miércoles, 21 de enero de 2015

CAPITULO 114




El Manet se vendió en siete millones y pico, y cuando Ian Smythe anunció un descanso de veinte minutos, la mitad de la audiencia se puso en pie y se dirigió hacia la vitrina cerrada que se encontraba a un lado de la habitación.Pedro no era el único interesado en el recién hallado Hogarth.


Cuando la tomó de la mano y la hizo unirse al gentío, Paula no pudo evitar echar un nuevo vistazo en dirección a Martin. 


Su padre no se había movido.


De no ser por el tamborileo de sus dedos, podría haber sido otra pieza de arte moderno. Aunque aquél era un viejo y efectivo truco. Uno se queda inmóvil en un lugar discreto, y la gente tiende a no reparar en ti. Y entonces, si de pronto desapareces, esa misma gente cree que el haberte visto se ha debido, seguramente, a un error. O al menos así lo creerían hasta que las alarmas comenzaran a dispararse y apareciera la policía. Por supuesto, tú te habrías esfumado haría ya mucho tiempo.


El asombro y la incredulidad todavía persistían en lo más recóndito de su mente, pero dejó ambas cosas a un lado. El cómo y qué podían esperar hasta que dispusiera de tiempo para pensar en ello. El porqué era lo que importaba en esos momentos.


—Sí —decía uno de los expertos en pintura de Sotheby's, una manifiesta emoción corría justo bajo el meloso tono de vendedor de su voz—, fue hace unas dos semanas. Antes de la subasta verificamos la autenticidad y la propiedad del objeto, y fue durante dicho examen cuando descubrimos un segundo lienzo bajo el primero. El primer Hogarth había pasado de mano en mano por herencia, y probablemente no había sido examinado minuciosamente desde hacía más de cincuenta años.


Con un extravagante ademán nervioso, retiró la tela que cubría el lienzo. Paula lo miró con el mismo interés que todos, exceptuando a una persona. Además de admirar las pinceladas seguras y los tonos pastel de una puesta de sol en el océano, con una flota naval surcando la espumosa superficie, también reparó en el tamaño y en el marco, y dedujo el posible peso. Hacía dos semanas que Sotheby's estaba al corriente. Habría sido descubierto después de que hubiera salido el catálogo de ventas, lo que explicaba la falta de publicidad, pero dudaba que alguien implicado hubiera guardado el secreto. A la casa de subastas no le habría venido mal la publicidad positiva y, maldita sea, se llevaban un porcentaje de cada venta.


Dos semanas. Según su experiencia, aquel era tiempo más que suficiente para que alguien se enterara de ello, decidiera que deseaba poseer algo cuya existencia era ignorada por casi todos e hiciera los preparativos para una entrega. ¡Maldita sea!, Martin tenía que estar allí por el Hogarth.


—Es magnífico, ¿no te parece? —murmuró Pedro junto a su hombro—. Mejor que el que lo cubría.


—Me gusta la composición —reconoció—. Deben de ser piezas gemelas.


El asintió.


—Estoy de acuerdo. Me parece que voy a adquirir los dos. No deberían estar separados.


La experta se dispuso a cubrir de nuevo el cuadro. 


Paula sabía a dónde iría desde ahí: de vuelta a un área de almacenaje segura hasta que llegara su turno de ser subastado. Y sabía lo seguro que probablemente estaría allí.


—Discúlpeme —dijo, empleando un tono de voz ingenuo y entrecortado—, ¿Te importaría dejarlo a la vista? Me gustaría disponer de algunos minutos más para contemplarlo.


La multitud estuvo de acuerdo con ella, y tras una breve conversación, dos empleados cargaron con la pintura y la depositaron en un rincón del podium de la subasta. Cuando Paula se dio la vuelta y se dirigió con Pedro para ocupar de nuevo sus asientos, encontró a Martin mirándola fijamente. 


Ahí tenía la respuesta: iba detrás del Hogarth. Y también Pedro. ¡Joder!


Aquella era una pesadilla que jamás esperó tener. Y no le quedaban más que tres pinturas para dar con una solución. 


Después de eso, subirían el primer Hogarth para la subasta.
De acuerdo. Estaba acostumbrada a solucionar cosas con celeridad. Asuntos importantes. Asuntos de vida o muerte. 


¿Qué tres opciones tenía? Una, contarle a Pedro que Martin no estaba muerto, que estaba en Nueva York y que por lo visto tenía previsto robar uno o los dos cuadros a los que Pedro les había echado el ojo. Dos, acercarse a Martin, saludarle y decirle que dejara en paz los Hogarth porque su novio quería comprarlos. O tres, conseguir que Pedro pasara de los cuadros, se fuera a casa y tener sexo con él hasta que ambos perdieran el conocimiento y ella pudiera despertar y darse cuenta de que tan sólo había estado soñando con Martin.


Definitivamente, la opción número tres. De todos modos, Pedro ya había sugerido marcharse temprano.


—¿Pedro? —dijo, arrimándose lentamente a su lado.


—¿Mmm, hum? —Su mirada y su atención permanecieron centradas en la subasta.


—Sólo pensaba en lo que dijiste antes. Antes del descanso. Ya sabes, era muy buena idea. —Se desperezó, rozándole el muslo con los dedos.


El le lanzó una fugaz mirada.


—¿ Cómo dices ?


—¿Cómo de directa quieres que sea, cielo? —susurró—. Todos estos cuadros, todo este dinero... me estoy poniendo bastante cachón...


—No, de eso nada —respondió, un ligero ceño cruzaba su delgado rostro—. ¿Qué estás tramando?


—Nada. No tramo nada, a excepción de que intento decirte que quiero estar excitada, sudorosa y desnuda contigo.


La miró a la cara.


—¿Por qué quieres marcharte justo ahora, Paula?


Si Pedro quería una explicación de por qué quería tener sexo con él, es que al parecer esa noche había perdido todo su magnetismo. Así pues, ¿se suponía que debía sentirse ofendida o desistir?


—Si vas a interrogarme, no pienso prestar atención, colega.


 Su expresión se relajó un poco.


—Pues quédate ahí y observa, y ya me ocuparé yo sólito mientras tú decides si quieres o no unirte. 


La boca se le secó.


—Joder, Pedro, larguémonos de aquí.


—Dame quince minutos y tendremos dos Hogarth si quieres que nos los llevemos a casa. Pueden mirar.


De acuerdo. La opción uno había sido la de contarle a Pedro que Martin había reaparecido. ¡Mierda! Pedro detestaba que se quedase cerca de Sanchez, y el perista se había retirado cuando ella lo hizo. 


Si descubría que un criminal aparentemente fugado y vivito y coleando, que resultaba ser su padre, se encontraba en la habitación y quería el Hogarth, se pondría hecho una fiera. Había cuestionado sus motivos para estar en Nueva York de por sí, y tenía buena parte de razón. Aparte de eso, odiaba dar explicaciones cuando ni ella misma conocía todas las respuestas. Tenía que hablar con Martin. En cualquier
caso, existía una especie de código de honor entre ladrones, una vez que se alcanzaba el nivel de destreza que Martin y ella tenían. Cuando Pedro comenzara a pujar, su padre reconocería que las pinturas eran de su interés, legítimo o no, y se retiraría. Al menos hasta que pudiera hablar con él.


Aquello tenía sentido. Y dado que no había nada más que pudiera hacer por el momento, aparte de disparar las alarmas y gritar «¡ fuego!», eso tendría que bastar. Se recostó en la silla contra el costado de Pedro y él le echó el brazo sobre los desnudos hombros.


—¿Ahora ya sí vas a atender?


—Ah, sí. Tú date prisa con esto.


—Tus deseos son órdenes, mi amor.


Maldita sea, mira que era cabezota, aunque lo bueno del caso era que Pedro era el tipo más listo que había conocido y endemoniadamente atractivo, por si fuera poco. Si no podía convencerle para que no pujara, tendría que albergar la esperanza de que Martin recordara, y se ciñera, al código del honor. Pero tenía que estar segura, y todavía necesitaba hablar con él.


Metió la mano en el bolso en busca de papel y bolígrafo mientras la puja por el primer Hogarth daba comienzo. Sólo por un segundo consideró que su primera —bueno, segunda—, reacción al ver a su supuestamente fallecido padre fue de preocupación porque pudiera crearles problemas a Pedro y a ella. Pero Pau jamás había afirmado provenir de la tribu de los Brady o de los Cunningham, o de cualquier otra que hoy en día pasara por ser una familia normal.


«M.» garabateó, mientras Pedro seguía centrado cada vez más en el elevado precio del Hogarth número uno. 


«Reúnete conmigo en la estatua de Balto a las D/demonio». 


Había mucho más que deseaba decir, pero el tiempo, el espacio y una paranoia bien aguzada, le impedían explayarse e ir directa al grano. Nada de nombres, nada de fechas, incluso la «M» era forzar las cosas un poco. No le cabía la menor duda de que él recodaría el código que indicaba las dos a.m. De noche era más seguro, aunque deseaba verle desesperadamente a la luz del día.


El mallete resonó en la parte delantera de la sala, haciendo que se sobresaltara. Por un segundo no supo quién había ganado el cuadro, hasta que el hombre sentado detrás de ellos le dio una palmadita a Pedro en el hombro.


—Bien hecho, Alfonso.


—Gracias.


Cuando Pedro se volvió hacia ella, Paula se acercó para darle un suave beso en la boca.


—Eres el mejor comprador que he conocido en mi vida —susurró.


El rio entre dientes contra su boca.


—Cinco millones es un poco bajo. La lucha será por el segundo. ¿Qué estás escribiendo?


—Me he acordado de algo que tengo que decirle a Sanchez —mintió sin problemas.


—¿Has...?


—Nuestro próximo lote —anunció Ian Smythe en el momento oportuno— es el 3250A. La puja inicial es de... dos millones setecientos mil dólares. ¿He oído ocho?


Una docena de manos, dedos, catálogos, cejas y barbillas se alzaron. Era obvio que Pedro y Martin no eran los únicos que iban tras el Hogarth. Cuando divisó a uno de los directores ejecutivos de Mobil Oil meneando los dedos, Paula tuvo la fugaz esperanza de que otra persona que no fuera Pedro acabara en posesión de la pintura. Entonces Martin podría hacer lo que le diera la gana con él... lo que no respondía a la pregunta de cómo demonios seguía con vida, pero sí significaba que Pedro y él —y ella y él— no estarían en conflicto directo.


—Ah, veo que podemos dar un pequeño salto —dijo Smythe, con un murmullo de carcajadas—. Vayamos con cinco millones, pues, ¿les parece? ¿Alguien me acompaña?


La misma docena de postores respondieron, además de otros cuatro o cinco más.


—Tienes unos quince competidores —murmuró Paula, mirando subrepticiamente en derredor.


Para su sorpresa, Pedro bajó el catálogo.


—Entonces, esperaré —respondió con el mismo tono de voz—. Detesto ser uno más de la multitud.


—Esa es una de las cosas que mejor se me dan a mí.


—No desde donde yo estoy sentado. —La tomó de la mano, apretándole los dedos con suavidad—. ¿Quién está sentado dos filas justo detrás de nosotros? Smythe no deja de lanzar miradas en esa dirección, pero no tengo intención de darme la vuelta.


—Bill Crawford —respondió sin mirar.


—Estupendo. El comprador del Getty.


—Sí. ¿Tiene más dinero con que jugar que tú? —preguntó, mientras la puja subía hasta los siete millones y se retiraban una cuarta parte de los postores.


—Supongo que vamos a averiguarlo, ¿verdad? —Esbozó una amplia sonrisa; no la sonrisa suave y atractiva que le dedicaba a ella, sino la oscura y depredadora en la que prácticamente mostraba los colmillos. Pau se alegraba de no ser Bill Crawford. Su Gran Blanco estaba a punto de desatar una carnicería.


Al alcanzar los nueve millones ochocientos mil, tan sólo quedaban otros tres en el juego, y Pedro intervino de nuevo. Alguien detrás de ellos maldijo en respuesta, el sonido casi quedó sepultado bajo los excitados murmullos y las ensordecedoras especulaciones de los espectadores. 


Paula no podía estar segura de que el tipo que había blasfemado hubiera sido Crawford, pero tampoco podía hacer caso omiso de su corazonada.


Echó un vistazo en dirección a Martin. Ya no miraba hacia el podium, sino que más bien estaba medio vuelto hacia la audiencia, tratando sin duda de valorar quién se retiraría con viento fresco y qué haría dicha persona con el cuadro. La mayoría de los postores, incluso los presentes, probablemente harían que Sotheby's se lo enviara, lo que venía a significar que seguiría siendo vulnerable en las entrañas del edificio durante unas pocas horas tras la subasta. O durante ésta.


También Pedro quería que los cuadros fueran a su propiedad de Inglaterra. Eso podría suponer un problema. 


Ya había subido a diez millones seiscientos mil, sólo Pedro contra un postor vía telefónica y contra Crawford. Si se sentía frustrado por no ser capaz de ver cara a cara a ninguno de sus oponentes, no lo mostraba. De hecho, para ser un tipo que seguramente tendría que gastarse cerca de treinta millones en una sola noche, parecía fresco como una rosa. Podría haber estado jugando en una máquina tragaperras en Las Vegas, dada la preocupación que mostraba. Ah, sí, había venido a jugar.


Paula sacó su pintalabios y un espejo, y lanzó una mirada a Pedro al hacerlo. Si él no quería que echara un vistazo a su espalda, le avisaría. En cambio, no obstante, la miró fugazmente con ojos chispeantes.


—¿Qué aspecto tiene Crawford? —susurró.


Echando un vistazo, se rozó los labios con el meñique y luego bajó el espejo.


—Le daría otro cuarto de millón, y luego o bien vomita o se desmaya. Le tienes pillado.


—No lo sabes tú bien, cariño.


Mientras él reía entre dientes, Pau agregó un apéndice a su nota: «Aparta las manos de Mike». «Mike» era el diminutivo de Miguel Ángel, su término en clave para designar obra de arte en general. El término para los cuadros en concreto era «Vince» —por Van Gogh—, pero Pedro acababa de comprar también un Rodin, después de todo. El código entre ladrones decía que Martin debería pasar de las posesiones de Alfonso sólo porque era ella quien tenía la conexión más próxima, pero su padre nunca había jugado según las reglas si podía evitarlo. Y Martin había salido sin duda alguna de caza.


Tanto si el segundo Hogarth acababa en manos de Pedro como si no, Pau quería poder hablar con Martin sin que ninguno de los dos corriera el peligro de ser arrestado. Tenía un buen puñado de preguntas que hacerle a su padre, y a sí misma, cuando dispusiera de unos pocos minutos para pensar con tranquilidad. Dios, su padre estaba vivo. Y eso era bestial. Bestial, y muy preocupante. Apartó por la fuerza tales pensamientos a fin de reflexionar sobre ellos más tarde.


—Diez millones ochocientos mil. ¿He oído diez novecientos?


Paula se movió un poco, deseando por un instante ser una de esas chicas sin más preocupación en la vida que no estropearse la manicura recién hecha. Sería mortalmente aburrido, pero seguro, salvo por la preocupación por los padrastros.


—¿Te estás impacientando? —murmuró Pedro—. ¿O aburriendo?


—Sólo esperando la celebración de la victoria —le respondió entre susurros, rozando el muslo contra el de él.


—También yo. Pongamos a prueba tu teoría sobre Crawford, ¿te parece? —Alzó de nuevo el catálogo—. Once millones —dijo en voz alta y clara.


La audiencia murmuró con admiración. Sí, su chico se gastaría medio millón de más sólo para conseguir un poco más de tiempo para follar con ella.


—Tenemos once millones de parte del señor Alfonso.


Pau levantó de nuevo el espejo.


—Crawford simplemente menea la cabeza. Cobardica.


—Calla —murmuró Pedro—. No irrites a la posible competencia.


—Señor Crawford —dijo Smythe—, puedo aceptar cincuenta mil, si no desea subir de cien en cien. ¿No? Muy bien, pues. ¿Qué dice nuestro postor telefónico, Jenny?


—Once millones doscientos —se escuchó decir a la mujer bajita que atendía el teléfono.


Smythe señaló de nuevo en dirección a Pedro.


—Tenemos once mili...


—Doce millones —interrumpió Pedro, mirando fijamente a Jenny en lugar de al subastador.


La pobrecilla parecía nerviosa mientras repetía la cantidad por el receptor. Paula no podía culparla. Pedro podía resultar sumamente imponente, incluso para el mensajero. 


Al cabo de un momento su expresión se tornó en alivio y sacudió la cabeza. Fin del juego.


—¿No hay más pujas? Entonces —el mallete golpeó con fuerza—, vendido al señor Alfonso por doce millones de dólares. Felicitaciones una vez más, señor.


La sala estalló en aplausos. Paula se unió a ellos, hasta que Pedro se puso en pie, tiró de ella para hacerla levantar y le estampó un beso en la boca al más puro estilo del día de la Victoria. Por poco que le agradara sentirse aprisionada y las exhibiciones públicas, le rodeó lentamente el cuello con los brazos y se aferró cuando él la inclinó un poco más hacia atrás.


—¿Ha sido eso la celebración de la victoria? —preguntó, mientras volvía a enderezarla y ella podía respirar de nuevo.


—En absoluto —respondió, tomándola de la mano mientras la besaba una vez más—. Salgamos de aquí, ¿quieres?


No hasta haberse asegurado de que todas sus compras estaban a salvo.


—¿Y qué pasa con todas nuestras piezas? —preguntó, resistiéndose a su impulso.


—Me ocuparé de que las envíen a Inglaterra.


Cada fibra de su ser le decía que ésa era una mala idea.


—¿Podemos llevárnoslas a casa? Tú lo sugeriste.


Pedro frunció el ceño.


—El Rodin, no. Pesa media tonelada.


—¿Y los Hogarth? —insistió, deseando por un instante que su pasado dejara de molestarle—. Vamos, Pedro. Solía robar cuadros que eran apartados para su envío. Dejarlos aquí me pone nerviosa.


—¿De veras?


—De veras.


—De acuerdo —dijo al cabo de un momento—. Hablaré con Talmadge.


—Gracias. —Ron Talmadge era el gerente de ventas de Sotheby's, aunque Pau se preguntó cómo se las había arreglado el hombre para conservar su empleo durante los últimos nueve años cuando ella se había llevado cuadros por valor de ochenta millones de dólares de sus establecimientos. Durante un segundo se preguntó si Pedro tenía idea de que sus visitas a ese lugar le habían reportado cerca de quince millones de pavos netos. 


Naturalmente, neto no era la palabra precisa; los ladrones tenían un montón de gente a la que pagar si querían evitar ir a prisión. Permanecer en las sombras podía ser condenadamente caro. Con todo, ella era miembro del club de los millonarios, aunque Pedro sobrepasara dicho nivel.


Tan pronto Pedro se encaminó hacia un lateral de la sala e hizo una señal a Talmadge, Paula se guardó la nota bien doblada en la palma de la mano y se dirigió hacia el aseo. 


Cuando pasó junto a su padre tomó aire trémulamente y le deslizó la nota en el bolsillo.


Sus dedos rozaron la lana de su chaqueta y Pau se estremeció, apresurando su retirada. ¡Por Dios!, le había tocado, y no se había desvanecido en humo. Era real. Martin Chaves, en efecto, estaba vivo. Y acababa de concertar una cita para verlo dentro de cuatro horas. La vida era muy extraña.




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