domingo, 12 de abril de 2015
CAPITULO 188
Sábado, 9:49 a.m.
Paula miraba por la ventana de la oficina de Pedro como el Jáguar salía por el camino principal de Solano Dorado. Él había sido amable, mantuvo las cosas ligeras como una pluma y luego salió discretamente de la casa sin decir ni una palabra. Eso apestaba.
Incluso cuando se peleaban ella siempre se sentía cómoda con él, y ahora ambos iban pisando huevos. Él le había dicho que respirara, pero no le había dicho nada sobre
olvidarse de sus sospechas ni le había dicho que estaba equivocada.
Por supuesto ninguno de ellos en realidad había dicho la palabra que empieza por M, pero una vez el pensamiento cruzó por su mente, un montón de cosas en las últimas
semanas de pronto tuvieron más sentido. El pánico le embargó el pecho, crudo y frío, y dio un rápido paseo por la habitación para hacerlo retroceder. Esto era una locura.
Jamás hubo un marido en sus fantasías de retirarse a Milán y los mozos abanicándola con hojas de palmera. Ni siquiera había sido capaz de imaginarse envejeciendo. Aunque quería, evidentemente, o no se habría retirado en la cima de su carrera.
—Joder —masculló, dando otro paseo por la oficina. Sacó el teléfono del bolsillo y marcó—. ¡Coge el maldito teléfono, Sanchez!
Tras un timbrazo saltó el mensaje automático de que el imbécil del dueño del teléfono no tenía el sistema de buzón de voz activado y lo apagó de golpe. Sanchez y ella
bromeaban sobre que él era su Yoda, su fuente de consejos espirituales y morales, pero era verdad. Había crecido con Martin y Sanchez, y Sanchez fue el que le compró su primer
sujetador, su primera caja de tampones… y si su brújula moral señalaba o no un poco peor que la de otra gente,
confiaba en él. Y ahora estaba desaparecido.
Se estaba acercando al punto donde debatía si preguntarle al detective Castillo si podía rastrear el coche de Sanchez.
Francisco se enfadaría, Sanchez se enfadaría de verdad y ella ya estaba bastante cabreada consigo misma por dejar que esto sucediera. Al mismo tiempo suponía que podía hablar con Andres sobre lo que Pedro tramaba, ya que era menos malhumorado y más Obi-Wan Kenobi que Sanchez, solo le diría que siguiera sus sentimientos e hiciera lo que sentía como correcto, y una mierda. Era una ladrona.
Evidentemente no sabía qué era lo correcto.
Así que aquí estaba de nuevo, esperando a ver si alguien hacía un movimiento. No le gustaba trabajar de esa manera; se sentía como si estuviera de espaldas en una autovía
esperando a que un camión la atropellara desde atrás.
Después de anoche ya se sentía como si la hubieran arrollado y arrastrado.
El teléfono sobre la mesa de Pedro sonó, era el intercomunicador de la casa, Paula se acercó y pulsó la tecla de hablar.
—Chaves.
—Señorita Paula, soy Mourson de seguridad. Tengo un tractor, una camioneta y unos doce chicos en la puerta principal. Dicen que son de los Viveros Piskford y tienen una cita.
¡Y explotó la bomba!
—Déjalos entrar, Louie. Que uno de los chicos se encuentre con ellos en la zona de la piscina para supervisar.
—Confirmado.
Ella seguramente debería haber comprobado la fecha de comienzo del contrato que Pedro había firmado en su nombre. Ostras, se movían rápido. Aunque si ella hubiera estado intentando impresionar a un cliente muy rico con un par de hectáreas que tal vez un día necesitaran volver a ser ajardinadas, seguramente también haría todo lo posible para
impresionarlo.
Después de agarrar los zapatos del armario se dirigió a la piscina por las escaleras exteriores. Tres días antes la había aterrorizado la idea de ser responsable de crear un jardín.
Aunque ahora le parecía una muy buena distracción.
Su teléfono sonó con el tema de S.W.A.T al llegar al último escalón. Indicando al equipo del vivero que siguieran adelante y empezaran, lo descolgó.
—Hola, Francisco.
—Hola. Creo que deberías saber que estoy con tu Miata negro. Hay tres que empiezan con la matrícula 3J3 pero solo uno de ellos pertenece a Gabriel Toombs.
—¿A Toombs? —repitió, profundamente sorprendida. ¿Wild Bill Toombs la había estado siguiendo? ¿Por qué?
—Sí, Toombs. Sea lo que sea que estés investigando parece que él sabe algo.
—¡Hala!, Francisco, ni siquiera has venido a desayunar y me lo has dicho en persona.
—No estoy de broma, Paula —dijo el detective con voz seca—. ¿Me recuerdas mencionar que Toombs es un tipo peligroso?
—Lo recuerdo. No soy una niña, Francisco. Pero gracias por el aviso. Lo agradezco, en serio.
—Aunque eso no va a cambiar el modo en que haces las cosas ¿no?
—Seguramente no. Pero cambia el modo en que pienso de ellas.
—Si me llaman por un homicidio y eres tú, Pau, voy a cabrearme de verdad.
—Tú y yo, los dos. Gracias, Francisco. Adiós.
—Adiós.
Se sentó en una de las mesas al lado de la piscina mientras el equipo de Piskford enchufaba las mangueras y una bomba para vaciar la piscina. Según Francisco, si Toombs la seguía significaba que Wild Bill de algún modo conocía su investigación. Para ella, significaba que Toombs sospechaba algo sobre ella, seguramente antes incluso de conocerse en persona, y ahora estaba intentando verificarlo. Y como había un número limitado de sucesos en los que él podría ser sospechoso, hablar con Sanchez ahora mismo habría sido muy útil, ¡maldita sea!
Ya que no podía hablar con Sanchez necesitaba con urgencia hablar con Andres, marcó su número de móvil.
—Muy buenos sábados por la mañana, señorita Paula —contestó con su lento acento sureño.
—Hola, Andres. Lo pillo, no te he despertado.
—Estoy en el hoyo número siete de una partida de golf estupenda, querida.
Hum.
—¿Con quién estás?
—El doctor Randall Hartley, Wild Bill Toombs y Alfonse Soroyan. ¿Pasa algo?
La recorrió una descarga de adrenalina, animándola de nuevo.
—¿Toombs te ha escuchado decir mi nombre? —le preguntó cautelosa.
—Está en el otro cochecito con Alfonse. ¿Por qué?
—¿Jugáis a nueve o a dieciocho hoyos? —le preguntó en vez de contestarle.
—Dieciocho. Tardaremos otro par de horas y media comida incluida —dijo con voz más seca.
Entonces él lo captó.
—Entonces voy a… correr. —Ella se levantó, fue hacia las escaleras y se dirigió al dormitorio—. Si te quedas sin compañía, ¿por qué no me llamas?
—No me gusta discutir con una dama —contestó Andres—, pero tal vez no deberías… ir a correr sola. ¿Está ahí tu caballero?
—¿Y ahora qué eres, entrenador personal? —otra voz masculina, sin duda la del doctor Hartley, provino de un poco más lejos.
—Soy un hombre de muchos talentos —contestó con su acento Andres.
—Pedro salió —dijo Paula cuando se detuvo la otra conversación—. Puedo estar allí y volver en una hora, Andres. Tal vez menos. Solo llámame si él se va.
—Muy bien. Vigila a los… perros, las grietas de la acera y todo eso.
—Iré con cuidado. Gracias. Te llamaré cuando esté de vuelta en casa.
—Claro, hazlo, querida.
En el dormitorio se dirigió hacia el armario, cambiándose la camiseta rosa por una blanca. Sacó una gorra de béisbol negra del equipo Florida Marlins, se puso los calcetines
blancos y el calzado de deporte.
Al verse en el espejo de la parte posterior de la puerta del armario, se detuvo. Sí, estaba lista para irse, con ropa de golf de Florida, la gorra lista para ensombrecer sus ojos y
cubrirle el cabello, el rostro un poco ruborizado y los ojos bien abiertos y agudos. Todos los sistemas preparados.
—Mierda —susurró y volvió a sacar el teléfono.
—Hola, amor —la tranquila voz de Pedro surgió un momento después.
De fondo se oía una voz llamando a alguien hacia una puerta.
—¿Estás en el aeropuerto?
—Voy y vuelvo de Miami con el helicóptero —le dijo.
Esto habría sido más fácil si se hubiera quedado en Miami.
—Estoy a punto de hacer algo que va a cabrearte, pero te lo digo primero así gano puntos, ¿de acuerdo?
—Eso depende —le contestó cauto—. ¿Qué vas a hacer?
—Acabo de llamar a Andres por otra cosa y está en el hoyo siete de dieciocho, jugando al golf con nuestro amigo.
—Paula, no.
—Es la mejor oportunidad que voy a tener. Si desaparecemos durante la fiesta de esta noche, se dará cuenta.
—¿Y cómo sabes que se dará cuenta de nuestra ausencia?
Ella dudó. Contarle a Pedro sobre quién la había estado siguiendo sería bastante imprudente, pero tenía que entender que ella no estaba siendo una cabezota con esto.
—Tiene un Miata negro. Francisco acaba de llamarme para contármelo.
—Él… Paula, no te acerques a esa casa. ¿Me oyes?
—Ahora está ocupado, Pedro. Viscanti necesita la respuesta en cuatro días. Voy. Te llamaré tan pronto como vuelva al coche.
—Mierda. Paula…
Pulsó la tecla de fin de llamada, lo cambió a modo vibración y se lo volvió a meter en el bolsillo.
—Mal, muy mal —masculló ante su reflejo, fue a por sus herramientas en la mochila, la que Pedro no había destrozado, y luego se largó escaleras abajo hacia el garaje.
Su teléfono vibró. Ella comprobó el identificador de llamadas mientras cogía del gancho las llaves del SLK, solo para asegurarse que no fuera Andres advirtiéndola de la marcha de Toombs. No. Era Pedro, entonces se lo volvió a meter en el bolsillo y se puso tras el volante del Mercedes amarillo banana.
Normalmente prefería un coche más discreto —y para empezar uno que no fuera suyo— pero el SLK encajaba muy bien en el vecindario de Toombs. Y este era un AM de los buenos, así que no transgrediría la ley más de lo estrictamente necesario.
El teléfono le sonó cuatro veces más mientras conducía hacia la casa de Wild Bill y aparcaba el coche a media manzana de allí. Todas las llamadas eran de Pedro y
prácticamente podía ver el humo saliendo de la pantalla. Si todavía no hubieran explorado las profundidades de las desavenencias, seguramente lo harían cuando ella volviera a casa.
Tendría que haber apagado el teléfono, porque la distraía demasiado, pero no se podía arriesgar a perderse una llamada de Andres.
Antes de salir del coche echó un vistazo a su mochila negra: ganzúas, alambre y corta vidrio, cinta adhesiva, cable de cobre, un bote de laca y sus bonitos guantes negros de
piel, junto con un par de clips y gomas elásticas. Todo lo que una chica necesitaba para una escapada de día o de noche a hurtadillas. Tenía un equipo más sofisticado oculto por Solano Dorado pero consiguió un buen vistazo sobre la seguridad de Wild Bill cuando ella y Andres visitaron la casa y no pensaba que necesitara nada de eso.
Se ató el cabello con la goma y lo metió debajo de la gorra de béisbol de los Marlins, luego alargó la mano hacia la minúscula zona de asientos de atrás por el par de guantes de golf de repuesto de Pedro, los agarró y se los puso antes de salir. Haciendo eco con el bip del sistema de cierre electrónico del coche, unos neumáticos chirriaron calle abajo detrás de ella. Ella respingó, automáticamente encogió los hombros mientras echaba un vistazo.
Un Jáguar verde subía disparado en paralelo al bordillo justo detrás del SLK y se detuvo a menos de un centímetro de su parachoques. ¡Maldita sea!
Pedro abrió la puerta de un empujón y luego la cerró con un portazo.
—Vuelve a entrar en ese coche —le ordenó, con la voz de no me jodas que usaba durante las negociaciones de trabajo.
—No. Tú vas a volver a entrar en ese coche antes de estropearlo todo.
—Te arrojaré dentro si me obligas.
—Sabes, mi segundo instinto era el correcto. No debería haberte llamado. Podría haber… hecho mis compras y estar de vuelta en casa sin que tú ni te enteraras.
—No estoy debatiendo contigo, ni voy a discutir. Entra en el puto coche, Paula.
Ella alzó la barbilla, sopesando la mochila en su mano derecha por si acaso necesitaba lanzársela. Con las herramientas dentro, tal vez lo haría caer. Por otra parte, él
era más grande que ella y peleaba sucio.
—No soy Lucy Ricardo y tú eres Pedro, no Ricky. No tengo que darte explicaciones y no necesito tu permiso para hacer mi trabajo. Vete. Vete de una puñetera vez.
Durante un largo instante la fulminó con la mirada, los músculos tan tensos que de hecho temblaban. Luego dio media vuelta y abrió la puerta del Jáguar de un tirón. Antes de que ni siquiera pudiera volver a respirar, él abrió el maletero y fue hacia la parte posterior del coche. Luego sacó una gorra marrón claro de béisbol y agarró un par de guantes a juego, parte de su atuendo habitual de golf.
—Entonces vamos —espetó, cerrando el maletero.
—¿Qué te crees que estás haciendo?.
—Al parecer, estoy siendo Ethel. En marcha.
Paula le puso la mano en el pecho, deteniéndolo.
—Espera un minuto. Se aplican las mismas reglas. Dentro tú haces lo que yo te diga.
—No he olvidado MI parte del acuerdo.
Todavía estaba enfadado y con su flema británica, pero no podía culparlo por ninguna de estas cosas. Al contrario, le agarró con los dedos el polo azul claro y se alzó para besarlo. Su boca rígida se ablandó y la siguió un poco cuando ella se retiró.
—¿De acuerdo? —le preguntó, cogiéndole la gorra y bajándola hasta la altura de los ojos. Todavía era muy reconocible, así que ella tendría que asegurarse que no lo vieran.
Pedro se puso los guantes.
—De acuerdo.
Bueno, esto iba a ser interesante. Entrar durante el día habría sido más fácil estando sola y si no hubiera sido tan fotografiada en compañía de Pedro que alguien en la calle
pudiera reconocerlos al estar juntos. Al menos iban vestidos bastante normalitos, aunque habría sido mejor si hubieran estado en una competición de golf en vez de a una manzana
de distancia. Los retrasos eran malas noticias.
—Vamos.
Caminaron de la mano por la calle hasta que llegaron a nivel de la propiedad de Toombs. Tan pronto como el tráfico se despejó ella colocó los dedos de los pies en el muro y trepó.
Pedro la siguió un instante después.
—¿No hay sensores exteriores? —le preguntó en voz baja.
—Solo luces activadas por movimiento. Eso no importa mucho durante el día.
Él seguramente todavía estaba enfadado pero al menos tenía la experiencia para saber que todo tenía su espacio y que este no era el momento de atacar o discutir. Al contrario, permaneció en silencio en la esquina de la casa y siguió vigilando mientras ella subía por la ventana del baño más cercana en lo que habrían sido los alojamientos del servicio hacía un siglo.
Encaramarse por el pequeño aseo de cortesía fue fácil y solo tardó un minuto en deslizarse por el corto pasillo y abrirle a Pedro la puerta trasera. Sola seguramente en este
momento ya estaría arriba y en el dormitorio, cerrado con llave o no, pero ya que tenía un segundo par de ojos —y alguien que le ayudaría a levantar la armadura— no iba a dejarlo fuera y a la vista.
Tan pronto como entraron ella volvió a cerrar la puerta con llave. No tenía sentido dejar ningún rastro.
—Hoy —susurró contra el oído de Pedro—, es uno de los días en que las dos asistentas vienen a limpiar. Mantén los ojos y los oídos abiertos.
Él asintió.
—Vamos a ponernos en marcha. Por aquí.
Subieron las escaleras, Pedro dos pasos detrás de ella.
Paula se detuvo a tres escalones del final y se agachó sobre manos y rodillas, subiendo a hurtadillas para mirar por el largo pasillo ante ellos. Con las asistentas allí las alarmas de ventanas y puertas estaban apagadas, pero no quería tropezarse con nadie. Y solo porque sabía de dos empleadas no significaba que no hubiera cinco o seis más por ahí. Pedro tenía más de una docena solo en Solano
Dorado.
El pasillo estaba vacío a excepción de las vitrinas con kimonos y vestuario Kabuki.
Había un montón de lugares para esconderse pero por suerte hoy ella y Pedro eran los únicos siendo sigilosos.
—Estos son preciosos —soltó Pedro.
—Fin del recorrido turístico. —Aunque sabía que a él le gustarían los expositores; si se decidían por una exposición de vestuario para la galería de Rawley Park recomendaría
un método de presentación similar.
—Perdón.
Se abrió una puerta a mitad del pasillo. Moviéndose con rapidez, Paula empujó a Pedro entre dos vitrinas mientras ella se agachaba detrás de otra en el lado contrario del
amplio corredor. Salió una sirvienta con una aspiradora y trapos de limpiar el polvo. Cerró la puerta tras ella y fue hacia una habitación más cerca de dónde ellos se ocultaban y cruzó la puerta.
Con media sonrisa, el corazón latiéndole acelerado y fuerte en el pecho, Paula volvió en medio del pasillo y siguió hacia las dos habitaciones circulares del final. Hasta ahora el AM había sido sencillo y no habría sido mucho más estimulante por la noche, a excepción de la tarea añadida de sortear las alarmas del perímetro. Tal vez dependía de la reputación del señor samurái mantener a la gente fuera de la casa. No podía encontrar otra buena razón por la que no hubieran robado nunca.
Bien pensado, por lo que Francisco había dicho, tal vez había sido robado y Toombs se había ocupado del intruso o intrusos el mismo. Bien, Toombs estaba fuera jugando al golf, y las únicas espadas puntiagudas que quería ver eran las que pertenecían a Minamoto Yoritomo.
Cuando llegaron a las habitaciones circulares, agarró del brazo a Pedro.
—Si esa puerta se abre —dijo ella, señalando la habitación de la que salían los sonidos del aspirador—, entra en la habitación de detrás de nosotros tan rápido como puedas.
—¿Y tú? —susurró.
—Si no puedo llegar a tiempo a esta puerta, estaré justo detrás de ti. Vigílame la espalda.
—Siempre. —Pedro se colocó entre ella y el pasillo, su caballero de brillante armadura incluso cuando estaban siendo medio malos. Solo por si acaso su suerte todavía
seguía, intentó con el pestillo de la puerta. Cerrado.
Paula se sacó un clip del bolsillo y metió el extremo en la cerradura de abajo.
Normalmente uno de los dos pares de cerraduras se utilizaba, pero estas dos parecían estar cerradas. Podía abrir una cerradura en diez o quince segundos. Aunque tras veinticinco, solo había movido uno de los cilindros.
—¿Pau?
—Chist. —No solo había doble cerradura sino que era de las buenas. Una muy buena. Con un ceño sacó su estuche de ganzúas y lo abrió—. Sujeta esto y quédate quieto —le susurró, insertando una varilla delgada en la cerradura superior.
Pedro girado a medias, sujetó la varilla en el sitio. Por lo menos no había comentado que ella había perdido práctica, aunque eso seguramente vendría después. Pero una
cerradura difícil era algo bueno, reflexionó mientras se acuclillaba para mover los diminutos cilindros internos. Eso significaba que había que proteger algo de valor detrás de
la puerta.
Utilizando las herramientas para las tareas pesadas, la cerradura se abrió en otros doce segundos. No había nada por lo que alardear pero ya se preocuparía más tarde en
comprar una de estas cerraduras para practicar. Tomando aliento, abrió el pestillo y empujó la puerta, Pedro justo tras ella.
—¿Qué co…?
—Chist —le volvió a advertir, cerrando la puerta con cuidado antes de girarse y quedarse helada—. ¿Qué coño? —masculló.
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