miércoles, 21 de enero de 2015

CAPITULO 113




Martes, 8.21 p.m.


—¿Se supone que debemos dar gracias por esto? —murmuró Pedro, recogiendo sus llaves y observando desde el otro lado del puesto de detección de metales.


Justo detrás de él, Paula recogió su bolso rojo de lentejuelas de la mesa contigua.


—Seguramente —respondió con el mismo tono de voz bajo, enganchándose al brazo de Pedro—. La seguridad parece ser más rigurosa cada año. Era divertido intentar descubrir qué más se les había ocurrido, y qué debía hacer para sortearlo.


La subasta más reciente de Sotheby's a la que había asistido Pedro había sido dos años atrás en Londres, y la seguridad había sido adecuada aunque discreta en deferencia a la clientela. Allí, en Nueva York, suponía que el siguiente paso sería un registro corporal en busca de caries.


—¿Y estás absolutamente segura de que nadie te reconocerá de aquellos «divertidos» encuentros?


Pau apoyó la curva de su cuerpo contra su costado, y el corazón de Pedro se aceleró en respuesta.


—Posiblemente me conocen por estar contigo, o creen que me conocen de alguna parte, pero nadie me reconocerá por birlar cuadros aquí.


Dios, que segura estaba de sí misma, pero a juzgar por lo que había visto y oído de ella, tenía sobrados motivos para estarlo.


—Acepto tu palabra, pero, de todos modos, me mantendré alerta.


Paula le obsequió con su impredecible sonrisa.


—Debo reconocer que molaría mucho verte interfiriendo por mí mientras yo escapo.


—Ten presente que no vas a ninguna parte sin mí.


Pasaron de largo lo que parecía un número absurdo de agentes de seguridad uniformados y de paisano, aunque si Paula Chaves hubiera estado de verdad al acecho, dudaba que todo el personal de Sotheby's bastara para impedirle hacer exactamente lo que pretendía.


Y cualquiera que no la conociera pensaría que Paula estaba completamente serena y disfrutando de la velada. 


Aunque, personalmente, no dudaba de lo último, podía ver su mirada alerta, el modo en que reparaba en cada cámara, cada salida y en cualquier persona que se interponía entre la calle y ella.


Teniendo presente que la seguridad en sí misma de Paula podría, en raras ocasiones, ser exagerada o inapropiada, hizo que se sentara hacia el fondo de la estancia y justo en el pasillo central. Por innecesario que fuera, Pedro había convertido en su misión principal mantenerla a salvo. Y por mucho que dicha misión pudiera distraerle de sus sustanciales intereses laborales, también era muy posiblemente lo más interesante y excitante que jamás había hecho. Para alguien con su experiencia y bagaje, aquello eran palabras mayores.


—Damas y caballeros, soy Ian Smythe —dijo el enjuto hombre vestido de negro desde el podio en la parte delantera de la sala—, y seré su subastador de esta noche. 
Les ruego tengan en cuenta que además de los pujadores presentes en la sala, tenemos veinte líneas telefónicas y cinco cuentas en Internet abiertas para las partes interesadas que no pueden asistir en persona a esta velada.


Paula se inclinó hacia la oreja de Pedro, la caricia de su aliento era cálida y embriagadora.


—O para aquellos que no están dispuestos a revelar su identidad al FISCO o a cualquier ladrón que pudiera estar sentado entre la audiencia —concluyó.


Sí, se estaba divirtiendo, sin duda.


—Shh.


—Y, todavía, un anuncio más —prosiguió Ian—: Nos sentimos enormemente emocionados de informarles que mientras nuestros expertos evaluaban el cuadro de Hogarth, que figura en la lista del catálogo de ventas con el número 32501, un segundo Hogarth ha sido descubierto oculto bajo el primero en el mismo marco. Después de consultar a los propietarios, Sotheby's se complace en anunciar que han decidido sacar a subasta el segundo Hogarth. La obra estará disponible para ser vista durante el descaso, y se le asignará el número 32501A.


A juzgar por la repentina chachara y los excitados murmullos de la multitud, Pedro no era el único sorprendido por las noticias. Paula le arrebató el catálogo de ventas del regazo y lo abrió por la página adecuada.


—La flota pesquera —dijo, mirando fijamente la fotografía del conocido Hogarth—. ¿Sabes quién es el propietario?


Pedro negó con la cabeza.


—Resulta evidente que no ha cambiado de manos recientemente, o alguien se habría percatado mucho antes de que había una segunda pintura oculta tras la primera. El tema de La flota pesquera es atípico en sí mismo; William Hogarth se centraba habitualmente en la denuncia social satírica. Este es, sencillamente... hermoso.


—Es genial —susurró, entregándole el reluciente catálogo—. Cuando me dedicaba a la restauración en el Museo Norton, des...


—Tu trabajo fijo —interrumpió con una lánguida sonrisa.


—Sí, uno de los pocos. Bueno, encontramos un segundo lienzo detrás de un Magritte, pero no era más que algo indefinido sin firma, como si su hijo hubiera estado jugando con las pinturas y no se hubiera molestado en sacarlo del armazón antes de colocar un nuevo lienzo.


—Raras veces sucede. Si guardo en secreto el Hogarth hasta que abra el museo de Rawley House, nos reportará un montón de publicidad gratuita. Es un artista inglés, a fin de cuentas.


Paula enarcó una ceja.


—¿Ya te estás adelantando a los acontecimientos, eh? Tienes que poseerlo antes de poder sacarle partido.


Tomándola de la mano, Pedro la besó en los nudillos.


—Si me gusta, lo poseo.


—Mmm, hum. —Liberó su mano de un modo un tanto brusco—. Cuidadito con jactarte, inglés. Estoy aquí debido á locura mutua simultánea. No a una cuestión de posesión.


¡Maldita sea! De cuando en cuando olvidaba que Pau no necesitaba que la impresionara con su poder y su riqueza. 


De hecho, mencionar con frecuencia ambas cosas era probablemente el modo más efectivo de alejarla de él.


—Discúlpame, Paula —murmuró—. Tan sólo me refería a que no deberías dudar de mi resolución.


Ella dejó escapar un bufido.


—Ah, de eso no tengo la menor duda. Eres un tipo muy resuelto. Dedícate a pujar. Yo estoy aquí por las vistas.


Por fortuna, Ian Smythe golpeó con el mallete y abrió la subasta antes de que Pedro pudiera comenzar a alegar que jamás había intentado influenciarla con su dinero. Paula se recostó un poco y dejó escapar el aliento. Pedro hacía que la vida fuese fácil, segura y cómoda, y la parte de sí misma que se había pasado la mayoría de su vida volviendo la vista atrás por encima del hombro únicamente quería dejarse caer entre almohadones de plumas y cubrirse la cabeza con sábanas de satén.


Gracias a Dios, la otra parte de sí misma, aquella que podía contar hasta siete (el número de años que tardaba en prescribir un delito sin sangre), sabía que todavía le quedaban seis años para poder comenzar a relajarse de verdad. Y esa misma parte seguía mortalmente asustada de que «cómoda» pudiera ser sinónimo de «aburrida». Sin duda así había sido cuando ese día habló con Boyden Locke. Y cuando había consultado con la otra docena de clientes a los que había asesorado durante los últimos dos meses. El dinero estaba bien, pero comparado con el modo en que solía ganarse la vida, aquello parecía demasiado... fácil.


Por supuesto que la excitación de su antigua vida tenía también sus desventajas. Había recibido un par de miradas hostiles por parte de los miembros más veteranos del servicio de seguridad de Sotheby's, pero había tenido razón con respecto a que Pedro Alfonso le proporcionaba una red de seguridad impresionante. Apretándose un poco más a su lado, se sumergió en el excitante ritmo de pujas y gestos de asentimiento, explosiones de aplausos y comentarios. 


Menuda gracia, la última vez que había hecho aquello, su corazón había latido a millones kilómetros por hora mientras esperaba a que alguien realizara la puja ganadora por un Degas particularmente valioso para que el personal lo devolviera a su segura ubicación en el sótano. Y luego se había puesto manos a la obra.


Con una leve sonrisa provocada por el recuerdo, clavó de nuevo la mirada en la flor y nata de la alta sociedad. 


Algunos pertenecían sin duda a antiguas fortunas, pero aun cuando ninguno de ellos generase noticias de modo habitual, sabía quiénes eran. Durante el curso de su carrera les había limpiado alguna que otra de sus posesiones de valor al menos a una docena de ellos. Sus ojos descubrieron una figura que se encontraba hacia la mitad del fondo de la sala, de pie entre las sombras de una de las modernas esculturas que salían a subasta. Estatura media; delgado; constitución enjuta; cabello castaño claro, que comenzaba a encanecerse, y un elegante traje de aspecto caro; encajaba tan bien en la sala como cualquiera... salvo por sus manos.


Sus dedos largos no paraban quietos, tamborileando sobre sus muslos con un ritmo fruto del nerviosismo más que de la melodiosa voz persuasiva de Ian o del golpe del mallete del subastador. Como si sintiera su mirada, el hombre se giró y la miró fijamente, sus ojos marrones se clavaron en los verdes de Paula, volviendo a continuación la vista al frente.


Había visto aquellos ojos durante toda su vida, a excepción de los últimos seis años. Martin Chaves.


Paula se inclinó bruscamente hacia delante, ahogando un grito con tanto ímpetu, que pudo escuchar el áspero temblor de su propia respiración. El corazón acababa de parársele. 


Sus dedos se convirtieron de pronto en hielo y el bolso cayó estrepitosamente al suelo a sus pies. Aquél sonido pareció estridente incluso en medio del murmullo proveniente de la amplia sala.


—¿Paula? —Murmuró Pedro, lanzándole una mirada de reojo antes de agacharse a recoger su bolso de mano y volvérselo a colocar sobre el regazo—. ¿Pau? ¿Qué sucede?


«Recobra la compostura, recobra la compostura.» Sólo porque a nueve metros de ella hubiera un fantasma y hubiera perdido la razón, porque necesitara gritar, vomitar y huir a algún lugar tranquilo en el que pudiera pensar, no significaba que tuviese que informar de ello a nadie.


—Lo siento —respondió parsimoniosamente—. Todas estas cantidades de dinero están haciendo que me maree.


El rio suavemente entre dientes.


—Espera hasta que me oigas ponerme en marcha.


Paula apenas reparó en lo que él decía. Tomó aire con mayor lentitud. Esperando el tiempo suficiente para que nadie se percatara de que su atención estaba centrada en una persona en particular de la audiencia en vez de en la subasta, dirigió de nuevo la mirada hacia las sombras. 


Prácticamente había creído que miraría un espacio vacío, pero él seguía aún allí, de pie.


Madre del amor hermoso. Su padre —¡su padre!— estaba en Sotheby's. Su difunto padre. Aquél que murió en una cárcel de Florida tres años atrás y cuyo entierro barato en los terrenos penitenciarios había contemplado a través de unos prismáticos a ochocientos metros de distancia. Puede que Martin Chaves hubiera sido el mejor ladrón de guante blanco en algún tiempo, pero ni siquiera en el momento álgido de su carrera hubiera podido fingir su propia muerte.


 Escapar, seguro, así era como había terminado en la Institución Penitenciaria Okeechobee, tercera prisión, y de máxima seguridad, que había intentado retenerle.


Tratando de mantener la respiración regular y de evitar que su desbocado corazón le atravesara la caja torácica, Paula metió la mano en el bolso y rozó su teléfono móvil con los dedos. Pero ¿a quién se suponía que debía llamar? ¿A la junta directiva de Penitenciarías de América? ¿A los cazafantasmas? ¿A Sanchez? Si Sanchez hubiera sabido algo de eso... No lograba imaginar que pudiera saberlo y no se lo hubiera dicho. No después de todo por lo que habían pasado juntos. Pero claro, su padre lo sabía, obviamente, y no había pasado los últimos tres años a dos metros bajo tierra. Y durante los últimos cinco meses Pau había tenido una dirección muy pública. Si se hubiera tomado la molestia de contactar con ella, seguramente lo recordaría.


—Allá vamos —dijo Pedro a su lado.


Ella se sobresaltó.


—¿Qué?


—El Rodin —le lanzó una mirada medio enojada—. Intenta permanecer despierta. Yo, al menos, lo encuentro muy excitante.


—Yo también —respondió, saliendo de sus cavilaciones. 


Resultaría infinitamente más sencillo si simplemente pudiera acercarse y preguntarle a Martin dónde había estado y qué estaba tramando, pero todos sus instintos le decían a gritos que aquélla era una idea realmente nefasta—. Tan sólo pensaba en el Hogarth —mintió—. Me pregunto cuándo han descubierto la segunda pintura.


—Lo preguntaré en el descanso. —Alzó el catálogo en la mano, tranquila y despreocupadamente, e Ian Smythe agregó otros diez mil dólares al precio actual de la escultura. 


Un minuto después, el precio comenzó a subir en incrementos de cincuenta mil primero, y más tarde de cien mil dólares.


El descanso. Tal vez podría arreglarlo para hablar con Martin entonces. Mientras estaba sentada y trataba de adoptar la misma expresión serena, un tanto divertida e interesada, de Pedro, otro pensamiento se había unido a los que circulaban por su cabeza: por qué Martin Chaves; por qué aquí y ahora.


Si ella hubiese sido la causa, podría haber aparecido en cualquier momento antes de ese día. Aun sin contar los últimos tres años, había dispuesto de las dos horas que había pasado de compras, y de la carrera matinal que había dado por Central Park varias horas antes de eso. Sotheby's no era un lugar lógico para revelarle repentinamente a su hija su «no» muerte, lo que venía a significar que ella no era el motivo de que se encontrase allí esa noche. Lo cual dejaba otra opción: el robo. Pero ¿de qué?


—La puja telefónica está en doce millones cuatrocientos mil. ¿Ofrecen doce quinientos? —la voz de Ian Smythe interrumpió sus pensamientos de nuevo.


Pedro alzó el catálogo.


—Doce quinientos. ¿Alguien ofrece doce seiscientos?


Pedro —susurró Paula—, ¿puedo ver el catálogo?


—¿Ahora? —le dijo sin palabras.


—Sí.


—Lo estoy utilizando.


—Necesito echarle un vistazo a una cosa. —Buscar una pista de lo que podría haber llevado a su padre a reaparecer repentinamente después de tres años.


Pedro hizo una nueva señal con él.


—Echale un vistazo dentro de un minuto.


Paula tomó aire.


—Vale. —Luchar con él por el catálogo no le serviría de mucho. Ansiosa, nerviosa como estaba por hallar respuestas, otros cinco minutos apenas cambiarían nada.


—La puja está ahora en trece millones de dólares a favor del señor Alfonso —dijo Smythe, girando el mallete en su mano—. ¿He oído trece doscientos cincuenta?


Se escuchó un murmullo general en toda la sala, pero nadie pestañeó, asintió, arañó o alzó la mano. También Paula contuvo la respiración. Pedro quería el Rodin, pero también era un avispado hombre de negocios que no pagaría más de lo que algo merecía. Fuera cual fuese su límite, tenía que estar cerca. Sin embargo, su expresión continuaba siendo serena y despreocupada. A pesar de los nervios, una sensación de expectativa fluía por todo su ser. Y eso que no era más que una simple mirona interesada. Pedro era asombroso. No era de extrañar que poseyera una buena porción del mundo.


—¿Nadie? ¿Trece doscientos, tal vez? ¿Señora Quay ? ¿No? Muy bien, trece millones a la una, trece millones a las dos, adjudicado —y el mallete golpeó contra el atril—, al señor Pedro Alfonso por trece millones de dólares. —Smythe sonrió—. Felicidades, señor. ¿O debería decir milord?


La sala prorrumpió en aplausos, a los cuales Paula se unió a destiempo, mientras Pedro desestimaba la pregunta con un ademán. Era tan discreto en lo relativo a su sangre azul que la mayoría de la gente, a menos que formaran parte de su club de admiradoras, seguramente no tenía la menor idea de que era marqués de Rawley, un verdadero y genuino aristócrata.


—Eres tan guay —le susurró a Pedro, acercándose lentamente para darle un beso en los labios.


—Gracias, mi amor. —Tuvo la buena educación de fingir que ella hacía tales gestos de afecto en público con asiduidad, y puso fin al beso antes de que pudiera hacerlo ella. A continuación le entregó el catálogo—. ¿Y bien? ¿Qué querías mirar?


—Solamente al...


Pedro, enhorabuena. —Gracias a Dios, uno de los otros pujadores los interrumpió antes de que Paula tuviera que inventarse algo, que con suerte, pareciera menos desconcertante de lo que ella se sentía.


Mientras Pedro charlaba con quienes le daban la enhorabuena y los agentes llevaban la siguiente pieza, Paula hojeó el catálogo. Si Martin estaba allí para llevarse algo, tendría que ser una pintura; ninguna de las esculturas de esa noche eran lo bastante pequeñas o ligeras como para echarles el guante y huir. ¿Pero qué pintura?


Una vez más se detuvo ante la foto del Hogarth. El segundo Hogarth, al que ninguno de los presentes le había echado la vista encima, no sería la venta más alta de la noche, pero posiblemente sería la más sobresaliente. Sin embargo, si su padre se había enterado de ello al mismo tiempo que el resto de la sala, seguramente aquello no era lo que buscaba.


—¿Has encontrado lo que buscabas? —preguntó Pedro, ladeándose para bajar la vista hacia la página—. ¿El Hogarth, otra vez? Detestas los enigmas, ¿verdad?


—Me gustan cuando están resueltos —respondió—. ¿Cuándo es el descanso?


—Después del Manet. —La miró de frente, con la curiosidad reflejada en sus ojos azul oscuro—. ¿Qué sucede?


—Nada. —Se encogió de hombros, negándose a dejar que su mirada vagara hacia la figura entre las sombras—. De acuerdo, puede que esté acostumbrada a estar ocupada en actos como éste.


—¿Quieres pujar por el nuevo Hogarth en mi lugar? 


Paula parpadeó.


—Dios mío, no. Pero ¿estás seguro de que quieres pujar por él, sin haberlo visto? ¿Y si te espanta? ¿Y si es un timo?


—Por lo general me gustan las obras de Hogarth. Y no te preocupes. Haré que comprueben el origen de la otra pintura antes de hacer nada. —Le tomó la mano—. ¿Le echarás un vistazo tú también? Eres más rápida y precisa reconociendo falsificaciones que nadie que conozca.


—Gracias, supongo. Claro, le echaré un vistazo. —«Mierda. Se acabó pasar el descanso hablando con su difunto padre.»


Pedro le acarició la parte interna de la muñeca con el pulgar.


—Relájate, Paula. De lo único que tienes que preocuparte esta noche es de mí. ¿He mencionado que encuentro las subastas muy excitantes? —La besó en el lóbulo de la oreja.


Se estremeció a pesar de estar distraída. 


Independientemente de lo que pudiera tener en mente, Pedro Alfonso poseía la habilidad de ponerla caliente y cachonda cada vez que fijaba los ojos en él. Cuando verdaderamente trataba de ponerla a cien, ¡Dios bendito!, el mundo entero desaparecía.


—Me has puesto húmeda —susurró, arqueando el cuello hacia su boca.


—¡Dios santo! —respondió entre dientes—. Olvidémonos de los Hogarth y salgamos de aquí. Quiero estar dentro de ti.


Ay, santo Dios, lo deseaba. Pero si se marchaban ahora, puede que nunca pillara de nuevo a Martin. Y necesitaba algunas respuestas.


—Manten los pantalones subidos, inglés —ordenó con un tono de voz apenas audible—. Puedes tenerme después.


—Eso pretendo. Ahora devuélveme el folleto para que pueda cubrirme el regazo y conservar algo de dignidad.


Paula lanzó un bufido. No, no la estaba distrayendo en absoluto. Le entregó el catálogo.


—Pero mira que eres facilón.


—Sólo si se trata de ti.



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