miércoles, 24 de diciembre de 2014
CAPITULO 27
Pedro hizo que se sentara con él durante el postre, y teniendo en cuenta que era chocolate y que estaba divino, Pau no puso demasiadas objeciones. Sin embargo, mientras volvían al coche ella le puso la mano en el brazo. Si había alguien que pretendía acabar con ella, no deseaba que su equipo estuviera desaprovechado a diez millas de ella.
—De acuerdo —aventuró—, dado que hasta el momento todo parece marchar bien en esta asociación, ¿sigue en pie la oferta de dejar mi coche en el aparcamiento de Harvard?
—Desde luego. —Si estaba sorprendido, se lo guardó para sí, ocultándole la mitad del rostro mientras pulsaba la llave y abría el Mercedes—. ¿Adónde?
Ella le dio la dirección y quince minutos más tarde frenaron junto a su soso Honda azul.
—Muy bien, ¿tendrías la bondad de guiarme hasta el garaje? —le pidió, bajando ágilmente del SLK.
Pedro estudió su rostro bajo el alumbrado callejero.
—¿No vas a echar a correr a otra parte?
Ella negó con la cabeza, y deseó tener agallas para aferrarse o él o para huir en la noche.
—Sigues siendo mi mejor apuesta.
Pedro aguardó con el ceño levemente fruncido a que ella pusiera en marcha el Honda y se incorporara a la carretera. La precaución con la que él conducía, asegurándose de que no les separaba la distancia u otro coche, hubiera resultado
divertida en otras circunstancias, pero estaba demasiado ocupada deliberando si alguien podría quererla muerta como para apreciar nada más.
El guarda nocturno dio paso a Alfonso, saludándole con la mano sin prácticamente parpadear, y fuera lo que fuese lo que Pedro le dijera, la dejó entrar en el aparcamiento sin mediar palabra. Eligió un punto próximo a la salida pero oculto a la vista de la calle, aparcó y se bajó.
—¿Llevas sitio en tu maletero para mis bártulos? —preguntó, inclinándose sobre la ventanilla del SLK.
—Eso depende. ¿Llevas escaleras y ganchos para escalar?
—Esas cosas las guardo en el bolso.
—No me sorprendería nada.
Pedro apretó un botón y abrió el maletero mientas ella rodeaba el vehículo hasta la parte trasera del Honda y hacía lo mismo. Todo estaba intacto, gracias a Dios, y cargó su mochila en el coche de Pedro mientras él se bajaba, seguida de un petate y de una maleta con un lado rígido donde guardaba sus herramientas más delicadas.
Cerró el maletero y se apoyó contra él.
—Gracias.
—De nada. Pero tengo una pregunta —dijo Alfonso cuando ella tomó de nuevo asiento a su lado en el SLK y emprendieron el camino hacia su finca.
Pau se recostó en el asiento de cuero, sintiéndose más relamida ahora que sus cosas y ella se habían reunido.
—Dispara.
—¿Alguna vez robas en el museo donde trabajas?
Se había acabado la charla informal.
—¿Te habrías divorciado de tu mujer si no la hubieras pillado con sir no-séqué?
—Ricardo Emerson Wallis —dijo con un tono de voz más severo—. En Inglaterra denominaríamos esta conversación como mi toma y daca. ¿Estamos jugando a eso?
—Sí —decidió, calibrando su desagrado por hablar de su ex—. Tú respondes a mis preguntas y yo haré lo mismo con las tuyas.
—Trato hecho. Y la respuesta es sí, probablemente.
Aquello era inesperado.
—¿Por qué?
—Primero responde a mi pregunta, cielo.
Pau tomó aire. El tema de cuánto era necesario que él supiera y de cuánto deseaba contarle se iba complicando por momentos.
—No, no robo en el museo donde trabajo. Tu turno.
Él se encogió de hombros.
—Imagino que habría tardado algo más de tres años, pero… a ella no le agradaba mi estilo de vida.
—¿Las mujeres se arrojan a tus pies y te desnudan mentalmente siempre que cruzas una puerta?
—Por eso y por estar ocupado con los negocios la mayor parte del tiempo. — Tomó la autopista principal—. Tu turno. ¿Por qué no robas en el museo para el que trabajas?
—No robo en ningún museo —frunció el ceño en la oscuridad, viendo el pálido reflejo de su rostro en la ventanilla—. Es meramente una estupidez. Las cosas están… donde deben. Nadie controla la historia.
—No es una estupidez. Es interesante.
A su padre aquello le había parecido una estupidez. Pero había sido su empeño en asaltar museos y galerías lo que había hecho que terminaran por atraparle y condenarle. Cabrear a un coleccionista era muy diferente a cabrear a un país cuando se roba un tesoro nacional.
Pau dejó sus cavilaciones a un lado.
—¿Eras amigo de sir Ricardo Wallis? Me refiero a antes.
—Sí. Fuimos juntos a Cambridge. Incluso fuimos compañeros de cuarto durante un año.
—Buenos amigos.
—Durante un tiempo. Pero él era extremadamente competitivo y me harté. Coches, negocios, tratos, mujeres.
—Entonces, ganó él.
Alfonso la miró fugazmente.
—¿Porque me quitó a Patricia, quieres decir? Supongo que así es. Él… me engañó cuando afirmaba ser mi amigo. Y en realidad eso me puso más furioso que el que me quitara la esposa.
—No suelen engañarte a menudo.
—No, así es.
—Pero si estabas tan cabreado, ¿por qué dejaste que se quedaran con una de tus casas en Londres?
—Sabes mucho sobre mí, ¿no?
Ella le regaló una breve sonrisa.
—Sales en Internet.
—¡Qué bien! Dejé que se quedaran con la casa de Londres porque abreviaba los trámites de divorcio y porque parecía… justo, aunque no es que diera saltos de alegría. Sabía que ella no había sido feliz en nuestro matrimonio, y yo no hice mucho por enmendar la situación. —Se encogió de hombros—. Tal vez fuera para poder tener la última palabra.
Justo cuando Paula comenzaba a felicitarse por haber obtenido un puñado de respuestas por el único precio de una pregunta, él redujo la velocidad y tomó el camino de entrada custodiado por dos aburridos policías. Esta vez apenas les dedicaron un fugaz vistazo antes de abrir la verja.
—Se están volviendo condescendientes —comentó, desperezándose mientras cruzaban por la avenida de palmeras y se detenían frente a la casa—. Tu cutre
seguridad acaba de perder la mitad de su efectividad.
Bajaron del coche y Pedro la tomó del brazo mientras se dirigían a la puerta delantera.
—Me debes una respuesta —murmuró, haciendo que se volviera hacia él.
Ella logró sonreír con aire de suficiencia.
—Pensé que ya me la habías dado tú. De acuerdo, ¿cuál es la pregunta?
Alfonso la miró fijamente durante un momento. Alzó la mano para retirarle un mechón de cabello del rostro, acto seguido se inclinó y la besó. Suave, cálida y pausadamente, el calor se extendió por todas partes hasta los dedos de los pies. Su
lengua se deslizó por sus dientes y Pau abrió la boca para él sin siquiera pensarlo. Se humedeció. Justo cuando pensaba que iba a fundirse en él, Pedro se echó hacia atrás
unos centímetros.
—¿Qué me respondes, Paula? —susurró contra su boca.
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