sábado, 11 de abril de 2015
CAPITULO 187
Sábado, 2:08 a.m.
—No pedí pilotar el helicóptero hasta que estuvimos sobre el agua y lejos de la gente —dijo Paula, saliendo de la parte trasera de la limusina Mercedes S600.
—Eso no me hace sentir mejor. El océano Atlántico es bastante considerable. Y profundo.
Paula se rió.
—El piloto estaba allí. Y teníamos los aparejos de flotación en la parte de atrás.
Ruben cerró la puerta trasera tras ellos.
—¿Necesitan ayuda para entrar en la casa? —les preguntó.
Paula le dio una palmada en el hombro.
—Estamos bien. Aunque si sales por la mañana y nos encuentras en el camino de entrada te doy permiso para que nos entres a rastras.
Con una rápida sonrisa reprimida Ruben asintió.
—Con mucho gusto. Buenas noches, señorita Paula, señor Alfonso.
—Creo que el chico cree que estamos enfadados —opinó Pedro mientras el coche rodeaba el lateral de la casa hacia el garaje.
—Tú estás enfadado —corrigió Paula—. Yo estoy un poquitín achispada. ¿Qué narices llevan los mojitos de mango?
—Ron de mango y hojas de menta —contestó él—, entre otras cosas.
—Me alegro de haber tomado solo dos. —Ella echó un vistazo a su reloj de pulsera.
Maldita sea. Su puntito no era muy grave pero no iba a intentar un AM a menos que estuviera cien por cien sobria. El rescate de Clark tendría que esperar a mañana.
—¿Tienes que ir a alguna parte? —preguntó Pedro, abriendo la puerta principal y haciéndose a un lado para dejarla entrar primero.
Evidentemente él estaba más sobrio de lo que ella había supuesto.
—Iba a ir al rescate del muñeco —contestó, decidiendo que probaría otra vez esa cosa de la honestidad—, pero puede esperar a mañana.
—Bien. —Pedro la enganchó del brazo tirándola hacia él mientras se ponía de espaldas contra la puerta cerrada.
Ella se apoyó sobre su duro torso, besándolo con la boca abierta, un baile de lenguas. Con la mano libre Pedro le bajó la cremallera de los vaqueros y deslizó los dedos debajo de sus braguitas. La placentera calidez ya la recorría con un remolino de intenso e insistente calor.
—Lo siento —dijo ella, con la voz un poco entrecortada—, ¿esto significa que te gustaría fijar una cita conmigo?
Él dobló un dedo, empujando dentro de ella.
—Despeja tu agenda —susurró, apoderándose de su boca.
Increíble. Esta noche había logrado pilotar (en realidad, planear) un helicóptero un par de minutos. Fue emocionante y excitante, pero esto era mejor. Mucho mejor. Los brazos de Pedro, su piel, su calidez y el modo en que ella se sabía a salvo en su compañía, la alteraba más que una barca llena de mojitos de mango.
Retirando la mano de las braguitas, Pedro se puso a la labor de desabrocharle la blusa, resiguiéndole los senos con los dedos mientras lo hacía. Ella silbó al dejar escapar el aliento. Durante el día el vestíbulo habría estado concurrido, cruzado por doncellas, asistentas y personal de seguridad. A esta hora de la noche la única gente de la que tenía que estar alerta eran los tres guardias de seguridad que patrullaban el interior de la casa.
Tuviera o no el poder de contratarlos o despedirlos, no deseaba que nadie se tropezara con ella mientras Pedro tenía las manos dentro de su sujetador o ropa interior.
—Vamos arriba —dijo con voz ronca cuando los dedos masculinos se cerraron sobre su pezón derecho.
—Aquí mismo en el suelo —dijo él, apartando la blusa y el sujetador, remplazando sus dedos por la boca.
Paula puso una mano contra la puerta para apoyarse cuando sus rodillas flojearon. Sabía que no era por el ron. Jesús, lo hacía bien. Pero su cerebro no había dejado de funcionar totalmente. Bueno, todavía no.
—Elige una habitación, marinero —insistió, agarrándolo del cabello y apartándolo de un tirón de su pecho.
—Eres una provocadora; eso es lo que eres —jadeó Pedro, la agarró de la mano arrastrándola hacia el salón de la planta de abajo y cerrando de un portazo tras entrar—. Aquí.
—Cierra. Acabas de hacer mucho ruido.
—Por todos los… Bueno. —Pedro volvió a largos pasos hasta la puerta y giró la llave.
Cuando regresó donde ella estaba junto a las antiguas vitrinas georgianas, se quitó la chaqueta y la camisa, arrojándolas al suelo. Aunque saliera con otra protesta no la diría, no cuando él tenía esa mirada en el rostro.
—¿Alguna cosa más? —le preguntó.
—Solo tú.
Paula se quitó la blusa, sabiendo que si esto duraba mucho más se la desgarraría, lo cual sería una lástima porque daba la casualidad que a ella le gustaba la prenda. Le dejó desabrocharle el sujetador, ya que a él le gustaba eso. Se dejó caer sobre el suelo apoyando la espalda en un sillón de piel e inclinó la cabeza hacia atrás cuando la boca masculina se cerró sobre su pecho izquierdo. Mmm. Con la boca ocupada, le quitó los zapatos y luego tiró de los vaqueros de Paula, dejándolos caer en algún lugar cerca de su camisa.
Siguieron las braguitas; había perdido un montón durante el año pasado, y de vez en cuando se preguntaba lo que debían pensar las asistentas al descubrirlas arrojadas detrás de las estanterías, colgando de las lámparas, ardiendo en la chimenea o en cualquier lugar.
Pedro, por supuesto, pensaba que era alguna clase de señal de su virilidad cuando podía hacer desaparecer su ropa interior. Como si necesitara algo más que su persona para eso.
Pedro la agarró por las caderas y tiró de ella hacia delante alejándola del sillón.
Cuando estuvo de espaldas sobre el suelo él se agachó, rodeándole los muslos con las manos, inclinándose para atormentarla entre las piernas con sus labios y lengua.
Paula jadeó, poniendo los ojos totalmente en blanco por la sensación de su boca sobre ella. Prácticamente cuando empezaron a quitarse la ropa ella ya estaba lista para
correrse, pero a Pedro le gustaba llevarla hasta el límite (o más allá del límite) antes de ponerse en serio con el sexo.
—Quítate los malditos pantalones —le exigió ella, meneándose y haciendo patéticos gemidos.
Él levantó la cabeza al encuentro de su mirada.
—Hazlo tú —contestó. Asegurándole las piernas en torno a sus hombros, ella les hizo rodar, poniéndose sobre su estómago y a él sobre la espalda. No estaba en forma por
nada. Se incorporó, sentándose a horcajadas sobre el desnudo torso masculino.
—¿Me has dado una orden? —le preguntó con una sonrisa perezosa.
Pedro asintió.
—Sí.
Se inclinó y le dio otro beso.
—En ese caso —susurró, teniendo problemas para respirar cuando las manos de Pedro le acunaron los senos de nuevo—. Supongo que haré una excepción y me ocuparé del tema.
Con una carcajada él se levantó apoyándose en los codos para observarla mientras se deslizaba separándose de él y se ponía a la labor de desabrocharle los vaqueros.
—Me alegro de que te sientas cooperativa.
—Sí, bueno, eso es culpa tuya. Tienes bastantes incentivos.
—¿No querrás decir el paquete?
—No. —Le abrió los pantalones y se los bajó cuando él levantó las caderas para ayudarla—. Incentivos.
Pedro se descalzó los mocasines y ella lanzó los vaqueros y bóxers sobre el sillón.
Tan sedentaria como era su vida, lograba mantenerse en forma, una pieza de arte viva, respirando y endiabladamente sexy. Y al parecer era todo suyo.
—Ven aquí —dijo él, cogiéndole la mano y atrayéndola de nuevo sobre su cuerpo.
—Me has acelerado —soltó Paula, alargando la mano hasta cerrarla alrededor de su pene—. Ahora es tu turno.
—Yo siempre estoy acelerado cerca de ti. —Le dio un beso lento e intenso, haciéndolos rodar a la vez hasta que ella quedó debajo—. Al instante en que entras en una habitación, cada vez que sonríes —siguió, empujando las caderas y deslizándose en su interior—, tu risa, tu ceño, tu…
Paula le tapó la boca con los dedos.
—Lo capto. —Se las arregló para ponerle los tobillos en los muslos cuando él empezó con un lento y profundo empuje—. Soy genial.
—Eres más que genial. Eres… increíble.
Los ojos azules le sostuvieron la mirada mientras se movía en su interior. Esta noche él tenía un aspecto tan… conmovedor, casi como si ella pudiera ahogarse en aquellos
intensos ojos azules. Con todas las recientes discusiones sobre deshacerse de su mochila de emergencia, la insistencia de poner en marcha el jardín, la comida con Cata y toda la perorata sobre los niños, aún así, no podía imaginar nada mejor que esto.
Todo aquello le daba vueltas en la mente, mezclándose con la excitación, el placer y los recuerdos, su recuerdo de aquella extraña conversación con Gonzales y a él diciendo que Pedro estaba dando rodeos para regalarle algo…
—¡Dios mío! —jadeó, su cuerpo estremeciéndose por el orgasmo incluso con el cerebro al ralentí.
—Eso es lo que me gusta —soltó Pedro, acelerando el ritmo hasta que se estremeció y se dejó caer sobre ella.
Ni por asomo Paula se sentía tan relajada como evidentemente se sentía él, o como normalmente lo estaba después de un orgasmo muy bueno. Él estaba pensando en
proponerle matrimonio. En casarse. ¿Qué narices se suponía que tenía que hacer al respecto? Mierda. Le empujó el hombro.
—Fuera —le exigió.
Pedro levantó la cabeza y la miró.
—¿Pasa algo? —le preguntó, todavía con la respiración entrecortada y acelerada.
Se sentía incluso menos preparada para hablar.
—Pesas —improvisó, empujándolo de nuevo.
Pedro se levantó, sentándose mientras ella se ponía en pie torpemente.
—¿Te hice daño? —Le pasó la mano delicadamente por la pantorrilla, la voz ronca.
—¡No! Claro que no. —La camisa de Pedro la cubriría mucho mejor que la suya, así que la cogió y se la puso, abotonando la delantera a pesar de sus dedos temblorosos.
—Se me acaba de ocurrir algo y tengo que ocuparme de eso.
—¿Pensabas en otra cosa de la que tenías que ocuparte justo en mitad de hacer el amor? —le preguntó en tono amenazador.
—Hacer el amor suena pobre. Estábamos practicando sexo. Y no era sobre mis impuestos o algo así, así que tu testosterona no monte un alboroto. Se me acaba de encender una luz. No te enfades. —Fue corriendo hacia la puerta y giró la llave. Aire.
Necesitaba un poco de aire. Mucho aire.
Pedro se puso los vaqueros y se levantó, acercándose enojado a la puerta cuando ella empezó a abrirla.
—Estoy enfadado —le espetó—. Así que dime qué luz se encendió en tu cabeza, Paula.
—Son mis pensamientos, no los tuyos. Sal de en medio.
—No.
Ella soltó el pomo de la puerta.
—Bien. Saldré por la ventana.
Pedro la agarró por el hombro, empujándole la espalda contra la puerta.
—¿Qué demonio te ha asustado tanto de repente que intentas huir?
—No estoy huyendo, coño. ¡Y deja de enredar las cosas, que están bien como están, antes de que lo arruines por completo! ¡Y ahora suéltame!
Pedro la dejó ir. Ella se precipitó por la puerta y en dirección a las escaleras, lo que le produjo un cierto alivio. Por lo menos no había salido corriendo por la puerta principal. Todavía. Se agachó a recoger el resto de sus ropas esparcidas y luego se sentó en el viejo sillón de cuero, con las prendas y los zapatos en los brazos.
Paula se había dado cuenta de que tenía intención de proponerle matrimonio. Esa era la única razón que se le ocurría que podía motivar esa afirmación de “deja de enredar las cosas”. No era exactamente la reacción que esperaba. Y tenía que recoger un anillo por la mañana.
—Mierda —musitó.
¿Cómo podía hacer lo que hacía, gestionar con éxito negocios por valor de varios billones de dólares, y no ser capaz de manejar a una sola mujer? Y, en cualquier caso, ¿cuál era la diferencia entre estar juntos y estar juntos con anillos en la mano izquierda? Vale: niños, raíces… todo eso lo entendía. Pero eran tan parecidos. ¿Cómo era posible que él lo deseara tan desesperadamente y ella nada en absoluto?
No era posible. Dijera lo que dijera, solo estaba asustada.
Había vivido el día a día durante tanto tiempo que la idea de comprometerse a un futuro la aterrorizaba.
—Estúpido cretino —se dijo, poniéndose de nuevo en pie.
No podía dejarlo así. Si lo hacía, Paula era muy capaz de desvanecerse antes de que él tuviera la oportunidad de convencerla de lo contrario.
La puerta de la habitación estaba cerrada con llave. Joder.
Maravilloso. Maniobró con la ropa y los zapatos hasta que consiguió liberar un par de nudillos.
—¿Paula? —dijo, llamando a la puerta.
Nada.
Como Pedro le había destrozado la mochila, gracias a Dios por eso, Paula no podía haber tenido tiempo de reunir sus cosas y marcharse. Llamó otra vez.
—¿Paula?
Oyó una tos proveniente del otro extremo del corredor y se sobresaltó.
—¿Algún problema, señor Alfonso? —preguntó Pablo Esqueda, uno de los guardias de seguridad nocturno de Solano Dorado, acercándose—. Tengo una llave maestra, si lo…
La puerta hizo clic y se abrió unos centímetros.
—Estoy bien —dijo Pedro, utilizando una de las expresiones de Paula, mientras se ayudaba con el codo para abrir la puerta justo lo suficiente para poder franquearla. La cerró tras él con un pie descalzo y lanzó la ropa sobre el sofá.
—¿Por qué tienen llaves maestras los de seguridad? —preguntó, observando la espalda de Paula, que desapareció en el interior de su vestidor.
—Porque si hay algún problema dentro de una habitación cerrada con llave, tienen que poder entrar —se oyó su voz amortiguada.
—¿En nuestro dormitorio?
Sí, estaba evitando el tema, pero quizá simplemente hablando con ella podría conseguir algo de esa información que necesitaba tan desesperadamente.
—Solo necesitaba un poco de espacio para respirar, Pedro.
Por supuesto ella no pensaba evitar el tema, pero Pedro aún tenía que hilar un poco más fino.
—¿Qué ha pasado con eso de lo que tenías que ocuparte?
Ella salió del vestidor justo cuando él llegaba hasta allí. Se puso en jarras, llevando tan solo la camisa gris de Pedro y lo miró directamente con la barbilla alta. Temerosa, pero desafiante. Su Paula.
—¿Te vas a dedicar a agobiarme? —preguntó ella—. ¿O vas a dejarme respirar?
Dios, que aguda era. Y letal. Y acababa de colocar la pelota directamente sobre su tejado, justamente donde tenía que estar en ese momento. Era puñeteramente complicado,
porque su actuación dependía de su reacción, pero aun así tenía que ser él quien hiciera el primer movimiento.
—Jamás he hecho nada con intención de impedirte respirar —dijo Pedro, despacio—. Y no tengo intención de hacer nada que te cause dolor o preocupación, ni ahora ni en el futuro. Espero que mis sentimientos por ti no sean lo que te incomoda.
—Me gusta lo que sientes por mí. No lo jodas. No jodas esto —dijo señalándoles a ambos con un gesto.
—Tómate tu espacio para respirar, Paula. Pero ninguno de los dos somos de los que se quedan sentados a esperar. Antes o después, voy a querer avanzar y entonces te pediré que des ese paso conmigo.
Ella se estremeció. Pedro veía como le temblaban las manos. Ignoró la tremenda urgencia de estrecharla entre sus brazos y se quedó donde estaba, esperando.
—Eso no es lo mejor que puedes decir si no quieres que me desmaye.
—Mis disculpas.
Ella hizo una mueca.
—No puedo pensar en esto mientras estoy intentando encontrar a Sanchez y la armadura de Minamoto y el modelo anatómico —dijo por fin—. Me ha encantado este último año. Y te quiero. Per…
Él alzó la mano.
—Respira —le dijo, esperando ser capaz de ocultar la alarma que sentía. No iba a permitir que ella terminara esa última frase—. Te quiero. Relájate. Vamos a dormir un
poco.
Paula ladeó la cabeza.
—¿No vas a forzar… nada?
—Esta noche, no.
Eso por descontado. Y, en cuanto a más tarde, ya estaba luchando contra el ego y el orgullo que le exigían saber por qué ninguna mujer dudaría si casarse con él. Paula y él
se iban a casar; solo necesitaba descubrir la forma de asegurarse de ello.
Por suerte, en el último momento Pedro decidió llevarse el móvil al cuarto de baño, porque sonó un instante antes de que se metiera en la ducha, poco después de las nueve de la mañana. Lo cogió, con la esperanza de que el eco del timbrazo no hubiera despertado a Paula y comprobó la identidad del llamante.
—Tomas —dijo en voz baja.
—¿Estás en una cueva?
—En el cuarto de baño. ¿Qué quieres?
—Estoy contestando a tu mensaje de ayer.
Pedro parpadeó, tratando de acordarse de lo que estuvo haciendo el día anterior antes del paseo en helicóptero a Isla morada. De lo que sí se acordaba era de lo que pasó a la
vuelta.
—Ah. Bien.
—¿Todavía quieres que te acompañe a ya-sabes-donde dentro de una hora?
—¿Por qué hablas en código?
—Porque Chaves es muy escurridiza.
Eso no se lo podía discutir. ¿Deseaba que Tomas le acompañara a Harry Winston?
Esta era su decisión. Y la de Paula. Tomas no lo aprobaba.
Y aunque a Catalina le gustaba Paula, Pedro sabía que también tenía sus dudas. Y después de lo que había ocurrido esa noche, no tenía por qué soportarlo. No mientras recogía su anillo de compromiso. Incapaz de evitar lanzar una rápida mirada a la puerta cerrada del cuarto de baño, bajó aun más la voz.
—No. Ya lo tengo resuelto. Gracias por devolverme la llamada.
—Ejem, vale. Te veo luego.
—Gracias.
Pedrocerró el teléfono lentamente y lo dejó de nuevo sobre la encimera. Luego quitó el pestillo de la puerta del baño y la abrió. Se asomó y echó un vistazo a la salita.
Nada. Aunque eso no quería decir que no estuviera por allí.
Necesitaba asegurarse de que Paula no había llegado a oír nada de esa conversación. Como Tomas había dicho tan
elocuentemente, era muy escurridiza.
Desnudo, se deslizó medio agazapado a través del salón a oscuras y se asomó por la puerta parcialmente cerrada de la habitación. Ella yacía en la cama, con los ojos cerrados y
respirando lenta y regularmente. Le hubiera gustado sentirse aliviado, pero lo cierto era que seguía sin estar seguro de que ella no hubiera estado al otro lado de la puerta del cuarto de baño, sacando sus propias conclusiones, y luego hubiera corrido de vuelta a la cama antes de que él hubiera tenido tiempo de moverse.
—¿Paula? —susurró.
Ella se removió y se tapó la cara con un brazo.
—¿Qué? —gruñó.
—¿Te ha despertado el teléfono?
—No, me acabas de despertar tú ahora mismo —dijo, sentándose para poder mirarle—. ¿Pasa algo?
Cretino, cretino, cretino. Se enderezó, porque evidentemente ya no era necesario andar a hurtadillas.
—No. Estaba intentando dejarte dormir y, por lo visto, soy un idiota.
Paula llegó incluso a sonreír.
—Estás muy guapo desnudo, así que eso te va a valer como excusa. ¿Qué hacías?
—Estaba a punto de meterme en la ducha.
—Eso está bien, porque si no, esto daría mucho miedo.
—Como si a ti te diera miedo algo —contestó él. Menos lo de anoche, pero no iba a mencionarlo esta mañana. Y dudaba que ella lo fuera a hacer tampoco.
Ella se quedó mirándolo un instante. Luego se volvió a tumbar y se tapó la cabeza con la sábana.
—Gracias, inglés.
—De nada, yanqui. ¿Te gustaría ducharte conmigo?
—Voy a seguir durmiendo. Lárgate.
—Me estoy largando.
Volvió a salir y cerró la puerta tras de sí, solo por si alguien más le llamaba sobre algo que no quería que ella oyera.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Qué buenos caps!!!!!!!!!!!! Peor ya estaría bueno que Pau afloje un poco y se deje amar y ella pueda amar para siempre.
ResponderEliminarPau es re dura jajaj pobre Pepe!!
ResponderEliminar