sábado, 10 de enero de 2015
CAPITULO 76
La entrada del club Everglades estaba atestada de limusinas, formando un embotellamiento de doble fila de casi un kilómetro de longitud. Paula observó a través de los cristales tintados mientras se aproximaban a la alfombra roja y al paseíllo acordonado. Prensa y espectadores se alineaban en la calle y a lo largo de toda la entrada.
—No creía que fuera tan prominente —farfulló, comenzando a pasarse los dedos por su esmeradamente arreglado cabello y deteniéndose seguidamente.
—Es el primer evento de la temporada, propiamente dicho, ¿recuerdas? —respondió Pedro, tomando sus nerviosos dedos y dándoles un apretoncito—. Los que fueron, son y serán estarán todos aquí. Ya lo sabías.
—Sí, así es. Lo que sucede es que las cámaras están aquí también.
—Acabarás por acostumbrarte a ellas. En cualquier caso, ahora todos saben quién eres. Otra fotografía no empeorará las cosas.
—Ha dicho el «Súper Hombre Fortaleza» —respondió, concentrándose en respirar hondo.
—Eso es en privado. En público, esto es lo que sucederá.
Así sería mientras estuviesen juntos. Y renunciar a él por un puñado de molestos fotógrafos y reporteros parecía el colmo de lo absurdo. Además, tal como él había dicho, el daño ya estaba hecho. Su imagen había salido en People e incluso en el boletín de su club de fans, por el amor de Dios. Y las amorosas chicas ardientes de Pedro publicaban con regularidad su fotografía, con bigote y cuernos incluidos, en la página web. Lo único que podía hacer ahora era utilizar su supuesta fama en su provecho y conseguir algunos clientes, comenzando por esa noche.
—¿Y cómo es que yo pude conseguir invitaciones y tú no?
—Podría haberlo hecho —protestó él—. Lo que pasa es que te me adelantaste.
—Aja. Claro. Continúa repitiéndote eso.
Él se inclinó hacia delante.
—Ruben, déjanos aquí.
El chófer asintió sin volver la vista hacia ellos.
—No hay problema, señor Alfonso.
Pau le miró, horrorizada.
—¿Aquí? Hay un buen paseo hasta el club.
Pedro tuvo la mala educación de reírse de ella.
—No voy entrar en el juego del famoseo, luchando por hacer una entrada espectacular. Quiero entrar y bailar contigo.
—Estupendo.
Finalmente se abrieron paso entre la multitud de espectadores hasta las austeras puertas. A pesar de estar molesta con él por hacerla desfilar por la acera, Paula tuvo que darle algunos puntos a Pedro por simular no reparar en que le apretaba la mano con la suficiente fuerza como para romper una piedra, o que la sonrisa de cara al público fuera más falsa que las domingas de la top–model que iba delante de ellos.
Si ella podía escuchar las numerosas voces provenientes de ambos lados de «Ooh, es Pedro Alfonso» y «¡Mira, es Pedro Alfonso!», también podía hacerlo su acompañante. Pero la atención de Pedro parecía dividirse únicamente entre las puertas y ella.
—¿Qué tal lo llevas? —murmuró.
—Creo que esas chicas de la izquierda con pancartas son miembros de Las chicas de Pedro —respondió, en gran medida por ver si podía desconcertarle.
—También tú, ya que recibes el boletín.
Pau sonrió. No podía evitarlo, aun cuando el grueso de flashes de las cámaras se incrementó en respuesta.
—Eso es cierto. Oh, señor Alfonso, está tan bueno, fírmeme la teta, ¿sí?
Él se inclinó sobre ella, besándole en la oreja.
—Voy a follarte toda la noche —le susurró.
Una serie de escalofríos le recorrió la espalda.
—Debo ser socia de lujo del club.
—Ah, sí que lo eres, Paula. Sí que lo eres.
Cruzaron las puertas hasta las frías profundidades del club.
Después de llevar tres años en Palm Beach, se había acostumbrado a ver los rostros en el periódico, pero resultaba un poco raro tener a ex presidentes, ejecutivos de cosméticos, magnates del petróleo, actores y modelos codeándose entre sí. Y aún más raro resultaba cuántos de ellos conocían y buscaban a Pedro para saludarle o intercambiar unas palabras sobre asesoramiento financiero.
—Me pregunto cuántos de estos tipos pertenecen a tu club de admiradores —murmuró, alargando el brazo para tomar una copa de champán y entregarle otra a él.
—Sí, bueno, espero que hayas notado cuántos de estos hombres te miran a ti —respondió, dirigiendo su célebre sonrisa a otro más de sus conocidos.
Pau se había percatado de las miradas a sus pechos y de las expresiones apreciativas a su rostro y su culo. Quienes no sabían que era Paula Chaves, experta en seguridad y actual pareja de Alfonso, probablemente se preguntaban quién era.
A Pedro se le había conocido por salir con actrices y modelos y, aunque ella no podría encuadrarse exactamente en esa categoría, hacía deporte, después de todo. De pronto le vino algo a la cabeza.
—¿Hay aquí alguna de tus ex novias?
—Sin duda. ¿Por qué?
—Qué se yo. Se me ocurrió que podríamos comparar notas o algo así.
Él frunció el ceño.
—Ni se te ocurra.
Así que había encontrado un tema delicado. La verdad era que había logrado pasar tres meses en Inglaterra sin tropezarse con su ex esposa, Patricia, pero claro, tampoco es que hubiera estado impaciente por conocer a la dama. Y a menos que estuviera terriblemente equivocada, suponía que tampoco Pedro hubiera esperado aquello con ilusión.
—Ahí está Charles Kunz —murmuró un momento después, señalando con la cabeza hacia una de las tres barras—. ¿Quieres que te lo presente?
Una sorprendente ráfaga de nerviosismo se apoderó de ella.
Había realizado un par o tres de consultas sobre seguridad para Pedro y sus colegas en Inglaterra, pero si no la cagaba, Kunz sería el primer cliente oficial de Chaves Security. Paula se contuvo de fruncir el ceño. Necesitaba un nombre con más gancho.
—No, ya me ocuparé yo —dijo—. Además, la chica de la puerta que viste esas tiritas blancas transparentes no te ha quitado el ojo de encima desde que entramos. Deberías saludarla antes de que el vestido se le caiga del todo.
Liberó la mano, pero Pedro la agarró del brazo.
—Me acercaré a verte dentro de unos minutos. —Sus ojos azules se cruzaron con los de ella—. Buena suerte, Paula.
—La suerte es para los idiotas, inglés, pero gracias.
Tragando saliva, se encaminó entre el resplandor y el perfume hacia el hombre de hombros erguidos que sostenía un vaso medio lleno de licor.
—¿Señor Kunz? —aventuró, deteniéndose frente a su último objetivo, cliente potencial, y reparando, a juzgar por el leve olor en su aliento, en que su bebida era vodka. El brebaje predilecto de su difunto padre.
No era mucho más alto que ella, y lucía un cuarto de su cabello. A menos que supiera jujitsu o algo similar, seguramente podría ganarle en una pelea. Pero cuando se volvió hacia ella, su acerada mirada castaña revelaba algunas de las mismas cosas que la de Pedro; este hombre acostumbraba a ostentar el control en su mundo, y estaba acostumbrado a ser obedecido. Y también vio algo más: preocupación.
—Paula Chaves —respondió, estrechando la mano que ella le tendía—. La he visto en fotografía.
—Ha habido alguna que otra pululando por ahí —reconoció—. Gracias por hacerme llegar las invitaciones para esta noche.
—Entrada libre o no, sigo esperando que Alfonso haga una donación. Espero que haya traído su talonario de cheques.
—Tendrá que preguntárselo a él, señor —contestó, haciendo un ajuste mental para adaptarse a su actitud directa. Armonizar siempre era la clave—. ¿Prefiere hablar ahora o deberíamos concertar una cita?
—Ahora es un buen momento. Detesto perder el tiempo en estos malditos eventos de sociedad.
—De acuerdo. ¿Por qué no empieza por contarme qué es lo que le preocupa?
La miró durante un momento sin alterar su expresión.
—Tuvo un cara a cara con Ricardo Wallis.
—Sí, en cuanto descubrimos que él estaba detrás del robo de las obras de arte de Pedro.
—Me refiero a que luchó con él físicamente.
Pau frunció los labios, esperando que a su potencial cliente no le fueran las peleas de barro o ese tipo de cosas.
—Empezó él. —También había sido Wallis quien le causó la conmoción cerebral que la retuvo dos semanas en un hospital de Londres.
Kunz sonrió, algo que le pareció no hacía con demasiada frecuencia.
—Conozco los rumores que corren sobre usted —dijo—, y sobre el historial delictivo de su padre y cómo murió en prisión.
—No he ocultada nada de eso.
—No, no lo ha hecho. Pero no termino de creer que nunca haya seguido el mismo camino que su padre.
Ahora Pau se preguntaba si se trataba de alguna especie de triquiñuela de la Interpol.
—Si no confía en mí, señor Kunz, probablemente debería contratar a otra persona.
—No he dicho que no confíe en usted. —Echó una ojeada en torno a la estancia—. De hecho, me agrada lo que ha hecho con su vida. Se necesitan agallas para abrir esa caja y salir de ella, jovencita.
—Gracias. Pero ¿qué le supone esto a usted?
—Se acabaron los cumplidos, ¿eh? Muy bien. Poseo mucho dinero e influencia, y últimamente algunos de mis conocidos se han interesado por ello. Y las personas que trabajan para mí no son capaces de pensar más allá aunque sus vidas, o la mía, dependieran de ello.
Paula asintió.
—¿Depende de ello? Me refiero a su vida.
Tras echar otra ojeada, tomó un pequeño trago de vodka.
—Sí, creo que podría ser.
—Entonces puede que necesite un guardaespaldas. Puedo pelearme con el mejor, pero lo mío son más las medidas preventivas.
—He estado sopesando contratar a un guardaespaldas —respondió—, pero, al igual que usted, prefiero una solución a corto plazo más pasiva.
—Pues yo soy su chica.
—Excelente.
Kunz inhaló, sus estrechos hombros se combaron. Había estado preocupado porque ella le rechazara, comprendió Pau. Mierda. Había abrigado la esperanza de que sus servicios fueran «requeridos», pero que fueran algo «necesario»… aquello hacía que a uno se le acelerara su viejo corazón.
—Mire —dijo, bajando el tono voz tanto como le era posible en una habitación ruidosa—. No soy muy amiga de dar parte a la policía, pero cualquier medida de seguridad que decidamos no va a ser inmediata. Si piensa que se trata de una amenaza inmediata, quizá deba considerar hablar con el Departamento de Policía.
—No, para tener éxito hay que…
—Aparentarlo —concluyó—. He oído el sermón. Y no intento imponerme en esto, pero en mi lista, seguir vivo es lo prioritario. Si…
Kunz se rió entre dientes.
—Apuesto a que es toda una lista, señorita Chaves.
Pau se encontró devolviéndole la sonrisa.
—Llámeme Paula. Y me parece que es consciente de que no bromeo.
—Lo soy. —Cambió el peso de pie, pasando un dedo alrededor del borde de su vaso—. Tal vez deba… hablar con alguien, supongo. ¿Se le ocurre alguien? ¿Alguien en quien confíe?
Había un policía en quien confiaba. Hablando de contradicciones. Con todo…
—Veré lo qu…
Se escuchó repicar una campanilla.
—La cena está servida —anunció un empleado del club vestido con librea.
Un músculo se contrajo en la mejilla de Kunz.
—Maldita sea. Quiero… —Su mirada se movió de nuevo—. Alfonso.
—Hola, Charles —respondió Pedro, acercándose desde detrás de Pau para tenderle la mano.
Kunz se la estrechó.
—Tu señorita Chaves es realmente encantadora.
Pedro sonrió.
—Eso pienso yo.
—Muy bien, caballeros —dijo—. Basta de cumplidos. Todavía tenemos asuntos que discutir, Pedro. Concédenos un minuto.
—No. —Charles la miró fijamente durante un prolongado momento, como si tuviera algo más que quisiera decirle. Ella aguardó, pero el hombre no tardó en aclararse la garganta—. Venga a mi casa mañana a las dos en punto. Quiero poner en práctica algo referente… a lo que hemos hablado.
—Lo haremos. Le veré mañana, señor Kunz.
—Charles. Sí. Hablaremos entonces. —Inclinó la cabeza—. Buenas noches, Alfonso, Paula.
Le observó mientras se dirigía al comedor y fue interceptado por una versión de sí mismo de mayor altura y cabello castaño. El hijo, Daniel, supuso. ¿Qué, quién, era lo que le tenía tan preocupado? Daniel y él parecían bastante colegas, aunque con el gentío de por medio era imposible escuchar su conversación.
Un momento después Pedro le dio un empujoncito en el hombro.
—¿Hambrienta?
Ella se centró de nuevo.
—¿Alguna vez has tenido esa extraña sensación como si alguien caminara sobre tu tumba?
Pedro posó la mano sobre su hombro y la rodeó para situarse frente a ella.
—¿Eso sientes? Entonces no aceptes el trabajo, Pa…
—Yo no —le interrumpió, ignorando por el momento que él intentaba darle de nuevo órdenes—. Él, Charles.
Pedro siguió su mirada.
—¿En serio? Lo que yo creo es que ha bebido demasiado.
Pau observó cómo Daniel colocaba un brazo de modo amigable alrededor de los hombros de su padre y se unían a la multitud que entraba en tropel al comedor.
—Quizá. Aun así quiero hablar de nuevo con él más tarde. Si tengo oportunidad de ello. Algo importante le preocupa.
—Si no le preocupara nada, probablemente no hubiera sentido la necesidad de llamarte.
—Así que estás diciendo que atraigo los problemas.
—Me atraes a mí —dijo a modo de respuesta.Pedro le ofreció la mano—. Vamos, comamos. Al parecer la cena de esta noche va a costarme diez mil dólares, así que pretendo disfrutarla y, además, repetir.
—Supongo —farfulló, tomando su mano—, que al menos cuando uno comienza la noche histérica, la cosa sólo puede ir a mejor.
—Exactamente —respondió, besándola en la frente—. Así que prepárate para consumir trece kilos de ternera de primera y al menos cuatro litros de vi…
—¿Pedro? ¡Oh, Dios mío, eres tú! ¡Pedro! Su mano aferró compulsivamente la de Paula, luego se relajó de nuevo, y su rostro se quedó completamente inmóvil. «¡Mierda!» Fuera lo que fuese, aquello no era bueno. Únicamente había bromeado sobre el tema de las ex novias, por el amor de Dios. Incluso mientras abría la boca para preguntarle si se encontraba bien, él se volvió de cara hacia la cultivada voz femenina.
—Buenas noches, Patricia —dijo afablemente, sonriendo—. Paula, te presento a Patricia Wallis. Patricia, Paula Chaves.
«¿Patricia?» ¿Esa Patricia? Y pensar que a Pedro le había preocupado exponerla a sus ex novias. Pau se dio la vuelta con presteza para echar un mejor vistazo a la ex señora Alfonso.
—Hola —dijo, contemplando el magnífico vestido negro de Vera Wang, los tacones de siete centímetros y medio y la arreglada melena rubia dorada. Había visto su fotografía, por supuesto, pero parecía que tenía mejor aspecto en persona, la muy zorra.
—Hola. Pero qué agradable encontrarte después de todo este tiempo —respondió la suave voz con un refinado acento nativo de Londres. Patricia le tendió la mano.
Paula se la estrechó. El apretón fue un tanto flojo y dubitativo, y Patricia se soltó antes de que ella lo hiciera.
Estaba nerviosa, decidió Paula, y trataba de no dar muestras de ello. Pero acercarse a su ex cuando estaba en presencia de su nueva amante debía de requerir agallas.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Pedro, su rostro y su voz todavía serenos pero la expresión de sus ojos era mortalmente fría. No perdonaba la traición con facilidad.
—He venido para pasar la temporada —respondió Patricia—. Un poco de emoción, ya sabes. Londres es tan aburrido en estos momentos. —Echó un vistazo en derredor, eludiendo su penetrante mirada—. Tengo una especie de… problema. ¿Podría pasarme a verte por la mañana?
Paula esperó que él se negara, pero asintió después de un momento.
—A las nueve en punto —dijo, por primera vez su voz sonó atropellada al final—. Para desayunar.
—Espléndido. —Tras dudar de nuevo, Patricia le posó la mano en el brazo, luego se acercó medio paso y le dio un beso en la mejilla—. Gracias, Pedro.
—Mmm —musitó Pau cuando Patricia se alejó—. Yo no habría…
—No quiero hablar de ello —refunfuñó Pedro en respuesta, nuevamente emprendiendo con ella la marcha hacia el comedor a una velocidad casi turbo.
—De acuerdo. Pero me parece que se ha ido al traste nuestra teoría de que la noche mejoraría.
Antes de que él pudiera responder, apareció una supermodelo que se aferró a su brazo e iniciaron una muy entusiasta conversación sobre las vacaciones invernales en Suiza. Pau también se conocía aquellas vacaciones de invierno, y las joyas que los turistas ricos insistían estúpidamente en acarrear, pero guardó silencio.
Si Pedro quería que le entretuvieran, a ella no le suponía ningún tipo de problema.
Cuando cruzaron las puertas dobles, Pau alcanzó a ver a unas de las damas de la sociedad desviarse hacia una mesa auxiliar. En un segundo, y con consumado aplomo, un pequeño tintero de cristal desapareció dentro del bolso de la mujer.
—¿Has visto eso? —murmuró, siguiendo con la mirada a la mujer recubierta de diamantes mientras se esfumaba en las entrañas del comedor.
—¿El qué? —preguntó, su tono impaciente y sus pensamientos, sin duda, seguían centrados en su ex.
—Nada.
Mira por dónde. Él deseaba que fuera por el camino recto, en mitad de una sociedad en la que las respetables mujeres de la caridad sustraían baratijas de sus instalaciones. Pau veía ese tipo de cosas todo el tiempo; mujeres, en su mayoría, seguramente desesperadas por llamar la atención o por buscar emociones. Por lo general le divertía, pero esta noche le molestaba… dado que poseía la destreza suficiente como para robar carteras dormidas, se estaba conteniendo, pero la torpe gregaria, adecuadamente casada, podía mangar cualquier cosa que no estuviera sujeta, y sin consecuencias. Hipócritas de mierda.
No era que quisiera autorización para mangar ceniceros, no quería acabar con una pequeña y pulcra colección de llamativas baratijas y llamar a eso su nueva vida. Cuando Pedro la condujo a su asiento y luego se sentó a su lado, pasó un momento estudiando su expresión distante.
Había otros modos de traicionar a alguien aparte de ponerle los cuernos, y se preguntó si él se daba cuenta de lo cerca que a veces ella se sentía del borde del abismo. Y si la perdonaría si cometía un desliz.
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