miércoles, 21 de enero de 2015

CAPITULO 112




Martes, 6.08 p.m.


Cuando Pedro Alfonso acompañó por fin a sus acólitos, como los llamaba Paula, a la salida, estaba listo para renunciar a salir a cenar y asistir a la subasta de Sotheby's en favor de pasar una tranquila velada con Paula. Sin embargo, conociéndola como la conocía, Pau no querría hacer tal cosa.


De hecho, Pedro medio sospechaba que su entusiasmo por acompañarle a Nueva York tenía mucho que ver con la invitación que había recibido para Sotheby's; tanto si ella fingía ignorancia al respecto como si no. «La subasta de los grandes maestros» parecía venirle como anillo al dedo, por así decirlo. Y si Paula había asistido antes a alguno, no había sido para pujar.


—¿Paula? —dijo, abriendo la puerta del dormitorio principal.


Teniendo en cuenta el poco tiempo del que disponía para ponerse su traje y llevarla a cenar si querían llegar a la subasta, parte de él se sintió aliviado al ver que Pau no se encontraba en la habitación. Por otra parte, tener que pasarse la última media hora sentado tras su escritorio para conservar su dignidad no había sido tarea fácil. Obligado a concentrarse en imágenes de la Reina Madre mientras intentaba negociar una oferta razonable para el nuevo hotel Manhattan, había terminado con dolor de cabeza y un cúmulo de frustración sexual. Wilder le había preparado su traje, y después de darse una ducha fría que no alivió en nada sus dos aflicciones, se vistió y se dirigió abajo para buscar al objeto de su obsesión.


***


Paula estaba sentada en la sala de estar principal, mirando al otro lado de la calle, a Central Park.


—Espero que le quitaras la etiqueta a ese vestido —murmuró, con la garganta encogida al verla—, porque estoy pensando que deberías acostarte con él cada noche.


Paula le miró a la cara, sonriendo ampliamente.


—Prenderíamos fuego a las sábanas.


—Sí que lo haríamos.


El vestido rojo resaltaba el color cobrizo de su cabello, que le llegaba hasta los hombros, y que había recogido en una especie de elevada maraña. Pedro deseaba pasar las manos por él. Se acercó para ofrecerle la mano.


—¿Nos vamos?


—Eres todo un caballero —dijo lánguidamente con un marcado acento sureño, entrelazando los dedos con los de él y levantándose.


El gesto se debía más a que deseaba tocarla que a sus profundamente arraigadas cualidades de caballero.


—Si tuvieras la más mínima idea de lo que me gustaría hacer contigo en este preciso momento, dudo que me llamaras caballero —respondió, atrayéndola contra sí para besar sus labios pintados de rojo.


—No me manches —dijo, rodeándole el cuello con los brazos.


—Más tarde, entonces —susurró, retrocediendo un paso sin intentar ocultar su reticencia a soltarla. Cada vez que lo hacía, en lo más recóndito de su mente surgía la levísima noción de que jamás sería capaz de volver a atraparla—. Tenemos reserva en el Bid.


—Estaba impaciente por ver qué aspecto tiene ahora —dijo siguiéndole hasta el vestíbulo donde Wilder les esperaba con el chai negro de Pau en las manos.


—¿Ahora? Sólo lleva unos meses abierto.


Paula le lanzó una sonrisa mientras dejaba que el mayordomo le pusiera el chai sobre los hombros.


—Como restaurante, sí.


Estupendo. De modo que había estado en el sótano de Sotheby's antes de que hubiera sido convertido en un restaurante. ¿Acaso quería saber más acerca de eso? Sí, pero de ningún modo iba a preguntárselo delante de Wilder.


La limusina se detuvo delante en el preciso instante en que llegaban al pie de la escalinata. El conductor se apeó y se apresuró a dar la vuelta al vehículo para abrirles la puerta.


—Ruben —dijo Paula, sonriendo al conductor—. ¿Encontraste esa... cosa que te mencioné?


—¿Qué «cosa»? —interrumpió Pedro.


Ruben esbozó una amplia sonrisa y sacó una barrita de caramelo del bolsillo.


—Chocolate y caramelo —dijo, entregándosela a Paula.


—Eres alucinante, tío. —Tras regalarle un beso en la mejilla al conductor, que hizo que éste se pusiera como un tomate, Paula se subió a la parte trasera de la limusina. Pedro reconsideró por un segundo su decisión de llevarse a Ruben con ellos a Palm Beach. Hacerse con los servicios de un chófer en Nueva York habría sido un asunto sencillo, pero Ruben sabía cosas sobre ellos, sobre sus... costumbres, de las que jamás hablaría. Y, por tanto, tenerle cerca les proporcionaba un grado extra de seguridad. O eso pensaba Pedro. Se suponía que el maldito conductor trabajaba para él.


Pedro la siguió.


—No te atrevas a comerte eso ahora. Ella ya estaba retirando el envoltorio.


—Lo compartiré.


—Te quitará el apetito.


Paula le miró con el ceño fruncido, y adrede tomó un buen bocado de la barrita de chocolate.


—No vamos a discutir por eso —farfulló, masticando.


Maldición, lo estaba haciendo a propósito, irritándole con el caramelo para que no pudiera preguntarle qué sabía sobre el sótano de Sotheby's. Y había estado a punto de dejarse distraer. Otra vez.


—Habíame de tus experiencias en Sotheby's.


—No. —Tragó, envolviendo de nuevo la barrita y guardándola en el bolso. Pedro se preguntó fugazmente qué más llevaba en el pequeño bolso Gucci de mano con lentejuelas rojas; probablemente clips sujetapapeles; cinta eléctrica; un imán; y algo de cuerda. Todo aquello pararía las medidas de seguridad de cualquier parte, y con esas herramientas a su disposición podría birlar un Picasso en treinta segundos sin necesidad de nada más.


—Dijiste que habías dado un golpe allí con anterioridad. Hace tres años, ¿verdad?


Ella le miró a la cara, sus ojos verdes tan fríos como rojo era su vestido.


—En primer lugar, ¿de verdad quieres conocer los detalles de mis actividades al margen de la ley? Y en segundo lugar, ¿cambiaría mi respuesta en un modo u otro nuestros planes para esta noche?


Pedro expulsó el aliento al tiempo que le sostenía la mirada.


—Sí y no.


Una volátil expresión divertida cruzó su semblante.


—Supongo que estás indeciso.


—No en lo que a ti respecta, mi amor. —Le tomó la mano, jugueteando con sus largos dedos—. Sabes que tus secretos están a salvo conmigo.


—Lo sé. —Por un momento miró por la ventanilla más allá de él—. Bromeamos mucho con las cosas, pero debo reconocer que todavía me... angustia darme cuenta de todo lo que sabes sobre mí. Y todo el daño que podrías causar con lo que sabes de mí.


—Si me permites la observación, podría decir lo mismo de ti en lo que a mí respecta.


—Cierto. Podría contarles a todos que eres un Gran Blanco entre los tiburones del mundo de los negocios, que no te gustan las patatas asadas al estilo americano y que en la cama eres una fiera. Tu reputación quedaría destruida para siempre.


Dios, deseaba besarla en ese mismo instante. Por todas partes.


—Estás cambiando otra vez de tema.


—De eso nada.


La atrajo lentamente, pasándole con cuidado un mechón suelto de su cabello caoba detrás de la oreja sin adornar. 


Pau detestaba los pendientes; por lo visto podían caérsele en el momento menos oportuno durante sus robos.


—Me has preguntado si quería saber y he dicho que sí.
 Ahora, depende de ti. O me lo cuentas o no, Paula, pero no finjas que no estás evitando el tema.


—Listillo. —Respiró hondo, lo cual obró maravillas con sus pechos cubiertos por el escotado vestido de tirante fino—. He estado seis veces en Sotheby's.


¿Seis veces ? Eso lo convertía en el equivalente a un supermercado para Chaves.


—¿Y por qué estás tan empeñada en ir otra vez allí y esta noche en concreto?


—¿Crees que estoy organizando otro trabajo o algo así?


—Creo que alguien podría reconocerte y que podrías acabar en prisión durante una buena temporada, nena. —Le soltó la mano y la asió de los codos, apenas conteniéndose para no zarandearla—. Y más te vale no darme una respuesta insolente al respecto.


Ella abrió y cerró la boca, como si hubiera estado considerando hacer eso mismo.


—Siempre fui disfrazada. Peluca, lentillas de color. La última vez fui una rubia tetona, condenadamente atractiva y sensual. Esta es la primera vez que asistiré siendo yo misma.


Quienquiera que fuera. En ocasiones Pedro pensaba que no tenía la menor idea de eso.


—¿Piensas que después de seis veces sigue sin caber la posibilidad de que nadie haya realizado un retrato robot que se asemeje a ti?


—¿No vas a soltarme los brazos? —preguntó, bajando la voz—. Porque podrías acordarte de que no me gusta que me agarren.


No, no le gustaba. La soltó, manteniendo a raya su preocupación. Lo único que le faltaba era llevarse un rodillazo en la entrepierna que echase por tierra cualquier posibilidad de divertirse más tarde aquella noche.


—Seis veces. ¿Con qué frecuencia venías aquí? —respondió con un tono de voz más firme.


—Una vez al año, desde que cumplí los dieciséis. Por algún motivo, no lo haré este año —le lanzó una mirada sardónica—. Pero sí, probablemente debería haberte avisado antes de que podrían estar buscando a una chica con una constitución semejante a la mía.


El frío que sentía en el pecho se tornó en un iceberg lo bastante grande como para hundir el Titanic.


—Entonces, ¿dime otra vez por qué vamos? —preguntó con mucha calma.


—¿Sinceramente? Porque es un subidón —le posó la mano sobre la boca antes de que pudiera comentar la chorrada que ella acababa de decir—. Pero nadie me hará nada estando allí, primeramente porque tienes una invitación que dice «Pedro Alfonso y acompañante», y segundo porque estoy contigo. Como si alguien fuera a intentar humillar a la pareja de Pedro Alfonso.


Durante un momento pasó por alto el que Pau se hubiera referido a sí misma como su pareja. A pesar de sus serias dudas, su argumento tenía sentido.


—Así que soy tu carta para no ir a la cárcel, ¿no? —refunfuñó al fin.


—Pues claro, guapetón.


—¿Cómo de tetona era la rubia en que te transfórmate el último año?


—Como las de Los vigilantes de la playa. Creo que todavía tengo el relleno en alguna parte.


—¿Y la peluca?


Le lanzó una divertida mirada furibunda.


—Si prefieres las rubias tetonas, deberías haber seguido casado con Patty.


—Sólo sentía curiosidad.


—Hum, hum. —Para sorpresa de Pedro, ella se puso de espaldas para recostarse contra su pecho—. ¿Y bien? ¿Qué tal fue la reunión, querido? ¿Alguna absorción hostil o una de esas inversiones o como se diga, de capital de riesgo?
Pedro acercó el rostro a su cabello, con cuidado de no despeinarla.


—Te quiero, Paula Chaves —susurró, colocando un brazo en torno a su cintura.


—Yo también te quiero, Pedro.


Todavía titubeaba, pero al menos era capaz de decirlo. Y siempre que decidía hacerlo, por raras veces que eso sucediera, Pedro se sentía como King Kong escalando el edificio del Empire State, aplastando a todo aquel que se acercaba.


—Hoshido quiere vender el Manhattan —dijo—. Pero no puede transmitir la impresión de querer venderlo, o se colocaría en una posición más débil.


—Todo ese rollo del honor japonés —respondió, asintiendo contra su pecho—. También resulta complicado trabajar con ellos en mi profesión. En mi antigua profesión, quiero decir.


La leve punzada de preocupación le sobrevino de nuevo y la apartó por la fuerza.


—El trabajo de hoy ha consistido, en gran medida, en elaborar una propuesta con la que ambas partes estemos conformes. Ni siquiera hemos tanteado aún el precio o las condiciones.


—Ah. Todavía estás en el peligroso punto «amable» de las negociaciones.


Él soltó una risita, besándola en el cabello.


—Exactamente.


—Bueno, le vencerás, inglés. Siempre lo haces.


—Ése es mi plan. —Incapaz de resistirse, deslizó la mano por su pierna, a lo largo de la abertura de su vestido—. ¿Estás segura de que no preferirías hacer otra cosa esta noche?


—Tengo intención de hacerle un hueco a la cena, ir a Sotheby's y copular, muchas gracias. Y en ese orden, podría...


Sonó el interfono. Pedro llevó el brazo hacia atrás con un suspiro para pulsar el botón.


—¿ Sí, Ruben ?


—Estamos a punto de llegar, señor. ¿Debo parar o damos una vuelta?


Ruben conocía su rutina de trabajo con alarmante precisión; Pedro prefería dar una vuelta alrededor de la manzana que aparecer antes de estar completamente preparado para una reunión. Ahora el chófer se había acostumbrado, además, a la rutina social de Paula y suya; era consciente de que tenía que comprobar si los pasajeros del asiento trasero estaban o no vestidos.


—Aquí está bien, Ruben.


Se aproximaron a la acera. Paula se irguió cuando Ruben se apresuró a dar la vuelta al coche para abrirle la puerta.


—Oh, genial —farfulló, hurgando en su bolso en busca de un espejo para echar un vistazo a su cabello y al carmín de labios. Por suerte, Pedro no se lo había estropeado demasiado.


—¿Qué pasa? —preguntó Pedro, a juzgar por su expresión, era obvio que no veía nada malo en ella. El corazón le dio uno de esos vuelcos de felicidad—. Estás preciosa.


—No es por mí. Es por los paparazzi.


Pedro siguió la dirección de su dedo, que apuntaba hacia el monolito que estaba al lado.


—No debería pillarte por sorpresa. Esta es una magnífica noche para Sotheby's.


—Lo sé, lo sé. —Tomó la mano solícita que Ruben le tendía y se apeó en la acera—. ¿Pero no te parecería agradable que los asistentes a la subasta pudiésemos disfrutar de ella en privado por una vez?


—Esnob —murmuró con una amplia sonrisa. Pedro se apeó de la limusina detrás de ella y la tomó de la mano. 


Inmediatamente dio comienzo la serie de ráfagas de los molestos flashes, y Pau adoptó la insípida sonrisa que había estado practicando desde su primera y aterradora salida en público con Alfonso. Mañana todos aquellos que leyeran el Post o el Enquirer verían su nombre y su fotografía y sabrían con toda precisión dónde se encontraba, con quién pasaba su tiempo y en qué lo empleaba. Pero, por Dios, Pedro y ella habían salido en la televisión a nivel nacional la noche anterior, así pues, ¿que importaba ya?


—¿Te encuentras bien? —preguntó Pedro, inclinándose lentamente hacia ella. Volvieron a dispararse los flashes.


«Recobra la compostura, Pau», se ordenó. A pesar de lo que le hubiera dicho a él con respecto a estar en su compañía en Sotheby's, aún podía salir algo mal. Y como solía decir Martin Chaves: «si algo podía irse al carajo, así sería». La clave era tener un plan de emergencia.


—Estoy bien. Únicamente me preguntaba lo verde que van a ponerme tus admiradoras en la página web por esto.


El asintió, su mirada fija en la entrada que tenía ante sí.


—Si dejaras de pasarte por el foro de «Sally desde Springfield», no te enterarías.


—Oye, alguien tiene que defender mi honor, aunque sea yo misma. —Le hundió los dedos en el brazo—. Ya sabía yo que pasabas por allí para leer los mensajes.


—Fuiste tú quien me dijo que mis fans me habían dedicado una página web, mi amor.


Paula siempre se había creído la maestra de la distracción y el engaño, pero Pedro había resultado ser un buen contrincante. Al menos había dejado de rechinar los dientes a causa de la prensa que se agolpaba fuera de Sotheby's.
Obviamente, no eran los únicos asistentes a la subasta que habían decidido cenar en el Bid antes del evento, pero ella —y sobre todo Pedro— no se fundían, precisamente entre la multitud. Ni siquiera cuando ésta estaba compuesta por una adinerada alta sociedad americana. Cuando entraron, reconoció a muchos de los allí presente de las revistas que Pedro tenía en su despacho: CEO, BusinessWeek y similares. Había un par de actores, aunque la mayoría de los que se encontraban en Nueva York solían estar trabajando en Broadway a esas hora de la noche. Sin embargo había críticos y productores por todas partes, los cuales, al parecer, no se molestaban en aparecer por el teatro cuando no era preciso.Pau dudaba mucho de que los críticos fueran a pujar.


Tan pronto pasaron al interior del restaurante, Paula retomó la costumbre de mezclarse. Hacía mucho tiempo que había aprendido las reglas: la clave para no ser recordada era comportarse exactamente como el resto. Lo había hecho durante lo que parecía una eternidad, y Pedro Alfonso no bastaba para convencerle de que cambiara.


—Es magnífico —murmuró, sentándose en la silla que le ofrecía el camarero.


—Pensé que te gustaría —respondió Pedro, pidiendo una botella de vino.


—No esperaba que la gama de color fuera beis —dijo, parte de su atención no se centraba en las paredes beis, sino en aquello que las cubría y que elegantemente adornaba cada rincón y recoveco del lugar—. Aquel es un Renoir auténtico.


El siguió su mirada.


—Lo han decorado con piezas que saldrán a subasta. —A continuación, pasó el brazo por encima de la mesa para tomar su mano, utilizó tal gesto para indicarle la hornacina en el rincón del fondo—. ¿Ves aquello?


Ella miró.


—¿El Rodin?


Pedro rio entre dientes.


—Eres mejor que un libro.


Paula le brindó una amplia sonrisa.


—Y puedo hacer muchas más cosas que un libro.


—No lo conozco. ¿Qué opinas de la pieza? Del Rodin, para evitar cualquier insinuación innecesaria.


Sí, la conocía muy bien. Echó un nuevo vistazo al tiempo que tomaba un sorbo de vino, a juzgar por su actitud, deseaba que fuera discreta en su muestra de interés, pero prácticamente tenía un doctorado en esa clase de cosas.


—No lo había visto antes. Pero no cabe duda de que es obra suya. Líneas osadas, la piedra inacabada al pie. La disposición es muy similar a El Pensador, ¿no es así?


—Se ha especulado con que se trata de una pieza compañera. Desde 1883, ha obrado en poder de una misma familia en París. La historia que cuentan es que Rodin quería exponer ambas esculturas al público, pero la ciudad de París sólo pagó por la primera.


Pau continuó mirándola fijamente. Una mujer desnuda con un pie adelantado; su cuerpo se mostraba ligeramente retorcido, como si mirara hacia atrás por encima del hombro; la mano, que quedaba más atrás, estaba cerrada y hacia abajo, y la que estaba en un primer plano, tenía la palma hacia arriba y los dedos extendidos. El pie que quedaba detrás parecía alzarse de la piedra; el delantero parecía hundirse de nuevo en ella.


—¿Cómo se llama? —murmuró.


—Momento efímero.


Pau volvió la vista al frente antes de que él u otra persona pudieran acusarla de quedarse mirando. —Me gusta.


—Voy a comprarla —habló en un susurro, obviamente preocupado porque al menos uno de los comensales pudiera difundirlo y alentar así el interés de otros compradores—. Me recuerda a ti.


Sus mejillas se sonrojaron. Genial. Un pequeño cumplido y se ponía en plan empalagoso.


—Mi bronceado es mejor.


—Y tu piel más cálida —convino Pedro, chocando el borde de su copa contra la de ella antes de tomar un sorbo—. ¿ Podrías encontrarle un sitio en el museo de Devonshire?


—Por supuesto. Diseñé la galería de las esculturas de Rawley House para que fuera descomunal. No tendremos más que arrejuntar el Miguel Angel con el Donatello, y reajustar parte de la iluminación.


—¿«Arrejuntar»? —Repitió, consiguiendo hacer una mueca—. No me cuentes más. Harás que pierda el apetito.


—Hum. No queremos que pase eso. —Paula echó una Ojeada más a la escultura—. ¿De verdad te recuerda a mí?


—Sí, de formas que no puedo describir.


—¿Y por eso quieres comprarla? La miró fijamente a los ojos.


—Por eso quiero poseerla.


En presencia de Pedro había aprendido que era posible sentirse segura y cómoda a un mismo tiempo. Sus palabras provocaron que ese mismo murmullo de satisfacción e inquietud ascendiera como un torbellino por su espalda. 


Naturalmente, estaba hablando metafóricamente; él no quería poseerla en el sentido estricto de la palabra, sino que deseaba tener un poco más de control. Pero, por Dios santo, bastante mal lo estaba pasando ya controlándose para dejar que otro se metiera en esa plaza.


El camarero apareció de nuevo, y Pau se sintió tan agradecida por la interrupción, que probablemente le sonrió con demasiada intensidad al ordenar la pintada. Pedro se decantó por la lubina.


—Mira, yo no...


—No me has contado los detalles de tu reunión con Boyden Locke —la interrumpió, untando mantequilla en un pedazo de pan—. ¿Algo interesante?


—¿Así que ahora eres tú quien cambia de tema? —preguntó, enarcando una ceja.


Una sonrisa rozó las comisuras de su boca.


—Eres condenadamente intrépida, cielo —respondió—, pero sé cuándo he pulsado por error tu botón del pánico. ¿Te mostró Locke su Picasso?


—Sí. Y me enseñó la instalación del circuito eléctrico y el sistema de alarma. De continuar en el negocio, habría hecho mi agosto con esta mierda.


—Paula.


—Lo sé, lo sé. Pero la gente es tan jodidamente confiada. —Se inclinó hacia delante, dándole una palmadita en los nudillos con el cuchillo de la mantequilla—. Si me colara en tu casa, ¿me enseñarías tu sistema de seguridad sólo porque dijera conocer a Donald Trump y tuviera unas tetas bonitas?


Él se echó a reír.


—No, pero es que soy muy receloso. En una ocasión una ladrona trató de entrar en mi casa...


—¿Trató? —repitió.


—El caso es que, si pudieras demostrar que conoces a Trump, porque aparecéis juntos en varias revistas y es de todos sabido que vives con él, puede que entonces estuviera más dispuesto a confiar en ti. Locke conoce tu historia. La parte que es de dominio público, claro está.


—Y eso es por lo único que se guio. ¡Zas!, está en Nueva York. ¡Zas!, conoce a Pedro Alfonso.


—De modo que soy un pasaporte y una tarjeta de visita. Si eso capta más atención para tu empresa, entonces ¿cuál es el problema?


—No hay ninguno —le miró con el ceño fruncido—. Sólo estaba siendo cínica.


—Ya lo he notado. Algunos de tus clientes me llaman primero para hacer algunas indagaciones sobre ti, si eso te hace sentir mejor.


—¿Quién te ha llamado?


—Algunos de ellos. Resulta obvio que he dicho cosas buenas de ti.


—Gracias, tío. ¿Te llamó Locke?


—No. Por lo visto empleó el método «¡zas!», tal como sospechabas.


Podría haberse pasado los siguientes cuarenta minutos especulando acerca de por qué Pedro había decidido no contarle hasta ese momento que algunos de sus posibles clientes estaban haciendo averiguaciones sobre ella, o podía disfrutar de una sabrosa pintada con costra de tocino italiano. Pedro no se había equivocado en lo referente a la decoración: paredes lisas, pero cubiertas con muestras de las piezas que iban a salir a subasta. Dios santo. Esperaba que nadie salpicara el cuadro Paisaje inglés de Constable con salsa de espaguetis.


Debían de tener alarma, ¿no? ¿O acaso Sotheby's confiaba en el número de testigos, en la abarrotada hilera de compartimentos y mesas, y en la seguridad desplegada para garantizar la seguridad de lo que ascendía a millones de muy tentadores dólares?


—¿Qué sucede? —preguntó Pedro, interrumpiendo sus pensamientos.


Paula parpadeó.


—¿A qué te refieres con qué sucede?


—Estás prácticamente babeando.


—De eso nada. Únicamente me pregunto por el nivel de seguridad. La última vez que estuve en Sotheby's, esto era el sótano de almacenaje. Quiero decir que, olvídate de ladrones, pero ¿y si algún día estornudara sobre un Rembrandt?


—Ignoro qué precauciones toman. ¿Te gustaría que solicitara ver al director?


No estaba del todo segura de si Pedro le tomaba o no el pelo, pero no pensaba sentarse tranquilamente con un tipo cuyo negocio había robado en media docena de ocasiones durante el mismo número de años.


—No soy tan cauta. ¿Cuándo vamos arriba?


—La subasta comienza dentro de una hora. Suponía que tendríamos tiempo para pasear por la galería antes de que comenzara.


—Bien. Me gusta esa parte.


—Me lo imaginaba.


Paula se concentró en su cena durante un momento.


—Realmente estás actuando como si creyeras que voy a cometer un robo.


—Fuiste tú quien accediste a acompañarme a Nueva York sólo después de que recibiera la invitación para venir aquí esta noche.


De acuerdo, así que se había percatado.


—No es la única razón por la que estoy en Nueva York. Pero reconozco que me produce curiosidad estar aquí de forma honrada, aunque no sea más que el bomboncito que va del brazo de Pedro Alfonso.


—Esta noche eres una clase muy amarga de bomboncito —apuntó con ligereza—. Ojalá me contases qué te preocupa de verdad. Tiene algo que ver con tus compras de hoy, lo sé, pero eres más cerrada que un huevo, como suele decirse.


—Me tomaré eso como un cumplido. —Inhalando una profunda bocanada de aire, Paula dejó el cuchillo y el tenedor—. Muy bien. No sé qué me está sacando de quicio. Lo que sucede es que estoy nerviosa aunque sé perfectamente que no va a suceder nada.


Sus ojos azules la miraron fijamente.


—Tiene sentido. Has pasado la mayor parte de tu vida metiéndote en problemas y eludiendo después las consecuencias. Así que ahora...


—Oye —le interrumpió, frunciendo el ceño—. Eso no suena nada halagador.


—Es un hecho. Robas un Monet y a continuación haces lo imposible para que no te cojan. Así que ahora que tu vida se ha sosegado un poco, creo que estás a la espera de que caiga el otro zapato.


—Odio que me analicen.


—Sólo intento ayudar.


—Bueno, pues para. Sea lo que sea lo que me está sacando de quicio, yo me ocuparé. Y no echando mano a un Picasso y huyendo con él, no te preocupes.


—Siempre me preocupo, pero no por eso.


Después de aquello, le pareció mejor idea guardarse sus pensamientos para sí misma y terminar de cenar. 


Evidentemente también Pedro se daba cuenta de que si decía una sola palabra más se vería con un tacón de siete centímetros clavado en la pantorrilla, puesto que desistió. 


Sí, tal vez Pau era demasiado consciente de su entorno, como si eso fuera algo malo. Puede que ahora fuese algo completamente innecesario, pero teniendo en cuenta que en los cinco meses que hacía que conocía a Pedro había estado a punto de volar por los aires, le habían fracturado la cabeza, sufrido dos accidentes de coche, disparado y acabado tuteándose con un detective de la policía de Palm Beach, estar alerta parecía una reacción muy inteligente.


—¿Postre o galería? —preguntó Pedro al fin, llevándose la servilleta a la boca de ese modo masculino, y sin embargo sensual y sofisticado, que tenía de hacerlo.


—Galería —decidió, a pesar de la visión de los decadentes bombones en el carrito de los postres que pasó por su lado.


Pedro se puso en pie, rodeando la mesa para retirarle la silla y ayudarla a levantarse.


—Entonces, que dé comienzo el espectáculo.


—Amén a eso.





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