lunes, 6 de abril de 2015

CAPITULO 168




Lunes, 9:39 p.m.


Paula respiró profundamente, lanzó una última mirada a la cara enfadada y preocupada de Pedro y abrió la puerta principal de la sala de exhibiciones.


Su mente quería tomarse tiempo para explicar por qué estaba deseando arriesgar su relación con Pedro para meterse en problemas, y siempre y cuándo él decidiera que había tenido bastante de su adicción a la adrenalina. Más tarde Paula, se dijo a sí misma con dureza. Preocuparse por su relación con Pedro justo ahora podría conseguir que la mataran.


Entró, dando un rápido paso a un lado de manera que no pudiera dibujarse contra la puerta de entrada, y dejó que la puerta se deslizara hasta cerrarse por sí misma. Las rojas luces de emergencia estaban encendidas, y los aspersores
asegurados en la parte interior de las vigas bajas del techo rociaban agua sobre todos los expositores, paredes y suelo.


En el pasado nunca se había pensado dos veces montar tanto desastre como quisiera mientras hacia un trabajo. Algunas veces la confusión que dejaba tras ella había sido siempre en su beneficio. Pero en este momento la hizo enfadar.


Instintivamente permaneció cerca de la pared y se movió en silencio mientras comprobaba la roja penumbra. Los expositores de diamantes estaban vacíos, así como un tercio de los otros expositores de gemas preciosas y semipreciosas. Si esto era lo que se sentía cuando se era robado, no le gustaba. Y técnicamente esa basura ni siquiera era suya.


—¿Por qué estás escondiéndote Pau? —le llegó la voz de Brian—. Pensaba que querías hablar, convencerme para entregarme e ir yo mismo a prisión.


—Te pedí que esperaras, Brian—le contestó intentando determinar su posición entre el ruido y el caos que la rodeaban—. Y te advertí lo que ocurriría si no lo hacías —se agazapó, mirando por el suelo en busca de pies o piernas.
Nada—. No me culpes por donde te has metido tú solito.


Algo pesado se estampó contra la parte de atrás de sus hombros,mandándola al suelo.


—Claro que te culpo, Paula —Brian respiró en su oído, le deslizó el brazo alrededor de la garganta—. Tú eres lo que me trajo aquí en primer lugar.


El pánico revoloteó a través de ella y lo empujó atrás con fuerza. El pánico después, pensó.


—Síííííí —murmuró, intentando no respirar con el cuerpo de él clavándole el suyo contra el suelo mojado— te pusiste algo pesado, ¿verdad Shepherd?


—Es todo músculo, mi niña —se movió—. Ahora levántate conmigo despacio, o tendré que ponerme rudo. Y odiaría ensangrentar una cara tan bonita como la tuya.


Maldición. Había permitido que la pillara distraída. Estirando las manos para equilibrarse, dejó que Brian la ayudara a ponerse de pie. Él no era Henry Larson, y no sería embaucado por un tropezón y una patada.


Una vez ambos estuvieron de pie, él la liberó y dio un paso atrás.


—Te ves bien —murmuró, su mirada prendida en la mojada parte delantera de su vestido—. Como cuando estudiabas tu camino en una fiesta en alguna casa para investigar dónde estaba colgado el nuevo Rembrandt. No había nada como
verte en el trabajo, amor.


—Trabajamos juntos en un trabajo una vez, Brian —le contestó—. No pretendas que tuvimos algún rollo tipo Butch-y-Sundance.


—Pienso que éramos más como Bonnie y Clyde... tiempo extra, en todo caso.


Exhibió su sonrisa ladeada, incluso más encantadora con el agua derramándose sobre él.


—¿Para qué estás dando vueltas? —le preguntó con brusquedad, su adrenalina alcanzó otro pico. Los polis estaban en camino, por el amor de Dios.


Dado que no podía imaginarse a Brian rindiéndose voluntariamente, tenía otro tipo de plan. Un plan que parecía incluir mantenerla en la sala con él y esperar a que la policía apareciera.


—Te estoy dando la oportunidad de venir conmigo —le contestó él, retirándole un lacio mechón de cabello mojado de la cara—. Gemas valoradas en un par de millones de libras van a dejar este lugar conmigo. Tenerte a mi lado haría las cosas un poquitín más fáciles, Pau.


—“Jóvenes periodistas”, ¿no? —le replicó—. No voy a ningún sitio contigo.
Excepto fuera de esa puerta ahora mismo, contigo manteniendo las manos fuera de los bolsillos.


—¿Estás segura?


—Sí, estoy segura. Deja de dar por saco antes de que la poli aparezca y te mate, Brian.


Su sonrisa se hizo más profunda.


—Bien, no puedes culpar a un amigo por intentarlo.


Sin advertencia él la empujó hacia atrás. Ella tropezó sobre el resbaladizo suelo de pizarra. Mientras se agarraba a un expositor para enderezarse, él permaneció de pie sobre el siguiente y saltó, agarrando el más bajo de los tubos de los aspersores y se impulsó sobre la viga a la que estaba acoplado.


Allí encima del rociador de los aspersores, ella observó el fardo enrollado sobre el travesaño. Una chaqueta de policía. 


Por supuesto. Una vez apareciera la policía, él se cambiaría la camisa mojada, treparía a través del techo y simplemente... se mezclaría con los chicos buenos. Con las gemas en su modesta mochila azul.


—Oh no, no lo harás —murmuró ella corriendo a la pared, plantó el pie en el principal aspersor y luego escaló a la viga más cercana. El vestido no le puso las cosas fáciles, pero no iba a quitárselo.


—Paula, si no vas a venir conmigo, bájate. —Le advirtió Brian, agarrando la enrollada chaqueta y poniéndose a horcajadas sobre la viga.


—Después de ti —trepando a lo más alto de la vieja madera, corrió a lo largo sobre los desnudos pies hasta la siguiente y se subió justo debajo de donde él estaba sentado. Él era más grande y corpulento que ella, pero ella era más rápida y
ágil. Un terreno de juego bastante nivelado.


Él se arrancó la mojada camisa negra y se puso la chaqueta de policía.


Incluso tenía el escudo local en el hombro. Sus pantalones también eran bastante similares, especialmente en la oscuridad. Maldición. Era un plan bastante bueno...


y arriesgado, también del tipo que le gustaban a ella.


Ella saltó de una viga a la siguiente, la falda volando a su alrededor.


—Ah chica, me haces desear estar abajo en el suelo, mirándote —comentó Brian abrochando el último botón y poniéndose de nuevo en pie sobre la viga—. Lástima que tenga algo más ahora mismo.


—Tendrás que perderte esa cita —murmuró, estirándose y rozando apenas el dobladillo de sus pantalones. 


Envolviéndose los dedos, dio un tirón. Fuerte.


—¡Mierda! —gritó él mientras perdía el equilibrio. 


Revolviéndose, se cayó, sujetándose de la viga con los dedos cuando la pasó al caer.


Ahora estaban cara a cara. La rabia de su mirada podía haber derretido el iceberg del Titanic.


—Te dije que no irías a ninguna parte con esas gemas —le soltó ella.


Él osciló hacia delante, atrapándola con las piernas mientras ella permanecía allí. Por un angustiante momento sintió como ella misma se desequilibraba. Dobló las rodillas, agarrando la parte alta de la viga con sus cortas uñas, intentando retroceder un momento. Luego se impulsó hacia delante.


Estirándose y atrapando a Brian por las rodillas, ella colgó allí durante un latido de corazón antes de que él perdiera su apoyo y ambos cayeran. Cuando golpearon el suelo, se rompió su presa sobre él.Paula rodó sobre sus pies, y le dio un tirón a la falda para taparse las piernas.


—¡Pequeña puta! —bramó Brian, agarrándola por la parte 
delantera del vestido y empujándola de nuevo.


La seda mojada se desgarró, y la pechera de su precioso vestido rojo se desgarró en sus manos... junto con la bolsa de terciopelo acunada entre sus pechos.


—Devuélveme eso —jadeó ella, tocándose el cuello para asegurarse de que al menos los diamantes que le había dado Pedro todavía estaban allí.


La empujó por los hombros de nuevo.


—¿Qué es esto? —preguntó, soltando el retal del vestido y vaciando el contenido de la bolsita en la mano—. Gloria divina, Pau, amor. Has estado haciendo algunas compras de medianoche por tu cuenta, ¿verdad?


—No, es una herencia familiar. Dámelo —arremetió contra él, sabiendo que estaba manejando mal la situación, pero él se echó a un lado y giró alrededor de ella.


—Pau, esta chuchería debe valer una autentica fortuna. Astuta gatita. No me habías dicho nada.


Jodidamente grande. De acuerdo, él no entendería la filantropía o la lealtad Pedro, y cuanto más lo quisiera ella de vuelta, más se lo querría quedar él.


—¿Sabes cuánto me costó conseguirlo? —espetó ella, intentando convertirlo en su parte de la comisión de este trabajo. Sus pies resbalaron en el suelo mojado y lleno de escombros, y trastabilló un poco—. No estoy compartiendo.


—Entonces yo tampoco.


Brian le envió una patada circular. Ella la esquivó, luego se deslizó sobre su trasero cuando él lanzó un expositor en su dirección.


Para cuando estuvo de pie de nuevo y salido de debajo de todo, él estaba a medio camino del tejado. Todavía maldiciendo, trepó tras él. Allá abajo, los altavoces se activaron de nuevo.


—Es la policía. El edificio está rodeado. Libere a la señorita Chaves y salga con las manos separadas a los lados.


Así que ahora era una rehén. Mientras alcanzaba la viga más alta, Brian se deslizaba sobre el techo a través de un pequeño agujero que obviamente había perforado allí. 


Titubeando, el techo demasiado bajo para que ella se pusiera de pie, se movió a lo largo del soporte, estirándose y salió con dificultad por el agujero hasta el tejado detrás de él. 


Esto era la guerra, y no iba a dejarlo alejarse con el
diamante Nightshade. Por ningún motivo.




***


—Señor Alfonso déjenos hacer nuestro trabajo —ladró el teniente Thanefield, golpeando el botón del micrófono que llevaba en el hombro para recordarles a sus hombres que estuvieran alerta.


Si necesitaban que se lo recordaran, estaban en el trabajo equivocado.


Inmediatamente Pedro había valorado a Thanefield como un oficial bastante competente, intentando impresionar al rico hombre con dinero contante y sonante como fuera, y no había visto nada que le hiciera cambiar de opinión.


Mantuvo el puño contra la pierna. Ni una señal de Paula desde que había entrado en la sala de exhibiciones. 


Cualquier conversación que pudiera estar teniendo con Brian Shepherd, no le gustaba. Por mucho que la enfadara, con
cualquier cosa que lo amenazara, nunca le debería haber permitido entrar. Si le ocurría algo....


Otra figura cojeó dentro de su campo de visión desde las brillantes luces de vigilancia. Larson.


—¿Quién está al cargo aquí? —exigió el inspector.


El hombro izquierdo de su smoking estaba desgarrado y ensangrentado, pero la cojera ponía las cosas más fáciles para su ingle. Paula había dicho que lo había pateado, y ella no jugaba limpio cuando estaba enfadada.


—Soy yo —contestó Thanefield—. Teniente Michael Thanefield. ¿Quién es usted?


Larson manoseó en su bolsillo y sacó su cartera.


—Inspector Henry Larson, Scotland Yard.


Pedro tocó su bolsillo por fuera, donde estaba escondida la pistola de Larson. Si la sacaba ahora, probablemente ambos acabarían llenos de agujeros.


Incluso así, era tentador. Sangrientamente tentador.


—Teniente, tengo razones para creer que el inspector Larson es un cómplice en este robo —dijo en voz alta.


—¿Qué razones tiene para hacer esa clase de acusación, señor Alfonso? —preguntó Thanefield.


Pedro sabía perfectamente bien que si hubiera sido cualquier otro aparte de él quien hacía esa declaración, con toda probabilidad hubiera sido arrestado. La gente no iba por ahí menospreciando a los oficiales del Yard.


—Intentó disparar a la señorita Cha...


—Le diré en que se basa —interrumpió Larson—. Paula Chaves está detrás del robo. Intentó asesinarme antes —él se apretó el brazo—. Supongo que estoy aquí solo porque me dio por muerto.


Pedro resopló, intentando ocultar su considerable ira tras el cinismo.


—Ella lo pateó porque usted intentó dispararle, Larson. Y debería estar agradecido de tener un cómplice porque si yo no hubiera tenido que localizarlo, habría ido tras usted. Y me hubiera asegurado de que estuviera muerto.


—¡Señor Alfonso!


—Esto es ridículo —devolvió rápidamente Larson, palmeando su chaqueta—. Ni siquiera estoy armado.


—Usted...


Con un rápido parpadeo, la mitad de las luces de seguridad se apagaron.


Había estado alrededor de Paula lo suficiente como para saber que alguien había volado una carga en la instalación eléctrica. Y bruscamente se dio cuenta de por qué Paula había insistido en poner la mitad de las luces en un sistema distinto.


—Arreglaré esto mas tarde —dijo el teniente Thanefield, y volvió a golpear su radio—. Suficiente. Gordy, mueve a tu equipo dentro.


—Roger.


Dios. Hombres armados irrumpiendo en un espacio cerrado con Paula dentro. Cada gramo de su alma sobreprotectora quería hacer algo para evitarlo... pero por una vez no sabía qué podía hacer sin empeorar la situación. Si seguía tan
cabezota sobre esto y hacía su habitual bailecito de rehusar-cooperar que tan frecuentemente le lanzaba, podía acabar muerta. Si Shepherd no la había matado ya. Aquello, sin embargo, era el por qué aún retenía la pistola.


Mientras observaba a la primera unidad moverse hacia la puerta, intentó pensar como Paula, poniéndose en la cabeza de una ladrona de primera clase atrapada en un edificio con la policía por todas partes. Desde que las luces se habían apagado, él todavía estaba dentro o al menos muy cerca. La oscuridad tenía un propósito... ayudarlo a escapar.


Pedro arrancó los ojos del edificio de exhibiciones por un momento para mirar alrededor. Con lo que parecía medio centenar de oficiales de policía y guardias de seguridad en la pradera, Shepherd ya podría estar fuera del edificio,
imaginándose que podía escapar en la confusión y media oscuridad. Paula había mencionado muchas veces el tejado, y seguro que Shepherd se había estado escondiendo allí la otra noche mientras ellos localizaban su gato de juguete.


Levantó la vista... a tiempo de ver una figura borrosa con un vestido rojo dejándose caer dos metros hasta el suelo, rodar y levantarse sobre los pies. Cristo.


—¡Pedro! —aulló ella.


—¡Estoy aquí! —le replicó, empujando más allá de Thanefield para reunirse con ella.


—¡Es un poli de uniforme con los pantalones mojados y una mochila azul al hombro!


—¡Quédese donde está señorita Chaves! —ordenó Thanefield—. Usted también señor Alfonso. No sé muy bien qué está pasando, pero lo resolveré.


Un oficial agarró a Pedro por los hombros.


—Ya lo escuchó —gruñó el hombre, empujándolo en dirección al perímetro tras él—. Esto es asunto de la policía.


Nadie lo apartaría de Paula. Moviéndose rápido, Pedro le clavó el codo al oficial en el abdomen, lanzando una pierna en redondo para lanzarlo al suelo. Mientras Pedro se volvía otra vez hacia la sala para continuar hasta Paula,
el oficial derribado se rió.


—Tiene una forma de meterse bajo la piel, ¿verdad?


Pedro giró en redondo, pero Shepherd ya estaba de pie, corriendo en dirección al jardín.


—Oh no, no lo harás —murmuró, y cargó tras él—. ¡Gonzales! ¡Detengan a ese hombre!


Shepherd estaba evidentemente en buena forma, pero Pedro no era un vago. En el borde del jardín se lanzó en un placaje en el aire, golpeando al ladrón directamente en la parte de atrás de las piernas. Ambos cayeron en una maraña en medio de sus administradores y asociados de negocios.


Le dio un buen puñetazo antes de que más oficiales llegaran para arrancárselo. Paula le sujetó el hombro mientras ellos intentaban tirarlo al suelo.


—¡Alfonso es el bueno! —aulló ella—. Ese es Brian Shepherd. No es un policía. ¡Mírenlo, por el amor de Dios!


Thanefield intervino, volviendo a Shepherd hacia la luz que se derramaba alrededor de la sala.


—Conozco de vista a todos mis hombres —dijo después de un momento—. Y tú no eres uno de ellos. Pónganle las esposas.


—Me ocuparé de eso —interpuso el inspector Larson, avanzando en medio de la multitud—. He estado rastreando al señor Shepherd desde hace varias semanas.


—Usted está tan lleno de mierda que hasta sus ojos son marrones —respondió Paula—. Trabajan juntos.


—No haga acusaciones difamatorias que no pueda probar, señorita Chaves —dijo Larson fríamente—. Soy el oficial de más rango aquí, y éste es mi caso.


—¡Cállate, Larson! —dijo Shepherd inesperadamente—. Le disparaste a mi chica. Eso va contra las reglas. Él es mi cómplice, mi colega. Pónganle las esposas.


Mientras lentamente empezaron a sacar orden del caos, Pedro se quitó la chaqueta de su smoking y se la puso sobre los hombros.


—Estás medio desnuda —dijo, abrochándole los dos botones centrales.


—Cumplimiento del deber —le contestó.


—¿Herida?


—Hematomas, pero no agujeros.


—Tenemos que hablar.


—Más tarde —Paula dejó a Pedro para caminar hacia Shepherd—. Te advertí que no podrías fugarte con eso —le dijo con una pequeña y agradable sonrisa arrepentida.


—Aún no estoy en prisión, niña mía —le replicó—, y tengo un poli al que puedo manejar como influencia.


Ella le apoyó las manos en las caderas, se puso de puntillas, y lo besó.


—Mantente lejos de mis asuntos, Brian.


—No puedo darte ninguna garantía, amor —dirigió la mirada a Pedroque estaba haciendo todo lo que podía para no asesinarlo—. ¿Crees que puedes retenerla?


—Apuéstalo.


—Podría hacer exactamente eso. Hasta luego.


Se encaminaron hacia los coches de policía desparramados a lo largo del aparcamiento de grava, pero Pedro sujetó la mano de Paula antes de que pudiera seguirlo.


—Creo que no es un buen momento para hablar.


—Tienes invitados.


—Creo que los cientos de coches de policía los están manteniendo entretenidos. Lo besaste... —ira, celos, preocupación... no podía apenas ponerle un nombre al sentimiento que le atravesaba el pecho y las tripas, pero no le gustaba.


—Tenía que hacerlo —se apartó el pelo de la cara.


—¿Tenías? —repitió él, intentando mantener la voz baja y estable—. ¿Y por qué exactamente?


Ella levantó la mano, vaciando el contenido en la de él.


—Tenía esto conmigo. Te lo metí, pero no ocurrió nada, así que lo tomé para devolverlo a la caja, excepto que entonces se desató el infierno, y de alguna forma, Brian lo agarró. Tenía que recuperarlo.


—Me lo metiste...


Paula le disparó su caprichosa sonrisa, cansada y desaliñada como estaba.


—Una vez que él lo tuvo, sabía que no escaparía. Está maldito.


Obviamente no iba a disculparse por intentar verlo maldecido. Pedro frunció el ceño, luego la atrapó por el hombro y la atrajo hacia él. Inclinando la cara, la besó con fuerza. Los riesgos que ella había corrido... y pensaba que eran excitantes. Había dicho que la maldición no había funcionado en él. ¿Tenía mala suerte? La cena había ido bien, pero Paula y él habían discutido. Y luego casi le habían disparado. Condenado infierno. Quizás él no era tan inmune a la suerte como había pensado.


—Me preocupaba que tuvieras toda la diversión —murmuró contra su boca, tensa, besándola de nuevo, deseando poder metérsela dentro y mantenerla a salvo de los daños que ella parecía buscar.


—Vas a golpear a alguien —le dijo con una risita baja—. Sé cómo te gusta eso.


—¿Habéis terminado de golpear a los chicos malos? —El acento sureño de Gonzales llegó desde unos pocos palmos de distancia. Le alargó los zapatos rojos a Paula en silencio.


Jesús, casi había olvidado que, como anfitrión, estaba en medio de una cena de gala.


—Por ahora —replicó, inclinando la frente contra la de Paula—. ¿Bailamos?


—Solo si tú escondes primero ese diamante en algún sitio. 
No voy a arriesgarme a que se me rompa un tacón —ella levantó un zapato.


Él no estaba aún bastante dispuesto a admitir nada en voz alta, pero cuanto más pensaba sobre aquello, más se convencía de que Paula, y sus tataratatara-tataraabuelos, tenían razón sobre el diamante Nightshade. Estaba maldito. 


Larson había jugado con que Paula podría de alguna manera estar implicada en el intento de robo, se habían dado cuenta de que tenían un traidor entre ellos, le habían disparado, y él se había visto forzado a contemplar cómo
entraba sola en un edificio con su ex-amante y compañero de robos mientras policías armados la rodeaban.


—Lo haré —dijo.


—¿Prometido?


—Prometido.






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