miércoles, 24 de diciembre de 2014
CAPITULO 29
Cuando él le hizo cruzar una puerta, y la cerró con llave después, Pau supo instintivamente que habían entrado en sus dominios privados. Ante ellos se extendía una enorme sala de estar, tenuemente iluminada por una lámpara en el rincón,decorada en tono azul marino y roble.Pau apostaría algo a que el acceso al lugar le estaba prohibido a los guardias de seguridad y a las cámaras.
—Muy bonito, señor duque —murmuró, luego perdió el aliento cuando él deslizó las manos debajo de su camisa para tomar sus pechos.
—Muy bonitas —convino, mordisqueándole suavemente el lóbulo de la oreja.
Al cuerno con el control. Podría detenerse más tarde. Pau le quitó la camisa por la cabeza, y pudo advertir el vendaje alrededor de sus costillas y en la parte superior del hombro.
Lo sucedido les había marcado a ambos, y si ese hombre tan atractivo la deseaba, ¿quién era ella para discutir? El mañana podría esperar hasta el día siguiente. Esta noche iba a ser una chica con suerte.
La camiseta de Pau fue lo siguiente en caer al suelo, y mientras él la rodeaba con los brazos para desabrocharle el sujetador, ella se deleitaba con otro alucinante beso con un leve sabor a chocolate. Los pulgares de Pedro rozaron sus pezones y Pau gimió de nuevo.
—Tenía intención de decírtelo antes —dijo, sujetándola a cierta distancia para poder trazar pausados círculos alrededor de sus pechos, pellizcando y haciendo rodar sus pezones entre los dedos índice y pulgar para que se endurecieran—, tienes unos pechos preciosos.
—Graci…
Pedro agachó la cabeza y tomó su pecho izquierdo en la boca, chupando y acariciándolo con su lengua. Pau se arqueó contra él, enredando las manos en su oscuro cabello ondulado.
—Oh, Dios —murmuró; sus rodillas se convirtieron en gelatina.
Ambos se hundieron en el suelo justo al otro lado de la puerta, alfombrado como el resto de la sala de entrada en un oscuro tono índigo. Pedro la tumbó para poder despojarle de los vaqueros prestados.
—Tampoco he piropeado tu estupendo culo —dijo, inclinándose para recorrer con enloquecedora lentitud con la lengua desde la parte entre sus pechos hasta la cinturilla de sus braguitas—. No me pareció apropiado hacerlo cuando estaba aplicando el súper pegamento.
—Eres todo un caballero —acertó a decir, levantando las caderas para que él pudiera quitarle la ropa interior.
Con una sonrisa, Pedro arrojó las escuetas prendas por encima de su hombro.
—No, no lo soy —respondió, separándole más las rodillas para proseguir el sendero descendiente de su lengua. Bajó aún más la cabeza hasta la zona de oscuro vello, dispuesto a conducirla al borde del frenesí con su boca y sus dedos expertos. A continuación, deslizó un dedo nuevamente en su interior, y ella se sacudió.
«¡Por Dios bendito!» Bueno, no iba a ser la única que perdiera el control.
—Ven aquí —jadeó, tirando de él hacia arriba para poder alcanzar el broche de sus tensos vaqueros. Se sentó para poder desabrocharlos, y lo hizo lentamente, sonriendo un tanto falta de aliento mientras las manos de él cubrían las suyas para apresurarla. Paula le acercó más hacia sí, tirando de una presilla del cinturón, y a continuación tomó en la boca un endurecido pezón masculino y lo lamió con fuerza.
Él gimió, una mano enroscada en su cabello mientras terminaba de desabrocharse los pantalones con la otra.
Le bajó los pantalones hasta las rodillas, preguntándose por un fugaz instante si era sólo su dinero lo que mantenía satisfechas a todas esas muñecas de los calendarios de ropa de baño. No, no era sólo su dinero.
—Bonita polla —susurró mientras rodeaba su duro y erecto pene con los dedos y acariciaba su longitud mientras él echaba la cabeza hacia atrás.
—Gracias. La estás viendo en su mejor momento.
Pedro era glorioso, delgado, musculoso y con el cuerpo propio de un deportista profesional más que de un millonario. La tendió nuevamente de espaldas. Una caliente neblina inundó su mente mientras él descendía sobre ella una vez más, tomando de nuevo su boca en un profundo y apasionado beso. Con los dedos en su cabello, le hizo deslizarse por su cuerpo hasta que él se detuvo una vez más entre sus piernas a saborear su fruto. Dios, en Internet no mencionaban lo bueno que era en la cama… o en el suelo. Arqueó la espalda cuando su lengua se introdujo en su interior.
—Oh, Dios mío —gimió.
—Paula —murmuró, ascendiendo otra vez para trazar con su lengua lánguidos círculos por sus hombros y chupar su pecho nuevamente.
Ella hundió los dedos en los tensos músculos de su espalda. «Relájate» —se dijo. Ya se preocuparía más tarde por el control y las decisiones—. «Limítate a disfrutar; limítate a ser.» El placer fue aumentando dentro de ella mientras sus pausadas y expertas manos descendían por su cuerpo, desde los pechos a los dedos de los pies, y subían de nuevo guiadas por su boca hasta que Pau apenas podía
respirar entre jadeos.
—Pedro, Pedro, te quiero dentro de mí. Ahora.
—Yo… ¡Joder! —Se levantó, apartándose de ella.
—¿Qué? ¿Qué, maldita sea? —De pronto sintió frío. Y se sintió muy, muy cabreada. Alguien tendría que darle una buena paliza a Pedro.
—No te muevas. Enseguida vuelvo.
Observó como se dirigía, completamente excitado y magnífico, al baño y salía un momento después.
—Ah, el chubasquero del amor —susurró, alzando los brazos para rodearle el cuello y hacer que volviera junto a ella. Pedro hacía que su cerebro estuviera tan empañado por la lujuria que ni siquiera había pensado en la protección, y eso no era propio de ella.
Aunque tampoco lo era irse a la cama, o al suelo, con alguien como Pedro Alfonso.
—Preparada o no —murmuró, separándole suavemente las rodillas.
—Preparada. Definitivamente preparada. —Él se deslizó en su interior con agónica lentitud.Pau echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos mientras la llenaba; la ardiente y rígida extensión de su cuerpo dentro de ella era tan exquisita que
apenas podía respirar.
—No, Paula. Mírame —gruñó, hundiéndose completamente en su interior.
Se apretó contra él, obligándose a abrir los ojos para clavarlos en su oscura mirada plateada. Le sentía enorme y duro como una roca cuando comenzó a mover las caderas y se arqueó para salir a su encuentro. Fuego. Él era como fuego y ella ardía. El calor la abrasó. Pau deslizó los brazos alrededor de su cuello y enroscó los tobillos en torno a sus caderas al tiempo que él se movía. Hundió las manos en su
espalda, en sus nalgas, correspondiendo a cada uno de sus envites, sintiéndose colmada y tensándose hasta que, con un débil gemido, se fragmentó en mil pedazos.
Pedro redujo el ritmo pero siguió moviéndose dentro y fuera, dentro y fuera.
—Mmm. Sentirte es algo maravilloso —murmuró.
Pau no podía articular palabra, no podía hacer otra cosa que jadear en busca de aire y flotar en la blanca bruma que inundaba su mente. Ella siguió y siguió, la pausada cadencia de Pedro la impulsó más allá de donde jamás había ido.
—¡Dios! —farfulló, obligándose a que sus ojos enfocaran—. Haz, eso otra vez.
Pedro rio entre dientes, inclinándose para besarla de nuevo.
—No pienso detenerme.
Aumentando el ritmo, llevó las manos a la espalda para subir sus piernas alrededor de su cintura. Ella le complació y el movimiento hizo que la penetrara más profundamente y con mayor fuerza. Mientras Pau sentía la tensión crecer entre ambos, flexionó los músculos del abdomen, apretándose a su alrededor. Joder, no en vano hacía ejercicio.
Él gimió, plantando las manos sobre sus hombros y embistiendo profunda, fuerte y rápidamente. Pau alcanzó el orgasmo de nuevo con sorprendente intensidad, arrastrándole consigo.
Pedro se corrió con un profundo gemido de satisfacción, dejó caer su peso sobre ella y apoyó la cabeza en el suelo junto a su cuello. Paula siguió rodeándole con los brazos, y finalmente cerró los ojos. Mientras escuchaba su áspera respiración en su oído y sentía el corazón de ambos latiendo fuertemente al unísono, comprendió lo que hacía que le deseara tanto. Se sentía segura en los brazos de Pedro Alfonso.
Momentos más tarde, él levantó la cabeza, con su oscuro cabello cayéndole sobre un ojo, para mirarla.
—El dormitorio está por allí. ¿Vamos?
Ella rio sin aliento, besándole de nuevo, recorriendo con dedos la recta y sudorosa línea de su columna.
—¿Cuántos «chubasqueros» tienes?
—No los suficientes, francamente —respondió, poniéndose en pie y tirando de ella para tomarla en brazos y llevarla desnuda a la habitación azul oscura.
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