martes, 23 de diciembre de 2014

CAPITULO 26



Apareció una camarera con dos pintas y Pau se dedicó a tomar un largo trago.


Jamás le había sucedido nada parecido a aquello. Se había quedado destrozada cuando la policía pilló a su padre en medio de un robo aparentemente sencillo, para sustraer un friso griego en miniatura, y fue arrestado. Un millar de posibilidades, un millar de planes diferentes para sacarle, escapar del país o perpetrar otro crimen para simular que su padre era inocente, nada había estado siquiera remotamente a punto de llegar a buen término. Incluso trazar planes estúpidos e inútiles había parecido mejor que el dolor sordo que le provocaba la idea de saberse sola.


Con el tiempo se había hecho a la idea de no poder verle, de no poder asistir al juicio y de no poder visitarle en prisión. Se había sentido aliviada cuando murió dos años atrás. Después de eso no había tenido que planear cada movimiento pensando en lo que debería hacer si de pronto él aparecía ante su puerta, y no había tenido que sentirse culpable por estar libre mientras que él estaba encerrado en una pequeña celda durante el resto de sus días.


Cada trabajo que hacía conllevaba cierto riesgo. Pero nadie había intentado matarla antes, y no había duda de que nadie había intentado usar a conveniencia su cadáver como chivo expiatorio. La conjetura de Pedro era improbable, pero era lo que tenía más sentido hasta ahora.


Alfonso pidió dos platos de pastel de carne con patatas y verduras mientras ella apuraba su pinta y pedía otra. Incluso después de una noche de sueño y de los puntos se sentía lastimada y magullada, por dentro y por fuera. Descubrir de labios de Sanchez la implicación de O'Hannon hacía que encajaran algunas piezas más del rompecabezas, y por mucho que le cabreara la teoría de Alfonso, la aceptaría.


Necesitaba dar voz a algunas de sus propias teorías, y deseaba hacerlo con el hombre que se sentaba a su lado, bebiendo su cerveza con mucha más prudencia de la que
ella había mostrado.


—Dijiste que DeVore no habría tenido problema en matar a alguien —dijo, saludando con la cabeza a una pareja que pasaban por su lado, ambos mirándole con abierta curiosidad—, ¡pero no crees que te hubiera hecho daño!


—No lo creo, no. Pero, suponiendo que no supiera quién estaba detrás o que alguien le hubiera mentido al respecto, complica mucho más este asunto. Si no era para mí, entonces me gustaría saber si alguien te ha convertido en objetivo. En cualquier caso, eso tiene más sentido.


—¿Y eso porqué?


Llegaron sus platos y ella aspiró el olor de las verduras, patatas y la ternera calientes. Una vez que volvieron a quedarse solos, cortó la costra del puré de patatas y el vapor emergió del cuenco.


—Yo no valgo tal molestia, francamente —dijo.


—Permíteme que discrepe. —Su mandíbula seguía apretada; sus ojos habían mantenido su brillo de ira y tensión contenidas la mayor parte del camino de regreso
desde el Butterfly World.


—Discrepa cuanto quieras, pero es verdad. Lo del dinero no tiene sentido. Ni siquiera por la tablilla. El diez por ciento es un buen pellizco por un robo y no logro imaginar a Etienne cometiendo un robo y un asesinato por 150.000 dólares.


—Así que O'Hannon o algún otro le pagó una cantidad superior por ello.


—¿Por qué? Todos los implicados deben sacar tajada —frunció el ceño—. Ni siquiera estoy segura de que Etienne realizara, para variar, algún trabajo como ése.
Yo sólo lo acepté porque estaba aburrida. Mi tarifa, a menos que no me pagaran porque estuviera muerta, sería del diez por ciento, además de algo para quienquiera que eligiera a Etienne. En algún lugar debe de haber más dinero de por medio si el asesinato está incluido.


—A menos que sea personal.


—¿Contra mí?


Él se encogió de hombros.


—¿Has hecho algo especialmente vil últimamente?


—No que recuerde. ¿Y qué hay de ti?


—No que yo sepa. ¿Te llevas, llevabas, bien con DeVore?


—Estábamos bien. Ni siquiera le había visto desde hacía casi un año. —Pau se concentró en su plato, y saboreó el sabor tierno y ligeramente picante bien acompañado con la Guinness. No era de extrañar que a Alfonso le gustara comer allí—. En realidad he estado… tranquila, últimamente.


Los ojos grises de Alfonso se clavaron rápidamente en los suyos.


—¿Cómo es eso?


¡Dios!, no dejaba pasar nada sin comentar.


—¡Caramba! —dijo, imitando exageradamente el suave acento británico de Alfonso, tratando de disimular una incómoda oleada de timidez. No estaba nada acostumbrada a hablar de sí misma—. No tiene importancia. El museo Norton recibió una dotación el pasado otoño y han estado llegando toda clase de obras. He estado ayudándoles a limpiar y catalogar.


—Tu trabajo honrado —dijo suavemente, una lenta sonrisa asomó de nuevo a su boca.


—Déjalo, inglés.


—Está bien. Cómete el pastel. Y deja hueco para la quinta esencia de la tarta de chocolate, yanqui.


Una brillante luz destelló en los ojos de Pau, que dio un salto y colocó de modo instintivo un brazo delante de Pedro


Él se movió casi con la misma rapidez, agarrándola y sujetándola en la silla.


—Tranquila —susurró con la mirada puesta en un hombre de pie a unos pocos pasos de distancia que sujetaba una cámara en las manos—. La prensa.


—Mierda.


—¿Contento? —dijo Pedro en voz alta—. Ya tiene su foto, así que tenga la bondad de dejarnos a mi amiga y a mí terminar la cena en paz.


El fotógrafo dibujó una amplia sonrisa y lanzó una mirada lasciva que hizo que deseara darle una patada en los dientes.


—¿Su «amiga» tiene nombre, señor Alfonso?


La mano de Pedro se tensó sobre su hombro.


—Si no se lo decimos, harán un mundo de un grano de arena —le murmuró al oído, haciendo que la acción pareciera una caricia—.Paula Chaves tiene un motivo justificado para ser vista en mi compañía —dijo con un tono de voz sorprendentemente tierno—. Confía un poco en mí.


Cada nervio de su cuerpo le pedía a gritos que echara a correr y se escondiera, y por otra parte, sabía que él tenía razón. Exhaló aire trémulamente.


—Paula Chaves —dijo con voz áspera y con lo que esperaba pareciera una sonrisa profesional.


—Acabado en «s» —agregó amablemente Alfonso.


—¿Y cuál es su relación?


—Soy su asesora de seguridad de sus obras de art…


—Estamos saliendo —dijo Alfonso, superponiéndose a su explicación.


—«Cierra el pi…»


—Y me asesora en temas de seguridad —continuó con naturalidad—. ¿Algo más?


—No estaría mal una dirección.


—Si está tratando de incitarme para que le amenace, está a punto de conseguirlo. Necesitaré su carné de prensa. Ahora.


El jovial Pedro Alfonso había desaparecido, sustituido por el autoritario hombre de negocios sobre el que había oído hablar y del que había leído en Internet.


Pau no se sorprendió lo más mínimo cuando el reportero bajó la cámara y buscó en su bolsillo su carné, y se entregó sin más comentario.


—Gracias, señor… Madeira —prosiguió Alfonso—. Espero que el Post publique esta información de un modo fidedigno y respetuoso. Buenas noches.


—Buenas… noches.


Tan pronto el reportero se dio media vuelta,Pau le hincó el codo en las costillas a Alfonso. Él se dobló por la cintura con un gruñido.


—Jamás vuelvas a hacer eso —siseó, retirando su silla y poniéndose en pie.


La agarró del brazo mientras se retorcía y tiró de ella para que se sentara de nuevo.


—Déjame las malditas presentaciones a mí —farfulló en respuesta, negándose a soltarla aun cuando ella volvió a empujarle.


—¿Qué es lo que te juegas tú?


—Quería que tu participación en nuestra investigación siguiera siendo discreta —replicó, apretando el brazo libre contra su tórax—. Quienquiera que pagara a DeVore para que colocara ese explosivo podría saber únicamente que el ladrón que escapó era mujer. Yo suelo salir con mujeres de vez en cuando, Pau, y no utilizo seguridad personal. Ahora tú te distingues como experta en seguridad y en arte.


Ella cerró la boca de golpe. ¡Joder! Alfonso la soltó, y ella se quedó sentada donde estaba, tratando de normalizar su respiración y buscando palabras que apenas


—jamás— empleaba.


—Lo siento —dijo—. La he jodido.


—Son cosas que pasan —respondió con un gruñido—. Ahora tendremos que tener más cuidado contigo, eso es todo.


—No te he dado tan fuerte. —Pau alargó el brazo y le tocó el tórax—. ¿Estás bien?


—Me magullé algunas costillas la otra noche cuando una joven muy amable me hizo un placaje y me salvó la vida.


—Ay, Dios. Lo siento de veras, Pedro. Yo sólo…


—No te ha gustado que dijera algo personal sobre ti, lo comprendo. El beso y todo eso de los recién casados era sólo de cara a la galería.


El hecho de que estuviera equivocado no la hacía sentirse mejor. No era propio de ella reaccionar de un modo tan violento a un pequeño subterfugio; joder, ella vivía de subterfugios.


—Sanchez tenía razón —farfulló, apurando el resto de la cerveza—. Me estoy volviendo loca.



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