martes, 6 de enero de 2015
CAPITULO 62
A veces es imposible tomarse un respiro. Pau esperó sentada en una dura silla en la segunda comisaría que visitaba en menos de veinticuatro horas, mientras Pedro
realizaba su declaración con el agente que estaba al cargo.
Le habían creído en lo referente a la pistola de pintura, y ella no había tenido más que dar su nombre… aunque incluso proporcionar tan escasa información le ponía los pelos de punta.
Inglaterra estaba llena de cosas que ella había robado o al menos le habían pedido que trasladara.
A la policía no parecía sorprenderle tanto que alguien quisiera matar a Pedro Alfonso, y Pau recordó lo que previamente él había dicho acerca de recibir amenazas. Al parecer ambos se habían buscado trabajos peligrosos.
Él caminó por entre las mamparas de cristal y metal y regresó a su lado. Pau tuvo que levantarse a abrazarlo, porque se había dado cuenta de lo mucho que había
llegado a confiar en él durante los últimos días y porque lo único que le había aterrado en la limusina había sido que él pudiera resultar herido.
—Debería llevarte a ver a la policía más a menudo —dijo contra su cuello, rodeándole la cintura con un brazo mientras se encaminaban hacia la puerta.
—¿Podemos irnos?
—Por supuesto. Aquí nosotros somos las víctimas. Sin explicación plausible de por qué han tratado de arrojarnos al Támesis.
—Ahora sí que Yale va a pillarse un cabreo de órdago por haberse perdido esto.
Después de brindarle una rápida sonrisa, tomó su escaso equipaje y condujo a Pau hasta el bordillo donde les aguardaba un taxi. Ya había mandado a Ernest a buscar uno, obviamente percatándose de que el pobre hombre no se encontraba en condiciones de conducir. Le dio las señas de su casa en Cadogan Square, se acomodó y la atrajo hacia su hombro abrazándola con cuidado, como si pensara que pudiera romperse.
Paula se sentía como si fuera a hacerlo. Correr riesgo por su cuenta era algo a lo que estaba acostumbrada, pero en todo momento era conocedora de dónde provenían, y sopesaba las probabilidades antes de decidirse a dar o no el salto.
Granadas en la entrada de las puertas y camiones descontrolados era algo nuevo, al igual que la idea de que no sólo era su vida la que estaba en juego, que no sólo debía protegerse a sí misma. Y tanto si era una estupidez como si no, el hombre sentado a su lado parecía decidido a no dejar que se esfumara al amparo de la noche.
—Me temo que estaremos solos en la casa —dijo para romper el silencio—. La policía ya la ha revisado con detectores antiexplosivos, pero no pienso hacer venir a
nadie a mi servicio hasta que esto se resuelva.
—¿Cuándo iremos a ver a Meridien?
Si Pedro se percató que se refería a «nosotros», no hizo mención alguna. A esas alturas, probablemente se lo esperaba.
—No tiene sentido ir ahora. Todavía estará en el despacho con docenas de personas que no quiero que escuchen nuestra conversación. Iremos por la tarde.Estará en casa a tiempo de ver el partido de rugby.
—Me vale. Pero me imagino que te refieres al fútbol, estamos en Europa.
Su maleta y su mochila habían cruzado con ella el Atlántico, y ahora iban detrás de ellos en el maletero del taxi junto con las cosas de Pedro. Aunque no poseyera la ciudad, tal y como había afirmado, al menos tenía cierta influencia. La policía incluso le había devuelto la pistola de pintura, salvo la munición restante.
Poseía el lujoso ático del edificio, y aunque desde el exterior éste parecía agradable aunque anodino, una vez estuvieron dentro no tuvo problemas en reconocerlo como suyo. Vigas de costosa madera surcaban el techo, y la lámpara de
araña del comedor parecía ser del siglo XVI, acondicionada con electricidad para sustituir las velas.
—Siento que sea tan pequeño —dijo, lanzando su chaqueta sobre el sofá Luis XIV—. Le di a Patricia la casa grande de Londres y me compré esta.
—Claro, es diminuto, pero es acogedor —dijo con una amplia sonrisa mientras pasaba los dedos sobre el cuerpo del armario de porcelanas de estilo Georgiano—. ¿Por qué no le diste ésta y te quedaste con la casa?
Él se encogió de hombros, y desapareció dentro de otra habitación para salir de nuevo con una lata helada de refresco para ella.
—Ya no quería vivir allí.
—¿Está cerca?
—A unos cinco kilómetros. Y no, no vamos a ir de visita.
—No he dicho que debamos hacerlo. Sólo quería saberlo.
—Se le ocurrió una idea—. ¿Dejaste alguna obra de arte allí?
Su casi divertida sonrisa se tornó en un ceño.
—No. ¿Por qué?
—Solamente me preguntaba si Dante podría haberse entretenido también aquí.
—No es probable. La despojé de todas mis cosas, incluyendo las antigüedades. La mayoría acabaron aquí o en Florida. Eran las únicas casas que no… había terminado de amueblar.
—¿Les dejaste algún mueble?
Su sonrisa reapareció, algo sombría esta vez.
—Alguno. Últimos modelos de Ikea.
—Recuérdame que no te haga cabrear —dijo, no por primera vez, y se acercó pausadamente a las ventanas. La vista era bonita, aunque ciento cincuenta años antes
habría sido deslumbrante. Londres siempre la decepcionaba levemente; para tratarse de un lugar tan lleno de historia, en la actualidad parecía demasiado… ordinario. Y demasiado moderno. Aunque había cosas que le gustaban más, como los museos y los edificios históricos, pero nunca había tenido oportunidad de visitarlos.
—Eh.
Ella dio media vuelta, y Pedro le lanzó una libra inglesa de plata. Pau la atrapó por acto reflejo, y la examinó a la pálida luz que todavía quedaba.
—¿Para qué es esto?
—Por conocer tus pensamientos.
Pedro sabría si le mentía.
—Mis pensamientos son un embrollo ahora mismo —dijo en voz baja, guardándose la moneda en el bolsillo—. Esto podría terminar hoy o mañana.
—Yo también he estado pensando en eso —respondió, uniéndose a ella en la ventana—. No suelo pasar mucho tiempo lejos de Devon. ¿Te gustaría ver la casa de allí?
—¿Qué me estás preguntando en realidad, Pedro? —dijo con voz queda.
—Te pregunto si te gustaría pasar más tiempo conmigo, en Devon.
Deseaba hacerlo. Sería tan fácil formar parte de su vida.
Pero después de los primeros días y semanas, no sería más que un apéndice suyo, su juguete, hasta que se cansara de ella y hasta que ella se hartara de ser normal. Sin propósito, sin trabajo, sin empleo… porque de ningún modo podría retomar sus actividades nocturnas de costumbre si vivía con él.
—Parece que necesito conseguir más dinero —dijo, mirándola fijamente—. No me respondas ahora. Sólo piénsalo.
—Muy bien —respondió, porque no quería decirle que no—. Lo estoy pensando.
—¿Alguna pista?
—Pedro, no me presi…
Sonó el teléfono del final de la mesa. Ambos se sobresaltaron, Pedro lo cogió inmediatamente al tiempo que maldecía entre dientes.
—Alfonso.
La cara de Pedro se vació de expresión cuando habló la persona al otro lado de la línea, pero no antes de que Pau viera la ira y los restos de un profundo dolor en ella.
Patricia, supuso, sin sorprenderse cuando él pronunció su nombre un momento después.
—Hace sólo unas horas que ocurrió —dijo con un tono brusco y cortante—. No soy responsable de lo que la BBC decide emitir en las noticias, y no, no creo que tenga que informarte de cuándo voy a estar en la ciudad.
Pedro escuchó durante otro momento, luego tomó aire.
—La mujer que iba conmigo en el coche tampoco es de tu incumbencia, Patricia. Me llaman por la otra línea. Voy a colgar.
Pau reprimió una sonrisa. Nunca antes se había visto en medio de ese tipo de conversaciones, con la ex mujer celosa. Interesante. Y un tanto halagador.
Después de unos segundos su expresión se tornó más enfadada.
—No, no quiero quedar contigo para cenar. Estoy aquí por negocios. Sí, con ella.
Paula se apoyó contra el alféizar de la ventana y descubrió que deseaba poder escuchar qué decía exactamente Patricia Alfonso Wallis. Porque, a juzgar por las respuestas de Pedro y por el modo en que ella había aprendido a leer a la gente, tenía la sensación de que Patricia seguía bastante encaprichada con su ex marido.
—No, tampoco a almorzar ni a desayunar. Estoy con alguien, y tú estás casada. Yo me tomo en serio el sacramento. —Hizo una pausa—. Por el amor de Dios,
Patricia… yo diría que fue más que un error. ¿No está Ricardo contigo? Bien; ve a quejarte a él. No estoy de humor para esto.
Pau se reprendió. Por muy interesada que estuviera en la conversación, no era asunto suyo.
—¿Dónde está el baño? —preguntó en voz baja.
Él se lo señaló y ella salió de la habitación. El baño estaba todo cubiertos de lujosos azulejos blancos con apliques en dorado, y Pau recordó que quería desesperadamente darse una ducha. Volvió a salir a hurtadillas y se dirigió a la sala a
por su mochila.
—Sí, es serio —decía Pedro, y ella se detuvo justo en la entrada de la puerta—. Ella… me roba el aliento. No, no voy a compararla contigo, Patricia. ¡Por Dios, Patricia! He seguido adelante con mi vida. He encontrado a alguien. Y tú también, supuestamente. Así que…
¡Tock! Pau volvió corriendo al baño y echó el pestillo a la puerta. Respirando con dificultad, luchó contra el primer ataque de pánico de su vida y apoyó la frente contra los fríos azulejos de la pared.
Pedro había encontrado a alguien. La había encontrado a ella. En el fondo de su mente había sido consciente de ello, pero ahora debía reconocer que su asociación, este juego, había cambiado drásticamente. Él iba en serio, y también ella… o lo deseaba, pero no estaba muy segura de cómo hacerlo. No sabía a cuánto podía renunciar de sí misma por estar con él, o cuánto querría Pedro de la nueva y mejorada
Paula.
—¿Paula? —Pedro llamó a la puerta—. ¿Pau? ¿Estás bien?
—Perfectamente. Necesito recuperarme del cambio de horario y del ataque que hemos tenido. ¿Qué tal está Patricia?
—Entrometida. Voy a prepararme un sándwich, luego será mejor que nos vayamos. Hemos salido en las noticias, así que Harry sabrá que estoy en Londres. Por fanático que sea del fútbol, rugby o lo que sea, no estoy convencido de que no se marche de la ciudad antes de que acabe el partido.
—Muy bien. Salgo en un minuto.
—¿Quieres comer algo?
—Supongo que no tendrás mantequilla de cacahuete y confitura.
—No, pero tengo mermelada.
—Listillo.
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