lunes, 6 de abril de 2015
CAPITULO 169
Jueves, 11:47 a.m.
Paula levantó el panel de acceso e iluminó el armario del expositor.
Sujetando un destornillador con los dientes, reunió con paciencia la docena de conexiones que colgaban, luego las puso en los conectores y fijó aquél haz dentro del panel del circuito principal.
—¿Paula?
—Aquí —replicó agitando un pie—. Saldré en un segundo.
Terminó de ajustarlo todo y se escurrió hacia fuera otra vez.
Pedro, con las manos en los bolsillos de los vaqueros y una bolsa de lona sobre un hombro, bajó la vista hacia ella desde el lado del expositor.
—¿Cómo van las reparaciones? —le preguntó, ofreciéndole una mano para ponerse de pie.
—Bien —se sacudió el polvo de los pantalones mientras se ponía de pie—. Creo que estaremos listos para abrir otra vez el sábado.
—He oído que Armando Montgomery volverá a ayudar a compartir las tareas de supervisión.
Paula sonrió ampliamente.
—Sííí.
Afortunadamente V&A no le había culpado por el fiasco, ya que claramente Henry Larson había dispuesto las cosas para Brian. Y por su intromisión, ella había hecho unos pocos ajustes adicionales, solo para mantener las cosas interesantes para algún futuro ladrón. Pedro le golpeó los dedos del pie con los suyos, un gesto juguetón y juvenil que ella no acostumbraba a ver, pero que disfrutaba mucho.
Guau. Él era su tipo, correcto.
—¿Tienes tiempo para un almuerzo en la terraza? —le preguntó.
—Claro —ella dejó el destornillador.
—Una cosa más— encaró la ocupada habitación —. Mis disculpas, pero ¿podríamos tener un momento de privacidad? —preguntó.
—Pedro —murmuró ella, frunciendo el ceño—. Son mis...
—Tu gente, y tu trabajo —acabó por ella—. Lo sé. Ten paciencia conmigo.
—Bien.
Una vez estuvieron solos, tomó sus dedos y la atrajo contra él. Paula enredó los dedos en sus negros cabellos y lo besó.
Las cámaras de seguridad estaban activas y funcionando otra vez, pero saber que Craigson tenía un ojo sobre ella no iba a evitar que disfrutara de alguno de los líquidos besos sexuales de Pedro.
Pedro se enderezó lentamente.
—¿No te sientes triste por Shepherd? —preguntó.
Ella se encogió de hombros.
—No entiendo por qué lo hizo. Tenía que saber que cuando preparé esto tendría cada posible truco en cuenta.
—Te gustan los desafíos —le replicó, enredando los dedos alrededor de los de ella—. Quizás él no sabía como resistirse a uno.
—Aparentemente no.
Él echó un vistazo hacia la cámara más cercana.
—¿Puedes alejar ese trasto durante un minuto?
—No voy a tener sexo aquí contigo. —No sería profesional. Divertido pero no profesional.
—No es para eso.
—Bien —ella suspiró, levantando uno de los walkies de una escalera de mano—. Craigson. Dame algo de privacidad ¿vale?
—No hagas nada que yo no haría —le replicó él. Las luces rojas de las cámaras se apagaron.
—Vale. Ahora qué.
Pedro la besó otra vez, labios, dientes y lengua. Luego abrió la bolsa de lona y sacó una familiar caja de caoba.
Dubitativamente, ella tomó la caja. Cuando la abrió, la carta original de Connoll Alfonso estaba dentro, junto con una nueva. Bajo ambas, la bolsa de terciopelo que contenía el Nightshade, yacía acurrucada y segura.
—Léela —le urgió él, sujetando la caja mientras ella abría su nota.
“A quien esto pueda afectar —leyó, y le lanzó una mirada—. Puede que no creas en maldiciones; yo no lo hacía. Ahora lo hago. Mira el diamante, sujétalo en tus manos, y luego guárdalo. Ha traído buena suerte a la familia Alfonso durante casi doscientos años, y espero que esa suerte haya durado hasta el momento en que hagas este descubrimiento.
Guárdalo y la suerte continuará. Con mis mejores deseos, Pedro Alfonso, marqués de Rawley.”
—Suficiente ¿no crees? —le preguntó.
Paula dobló la nota de nuevo y la metió en la caja.
—¿De verdad crees eso?
—Sí. Y no quiero arriesgarme a lo que la maldición podría hacernos a largo plazo, considerando lo que ha ocurrido en las dos últimas semanas.
Cerró la caja, la envolvió en la tela y se dirigió al fondo de la habitación.
Lo observó mientras subía por una escalara de mano, apartaba la losa de piedra y ponía el diamante Nightshade de vuelta en su escondido lugar.
—Me pregunto qué dirían los turistas si supieran que hay un diamante de seis millones de dólares sin vigilancia a treinta centímetros de sus cabezas —murmuró ella.
—No lo sabrán —descendió la escalera hasta el suelo y la puso donde había estado.
—Así que es nuestro secreto.
—Solo tú y yo, Paula.
Ella suspiró, tomándolo de la mano de nuevo y reclinándose contra su costado.
—Todavía pienso que podríamos enviárselo a Patricia.
—No vamos a enviarle un diamante maldito a mi ex esposa.
—Vale —Paula sonrió, bajándole la cara con la mano libre y besándolo de nuevo—. Te amo Pedro. Gracias por hacer eso.
—Te amo Paula. Y espero que te des cuenta que la mayoría de las mujeres no serían felices perdiendo la posesión de un diamante como ese.
El diamante no era nada si interfería con esta vida que estaba encontrando cada vez más adecuada. Y este hombre, que se acomodaba más profundo en su corazón cada día.
—Yo no soy la mayoría de las mujeres.
—Oh, soy consciente de eso —echando un vistazo rápido, sacó una cajita de la bolsa—. Esto —dijo dándosela a ella.
El corazón le dejó de latir de verdad. Que pasaba si... si... Paula respiró.
Lo primero era lo primero. Y primero, necesitaba saber qué había dentro de la condenada cajita de terciopelo.
Resistiendo la urgencia de cerrar los ojos, abrió la tapa. Un par de brillantes triángulos, con tres puntas de diamantes, le guiñaban el ojo.
—Van con el collar —dijo Pedro—. Y los hice montar en pendientes de clip, ya que sé que tus orejas no tienen agujeros.
Dios, estaba tan orgulloso de sí mismo. Ella se sentía también bastante bien, porque no se había desmayado. Se inclinó y lo besó de nuevo.
—Gracias, inglés. Son preciosos.
—Bienvenida, yanqui. ¿Ahora me he ganado tu compañía para un festival de pesca?
Ella se rió contra la boca de él.
—Oh, apuéstalo, machote.
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