaba un cuenco de fresas con azúcar en la mano, no podía creer que estuviera de tan buen humor teniendo a una ladrona y a un asesino en potencia sueltos en su propiedad Pero no había situación que pudiera sofocar la idea de que la noche pasada había disfrutado de lo que posiblemente era el mejor sexo de su vida. Y contra viento y marea, iba a repetirlo antes de que pasara una hora.


—¡Pedro!


El miedo que denotaba el grito hizo que se le helara la sangre. Dejó caer las fresas y echó a correr a toda prisa hacia la habitación de Paula. La puerta estaba entreabierta y se abalanzó sobre ella.


—¿Paula?


—¡Aquí!


Vio sus piernas al otro lado de la puerta del dormitorio, una de ella formando un extraño ángulo.


—¿Qué ha pasado? —ladró, lanzándose hacia delante.


—¡Detente! ¡Es una granada!


Deteniéndose en la entrada, se asomó a la habitación. Ella estaba tumbada en el suelo, apoyada sobre la mitad de su espalda y apretando con una mano una granada sujeta con cinta adhesiva a la pared a la altura del muslo. En el otro lado, otra granada se meneaba con la clavija todavía puesta, pero sólo porque el cable no la había soltado por completo. 


Tenía la pierna izquierda enredada en el cable.


—¡Dios! ¡No te muevas! —Aferrándose al marco de la puerta, se inclinó por encima de ella hacia la segunda granada.


—¡No lo hagas! ¡Sal de aquí! ¡Tú sólo llama a alguien!


—De acuerdo —respondió, concentrándose en mantener la mano firme mientras tocaba el extremo de la clavija de seguridad—. Dentro de un minuto. — Ayudándose con el dedo índice, empujó el seguro de nuevo en su sitio. Se acercó a ella mientras lo sujetaba. Con la mano libre desenganchó el cable de su pierna. La anilla de seguridad de la primera granada colgaba de su extremo—. Voy a buscar ayuda, luego colocaremos el otro seguro en su lugar —dijo, tratando de que no le temblara la voz. Si Pau no hubiera tenido las manos ágiles… ¡Santo Dios!


—Deja la anilla —respondió—. Estoy bien. Llama desde la sala de estar y luego sal de aquí.


Moviendo el cable con cuidado para atenuar la presión sobre la granada intacta,se puso en pie y se dirigió a la mesita de noche.


—No me voy a ninguna parte. Ven aquí si quieres discutirlo.


—Mierda. No seas estúpido.


—Calla. Estoy al teléfono —llamó a Clark.


—¿Sí, señor?


—Clark, llama a la policía. Infórmales de que hay una granada en la suite verde y de que mi novia la está sujetando con la mano.


—¿Una gra…? Ahora mismo, señor Alfonso. ¿Quie…?


Pedro colgó el teléfono.


—¿Qué tal lo llevas, Paula? —preguntó mientras se ponía en cuclillas junto a ella.


—Mejor que tú, imbécil. Dile al resto de tu gente que salga. Y no soy tu jodida novia.


La había puesto furiosa, lo cual, al menos, hizo que su cara recuperara algo de color. Todavía estaba alarmantemente pálida, pero la expresión de puro terror de sus ojos se había atenuado un poco.


—El periódico dice que lo eres.


—Sí, bueno, me gustaría echarle un vistazo.


—Más tarde. Deja que coja la clavija.


—No. Así es más seguro. Es un sistema bastante tosco, pero no quiero arriesgarme a prender la mecha volviendo a meter la anilla. O sacando esa cosa de la pared, si es eso lo que estás pensando.


El sudor empapaba su frente, pero ella se las arreglaba para parecer una auténtica profesional.


—Por Dios, eres asombrosa —murmuró, levantándose para llamar de nuevo a Clark y decirle que evacuara el edificio, pero que no permitiera que nadie saliera de la finca.


Tan pronto como hubo acabado, regresó a su lado.


—¿Ahora apoyas la teoría del asesino en casa? —pregunto, moviéndose un poco.


«Ya debía de dolerle el brazo», pensó Pedro. Se colocó a su espalda para que pudiera apoyarla contra su costado y restar así algo de tensión a su hombro y su brazo. Lo que Pedro deseaba hacer era agarrar la granada él mismo, pero por heroico que pudiera resultar, también sería increíblemente estúpido. En ese momento, Pau tenía la situación bajo control.


—Ya la respaldaba, pero ahora quiero asegurarme de no dejarles escapar para que elaboren una coartada. Voy a matar a quien haya tratado de hacerte esto, Paula.


Diez minutos más tarde entró el equipo de artificieros en la habitación. A juzgar por sus expresiones, aquél no era el tipo de escenario que acostumbraban a encontrar. Aun así, arrastraron un contenedor a prueba de bombas junto con sus pesados protectores para el cuerpo, la cara y los ojos. 


Equiparon a Paula todo lo bien que les permitía al tener uno de los brazos aplastado contra la pared y acto seguido se dispusieron a asegurar la granada.


La negativa de Pedro de marcharse probablemente les cabreaba a todos, pero le daba lo mismo. No iba a marcharse hasta que ella lo hiciera.


Finalmente, aseguraron el resorte a la granada con otro pedazo de cinta adhesiva y tiraron de Paula hacia atrás.


—De acuerdo, que salgan de la casa todos los civiles —ordenó el teniente.


—Como si yo quisiera quedarme —comentó Paula, dejando que Pedro le echara una mano para ponerse en pie.


Estaba temblando y él le rodeó la cintura con el brazo para ayudarla a salir por la puerta. Ella se soltó después de bajar dos tramos de escaleras y de llegar a los escalones exteriores.


—Muy bien. Voy a sentarme —dijo, dejándose caer pesadamente en los escalones de granito blanco.


Pedro se sentó a su lado, rodeándole la espada con el brazo porque fue incapaz de no hacerlo.


—¿Estás segura de que te encuentras bien? —preguntó en voz baja, besándola en la cabeza.


—Ni siquiera lo he visto. Fue una verdadera estupidez —explotó.


—¿Qué pasó?


Exhaló una bocanada de aire e hizo un movimiento con los hombros, tratando obviamente de calmarse.


—Llevé mis cosas adentro, luego arrastré el petate hasta el dormitorio para poder sacar algo de ropa. Mi pierna topó con algo y retrocedí, pero oí saltar el seguro. —Paula se encogió de hombros—. Alargué la mano de golpe y atrapé el resorte antes de que saltara, luego me di cuenta de que había otra granada en el otro extremo de la puerta. Fue pura suerte que ése no saltara.


—Suerte, y unos reflejos muy rápidos.


—Jamás debería haber pasado. Sé que no debo bajar la guardia.


Para sorpresa de Pedro, una lágrima rodó por la mejilla de Paula.


Pedro la abrazó fuertemente.


—No digas eso. Alguien ha intentado por segunda vez ser más astuto que tú y no ha resultado.


Paula se zafó de su brazo, luego se golpeó la rodilla con el puño.


—En mi vida he estado tan asustada.


—Se ha terminado —dijo. Era demasiado tarde para salvarla, pero no podía evitar que su instinto quisiera protegerla. Aunque el temor había remitido, era evidente que seguía cabreada. En cuanto a él, su corazón todavía latía con fuerza—. Nos vamos.


—No. Las respuestas están aquí. —Sacudió la cabeza, y clavó la mirada fijamente en él—. Y lo que ahora realmente quiero es encontrarles. Parece que nuestra teoría era acertada; es a mí a quien quieren muerta.


El coche de Castillo ascendió el camino de entrada y se detuvo. Paula se puso rígida bajo el brazo de Pedro, pero él se negó a soltarla.


—Tienes que confiar en mí —murmuró—. No dejaré que nada te suceda.


—No me preocupa confiar en ti, Pedro. Y no lo olvides, esa tablilla sigue en mi habitación, dentro de mi mochila, rodeada por veinte policías.


—Han tenido una mañana ajetreada, ¿no es verdad? —dijo Castillo, subiendo los primeros escalones hasta llegar a la altura de ellos—. ¿Están todos bien?


—Nadie ha salido volando por los aires —dijo Paula, echando mano de su habitual humor sardónico.


—Eso es un punto a favor. —El detective continuó subiendo la escalera—. Quédense aquí, señor Alfonso, señorita Chaves. Iré a echar un vistazo.


Pedro se alegró de verlo marchar. Necesitaba unos minutos para decidir cuánta información debía proporcionarle y cuántas mentiras tendría que tejer para hacerlo y ser capaz de proteger a Paula… de la policía, de quien quiera que
hubiera intentado matarla de nuevo, e incluso de sí misma.






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