miércoles, 24 de diciembre de 2014

CAPITULO 28




Sábado, 9:21 p.m.


Pedro cedió cuando Pau le remolcó escaleras arriba con la boca unida a la suya.


Se sobresaltó cuando los dedos de Pau rozaron su rígida polla a través de la tela mientras buscaba la llave de la puerta en el bolsillo de sus pantalones ¡Dios! Le hizo bajar de nuevo la cabeza con una amplia sonrisa, besándole ardientemente al tiempo que metía a tientas la llave en la cerradura y giraba el pomo.


Entraron a trompicones en el vestíbulo. Pedro cerró y empujó a Paula contra la pesada puerta de roble inglés, y sujetó su rostro entre las manos mientras la besaba. Sus lenguas juguetearon y se encontraron en un remolino de calor y lujuria —necesidad— mutua que casi le hizo perder el equilibrio. Dios, cuando Pau tomaba una decisión, no se contenía.


La deseaba allí mismo, sobre el suelo de mármol, sobre el sillón de la sala de estar más próxima, en la escalera. 


Únicamente saber que había varios guardias de
seguridad deambulando por la finca a todas horas impidió que se tumbara en el suelo con ella. Mientras bajaba las manos por su espalda, apretándola contra sus caderas, recordó vagamente que no se había sentido así en mucho tiempo. El sexo era divertido; no era una arrebatadora necesidad de posesión. Hasta esa noche. Hasta Paula Chaves.


Pedro —gimió, tironeando de su camisa abierta por los brazos, arrojándola sobre el falso jarrón Ming y quitándole después la camiseta negra de los pantalones.


—Arriba —dijo, haciendo uso de toda su fuerza de voluntad, para apartarse de ella otra vez.


La tomó de la mano antes de que, Paula pudiera discutir y la arrastró hacia las escaleras. No estaba seguro de qué habría hecho si ella hubiera respondido que no.


Llevaba todo el día empalmado y dolorido desde que habían montado en el coche aquella mañana. Separar a la mujer de lo laboral le había vuelto loco. No tenía sentido que pudiera desearla y al mismo tiempo desaprobar lo que ella hacía. Por eso seguía buscando lagunas jurídicas. A ella le gustaba trabajar en museos y no robaba en ellos. No había motivo por el que no pudiera renunciar a una parte de su vida y continuar con la otra cuando obviamente tanto la disfrutaba.


En lo alto de las escaleras le asaltó de nuevo la necesidad de saborearla. Se detuvo en el descansillo para atraerla de nuevo hacia sí, saborear su boca, la suave piel caliente de su garganta. Sujetándola contra la pared con el peso de su cuerpo, introdujo la mano entre ambos y le desabrochó los vaqueros, y deslizó la mano bajo sus bragas para tomarla en ella. Ya estaba mojada para él.


—Travieso —susurró Paula.


Ella gimió, apretándose con más fuerza contra él cuando deslizó un dedo en su interior. Todo cuanto había aprendido en la vida, mediante su propia experiencia y gracias a escuchar las historias de otros en su profesión, le decía que lo que hacía era muy mala idea. Clientes o víctimas… no se podía confiar en ninguno de los dos. Pero nada de lo que había hecho desde la noche de la explosión tenía lógica alguna.


Una sombra se movió hacia el fondo del vestíbulo y Pau se puso tensa. Bien estaba divertirse, pero no delante de testigos.


Pedro —murmuró con voz trémula, apartando bruscamente la boca de la suya y empujándole—, para.


Él pareció advertir que lo decía en serio, porque retiró la mano de sus vaqueros, y se volvió rápidamente cuando uno de los guardias de seguridad emergió de un pasillo interconectado y se dirigía hacia ellos. A juzgar por la expresión de concienzuda indiferencia, el guardia había visto con exactitud dónde su jefe había tenido puestas las manos, pero tras saludar con la cabeza siguió caminando hacia el
ala oeste.


—Mierda —dijo Alfonso con laboriosa respiración—. Vamos.


—No es buena idea —protestó con el último resquicio de cordura que le quedaba. Aquella cama no era su lugar, por mucho que estuviera comenzando a disfrutar de su compañía y sus atenciones… y de sus atrevidas manos. 


Pedro le hacía perder la concentración. No podía ablandarse, su vida, y tal vez la de él, dependían de ello.


—Es una muy buena idea —respondió, besándola de nuevo apasionada y violentamente—. Quiero estar dentro de ti, Paula.


—Es un pacto de negocios —refunfuñó, aun cuando le permitió que tirara de ella, una vez más, hacia el ala este de la casa dónde nunca había estado.


—No, no lo es —replicó, mirándola fijamente—. ¿Asustada? —preguntó, el tono de su voz la incitaba a admitirlo.


Pau buscó su boca de nuevo.


—Nunca.



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