sábado, 10 de enero de 2015
CAPITULO 77
Sábado, 8:18 a.m.
Pedro apoyó la cabeza en la mano, contemplando a Paula mientras dormía. Se sentía como si la pasada noche le hubiesen propinado una coz en la mandíbula, pero al menos había cumplido con sus deberes masculinos y había cumplido su promesa de practicar sexo con ella durante toda la noche.
Alargó la mano y le colocó un mechón de pelo por detrás de la oreja. Había esperado como mínimo un interrogatorio la primera vez que Paula le pusiera la vista encima a Patricia, aunque la peor situación que se le ocurría venía acompañada de injuriosos insultos y una pelea a puñetazos.
Pero se había encontrado cara a cara con Patricia y no había dicho una sola palabra. De hecho se había mostrado reservada y un poco distante durante toda la velada. ¿Qué significado tenía aquello?
Era evidente que el entusiasmo de Paula se había desvanecido a su regreso a casa. Pero ni siquiera entonces le había hecho una sola pregunta sobre la presencia de Patricia o un solo comentario acerca de que hubiera invitado a desayunar a su ex mujer al día siguiente. Y aquello le preocupaba.
Sus ojos verdes se abrieron pausadamente, inmediatamente despierta y alerta.
—Buenos días —farfulló, frotando la cara en la almohada.
—Buenos días. ¿Por qué pareces tan inocente cuando duermes?
Ella sonrió perezosamente, poniéndose de espaldas y alzando la mano para tocarle la mejilla.
—Me estoy privando para poder ser ladina más tarde sin que lo parezca.
—Lo haces muy bien, si me permites que lo diga.
—Gracias.
Estudió su rostro durante un momento mientras él se mantenía inmóvil y dejaba que le mirase. «Honestidad y confianza.» Dos cosas que jamás hubiera creído hallar en una ladrona, y las dos cosas que más valoraba de ella. Y necesitaba dar con un modo de demostrarle que sí confiaba en ella.
—¿Qué?
—¿Te parece bien que venga de visita Patricia?
Pau había estado precisamente pensando en ello.
—Resulta un poco extraño.
Paula apartó las sábanas y se puso en pie, desnuda, suave y preciosa como la luz del día.
—Seguro que sí.
—Tan sólo diré que hagas lo que tengas que hacer, Richard. Remarco el «tú». Es ella quien iba follando por ahí. No tienes por qué sentirte culpable por nada.
—Hum —respondió, levantándose por su lado de la cama y echando mano a una bata—. ¿Has detectado todos esos problemas en el horizonte simplemente por un saludo y un apretón de manos?
—Ella es realmente problemática. —Paula le lanzó una sonrisa mientras se dirigía al baño—. Pero también lo soy yo.
—Sí, lo eres. Debo decir que desayunar con las dos va a ser muy interesante.
Ella se detuvo en la entrada.
—Yo no estaré. Tengo que hablar con Sanchez y ver si alguien me ha mandado un curriculum al fax. Y tengo que prepararme para una reunión.
—Kunz te ha conmovido de veras, ¿verdad?
—Sí, pero no me marcho por eso. Si Patricia tiene algo que decirte, no querrá que esté por aquí. —Se apoyó contra el marco de la puerta—. Estás siendo muy comprensivo.
—Así soy yo.
Durante un momento escuchó el sonido del agua al caer y de cosas tintineando en el botiquín.
—Y ya tengo bastante de lo que preocuparme hoy sin meterme en una pelea con Patricia Alfonso–Wallis.
De modo que estaba pensando en darle un puñetazo a Patricia.
—Ganarías tú —comentó—. No te ofreceré ayuda para realizar un contrato para Charles, pero estaré aquí redactando un artículo para CEO Magazine si quieres que te dé mi opinión sobre algo.
—Estaré bien. —Silencio—. Gracias.
—No hay de qué.
Richard acompañó a Paula hasta el Bentley y luego se quedó parado en el camino de entrada para verla partir hacia su nueva oficina. Cuando miró su reloj, eran las nueve menos cinco. Si Patricia se mantenía fiel a su costumbre de antaño, llegaría al menos veinte minutos tarde, pero obviamente Paula no estaba al tanto de eso, y obviamente había querido evitar toda posibilidad de tropezarse con ella.
Exhaló, sintiéndose ridículo por la tensión que le atenazaba los hombros. Por el amor de Dios, con regularidad se sentaba frente a ejecutivos muy poderosos, abogados y jefes de Estado sin siquiera pestañear. De hecho, a menudo era él quien hacía que se estremecieran. Y esa mañana, con la venida de su ex esposa a desayunar, las yemas de los dedos las sentía frías. No se trataba precisamente de nervios, aunque le hubiera alegrado más tenerla de nuevo al otro lado del Atlántico. Tres años atrás la había pillado en la cama con su amigo Ricardo Wallis. La… cólera que había sentido le había asustado, tanto por su intensidad como por lo que, durante unos ciegos y dichosos segundos, había considerado hacer.
Para su sorpresa, un Lexus negro de alquiler subió hasta la casa a las nueve en punto. «Mmm.» Algo le preocupaba.
—Patricia —dijo, retrocediendo cuando Reinaldo le abrió la puerta del coche para que se apeara.
—Richard. Roberto, me alegro de verte de nuevo. —Se había vestido con recato, para tratarse de ella, con lo que parecía una blusa y una falda de Prada; un sencillo tono azul cielo en la parte superior combinado con un vivido estampado africano en tonos marrones en la parte inferior, largo y suelto y que, sin embargo, conseguía adaptarse a sus torneadas curvas.
El mayordomo ni siquiera se inmutó por lo erróneo del nombre. Después de todo, había vivido más de un año soportando aquello.
—Señora Willis —respondió Reinaldo en cambio, transfiriendo la mano de la mujer a Richard.
—Es Alfonso–Wallis —dijo alegremente, poniendo los ojos en blanco en beneficio de Pedro tan pronto como el mayordomo volvió la espalda.
—Ah, sí, tiene tantos nombres que lo olvidé —replicó Reinaldo con un acento asombrosamente marcado.
Pedro le brindó una sonrisa a Reinaldo al tiempo que acompañaba a Patricia hasta la puerta principal.
—Gracias por atenderme —dijo—. No estaba segura de que lo hicieras.
Había dispuesto el desayuno en el comedor, en gran medida porque no quería tener que escuchar su parloteo acerca del bonito entorno de la piscina o sobre el tiempo.
—¿Qué te trae por Florida?
—Eso de la pared, ¿es un nuevo revestimiento? —comentó, deteniéndose a pasar la mano a lo largo de la textura de adobe del acabado en el pasillo de la planta baja—. Es precioso. ¿Has restaurado la galería superior?
—Teniendo en cuenta que tu esposo es quien ordenó que la hicieran volar —respondió, manteniendo un tono templado—, no creo que sea asunto tuyo.
—Mi ex marido —le corrigió, aclarándole la última parte de su frase—: Me estoy divorciando de Ricardo.
Concediéndose un momento para asimilar esas noticias, Pedro le indicó con un ademán que entrara en el comedor y tomara asiento cerca de la puerta. Debido a su reticencia a tenerla allí, había pedido a Hans que tuviera listo el desayuno en vez de esperar a ver qué deseaba tomar. Se sentó frente a ella e hizo un gesto con la cabeza a uno de los dos criados y la comida comenzó a aparecer procedente de las cocinas.
—¿Es que no vas a decir nada, Pedro? Me estoy divorciando de Ricardo.
—¿Por qué?
—«¿Por qué?» Está en prisión, juzgado por el asesinato de dos personas, por contratar a otro asesino y por contrabando y robo. ¿No es suficiente motivo?
—Y yo qué sé, Patricia. No estoy familiarizado con el funcionamiento de tu criterio moral.
—Pedro, no lo hagas.
El tomó aliento.
—Lo que sucede es que encuentro un tanto sorprendente que vinieras a Florida con el solo propósito de confirmarme que has cometido un error de juicio más.
—No sabía que estabas aquí —le respondió. Su mandíbula palpitaba nerviosamente, echó mano al tarro de mermelada de fresa y comenzó a untarla en la tostada—. Pero me alegro de verte.
—Yo me reservo mi opinión.
—Fuiste mi primer amor, Pedro. Nada cambia eso. Y los primeros ocho meses de nuestro matrimonio fueron… —Se abanicó la cara con la mano—… excepcionales. —Patricia siguió con la mirada las manos de Pedro mientras cortaba un pedazo de melón y se lo llevaba a la boca—. ¿No va a unirse a nosotros tu amiga?
Pedro entrecerró los ojos. Una cosa eran los errores pasados, las heridas pasadas y un mal error de juicio, pero ahora había sacado a relucir la parte más importante de su presente y, a menos que aquello acabara con él, su futuro.
—Paula tiene una cita.
—He oído que está montando una empresa de seguridad. ¿Qué te parece que trabaje cuando… ?
—Patricia, ¿por qué has venido? —la interrumpió, permitiendo finalmente que parte de su irritación saliera a la superficie—. Y no me vengas con todas esas memeces sobre el tiempo.
—Está bien. —Bajó la vista, relegando bruscamente al olvido sus huevos demasiado blandos con el tenedor—. Sabes que no me pusiste las cosas fáciles, ni antes ni después del fin de nuestro matrimonio.
—Lo sé. Antes fue culpa mía. Después lo fue tuya. Prefiero dejar los gestos magnánimos para el Papa.
—Tú… —Se detuvo, percatándose sin duda de que si comenzaba a proferir insultos, acabaría sentada de culo en el camino de la entrada—. Me hospedo en un hotel en Palm Beach. Tuve que abandonar Londres, y todos los recuerdos de Ricardo y a aquella gente, mis ex amigos, a los que había mentido. Y quiero tu ayuda para empezar de nuevo. Esta vez, quiero hacer las cosas bien. Vivo según un presupuesto, tratando de organizar mis prioridades, intentado ser independiente por una vez.
—Si estás siendo independiente, ¿por qué quieres mi ayuda? —respondió, apenas reparando en el resto de lo que ella estaba diciendo.
—Bueno, estoy siguiendo tu ejemplo —dijo, con un inconfundible bufido—. Quiero decir que, mírate. Tú saliste bien parado, has rehecho tu vida, tienes una nueva… amiga y no cabe duda de que no te quiere por el dinero. Necesito tu asesoramiento, Pedro. Y tu ayuda y comprensión. Entonces podré ser fuerte e independiente.
Colocó la mano sobre la de él, y Pedro no pudo evitar notar que le temblaban los dedos. La conocía lo bastante bien como para estar muy seguro de que por muy hábil que fuera manipulando a las personas, su demostración de impotencia no era una pose.
—¿Qué clase de ayuda quieres? —preguntó de mala gana.
—Yo… pensé que podrías dejarme hablar con uno de los hombres de Tomas para obtener una perspectiva de lo que puedo hacer en el divorcio cuando la mitad de los ingresos de Ricardo, de nuestros ingresos, al parecer provenían de la venta de objetos robados. Y me gustaría alquilar o comprar una pequeña casa aquí en Palm Beach, pero necesito que alguien se encargue de los trámites. Esto…
—¿Esperas que te ayude a mudarte aquí? —interrumpió.
Ella cerró la boca de golpe, con los ojos desmesuradamente abiertos y llenos de dolor.
—Empleé… empleé todo lo que tengo para venir aquí a verte. —Una oportuna lágrima rodó por su mejilla—. Dime qué se supone que tengo que hacer. No puedo quedarme en Londres. Necesito tu ayuda, Pedro. Por favor.
—Lo pensaré —dijo, dejando el tenedor con un sonido metálico y poniéndose en pie—. Ahora, si me disculpas, tengo que reunirme con Paula. Reinaldo te acompañará hasta la puerta.
—Pero…
—Ya has pedido suficiente por un día.
—No solías apartarte de tu rutina para reunirte conmigo durante el día —farfulló, lo bastante alto para que él lo oyera. Pedro no respondió; no estaba seguro de cómo hacerlo, sobre todo porque era cierto. Nunca había dejado sus cosas a un lado, apartándose de su rutina, para acomodarse a Patricia. Jamás le pareció necesario. Había sido su esposa, y su agenda había estado diseñada para acomodarse a la de él. Paula, por otra parte, era una pasión absorbente.
—Déjale la información de tu hotel a Reinaldo —dijo por encima del hombro, abriendo la puerta del comedor—. Haré que Tomas o alguien de su bufete te llame.
—Oh, gracias, Pedro. No imaginas cuánto significa esto para mí. Muchísimas grac…
Él cerró la puerta a su falsa gratitud y se fue a recoger su coche. Algo con lo que se podía contar con respecto a Patricia era con que jamás cambiaba. Su aparente encanto y competencia habían sido, precisamente, lo que había deseado en una esposa… o eso había pensado. Cuando comenzó a asumir que el interior era un reflejo de la superficie, y que ni lo uno ni lo otro resultaba particularmente interesante, se había ido distanciando de ella… hasta que ésta había dado el definitivo paso gigante saltando a la cama de Ricardo.
Tres meses atrás también él había dado un salto, y no estaba seguro de que sus pies hubieran tocado suelo ya.
Pedro se subió a su Mercedes SLR plateado. Cuando en efecto aterrizara, sabía dónde quería estar. E iba a verla en ese preciso momento.
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