miércoles, 21 de enero de 2015

CAPITULO 111




Martes, 2.17 p.m.


Paula Chaves le gustaba la ciudad de Nueva York. Dios, sus aventureros zapatos anhelaban callejear, tal y como decía la canción. Aunque el resto de las estrofas diferirían un poco del tema de Sinatra. Ella cantaría acerca de cómo los ciudadanos acaudalados vivían en una inseguridad capital en medio de las masas oprimidas; de cómo todos los taxis buscaban prácticamente lo mismo en lo relativo a sus oportunas salidas; y cómo todo el mundo estaba tan absorto en su propia mierda que no se tomaba la molestia de fijarse en nadie más.


En cuanto a la gente como ella, que se ganaba la vida entrando y saliendo desapercibidamente con sus aventureros zapatos de lugares que no debería, todo aquello hacía que se asemejara mucho al paraíso.


O, más bien, solía ganarse la vida deslizándose furtivamente por entre las sombras, y mangando a otra gente sus costosas pertenencias. Ya no. Ahora estaba retirada del negocio. RETIRADA. Retirada. Lo que explicaba por qué en ese momento se encontraba en el umbral de la élite influyente. De acuerdo, aún no se había retirado del todo. 


Simplemente se había vuelto honrada. Tenía un empleo fijo. 


¡Hurra por ella!


Con una ligera inclinación de su cabeza, profesionalmente considerada, sonrió y estrechó la mano del señor Boyden Locke.


—Me alegro de poder serle de ayuda, Boyden —dijo, sin estar del todo convencida de que el nombre del tipo no hubiera sido diseñado por algún comité de expertos del Instituto de Tecnología de Massachusetts, con el propósito de animar a los inversionistas. Debería escoger algo como Paula Safehouse para ella—. Y gracias por el café.


El hombre retuvo su mano un momento más de lo necesario; era, sin duda, su modo de avisarla de que estaba interesado en algo más que su asesoramiento. Como si no lo hubiera adivinado por la forma en que el hombre se había pasado los últimos cuarenta minutos hablándole a sus tetas. Seguramente el señor Locke no tenía ni la menor idea de qué color eran sus ojos. El los tenía castaños, y éstos se desviaban hacia sus objetos de valor cuando hablaba de ellos.


—No, gracias a usted —respondió—. Alguien de mi posición nunca es demasiado cauto. Soy consciente de que la casa necesita con urgencia una mejora en materia de seguridad, pero quería cerciorarme de que encontraba a la persona indicada para realizar el trabajo.


Sea como fuere, había logrado que el comentario pareciera vagamente obsceno, aunque Paula sonrió de todos modos. 


Tenía la corazonada de que ser la persona indicada para el trabajo guardaba una mayor relación con el hombre con quien ella vivía que con sus credenciales. Pero si estar vinculada a Pedro Alfonso le proporcionaba trabajo, que así fuera.


—Escribiré un informe con mis recomendaciones y se lo enviaré.


—Y yo me ocuparé de que mi gente lo revise. Y estaré encantado de que pase a tomar un café siempre que lo desee.


Paula profundizó forzosamente la sonrisa de sus labios.


—Lo tendré en mente. Debería recibir mi factura durante la próxima semana


Liberó su mano y se encaminó hacia la puerta. Una vez estuvo fuera de peligro, Paula buscó en el bolso una cajita metálica de caramelos Altoid de menta.


—Café. ¡Puag! —refunfuñó, metiéndose en la boca un par de grajeas de sabor a té verde.


Por lo visto, haría lo qué fuera con tal de expandir su negocio, si es que se había rebajado a beber —está bien, a tomar apenas un sorbo— café. Se dio media vuelta al llegar a la esquina para inspeccionar de nuevo la casa de Locke. Antigua, elegante y perfectamente ubicada en el East Side, un antiguo barrio de dinero, podía comprender por qué el tipo había pedido una cita con ella en referencia a la situación de su seguridad prácticamente en cuanto su vuelo había tomado tierra en La Guardia.


Hacía algunos años había dado un golpe en la casa que se encontraba tres puertas más allá de la de Locke. El Monet que había en su interior le había reportado un cuarto de millón, y Locke tenía un Picasso en su sala de estar. Si el comprador que la había contratado hubiese preferido el arte moderno al impresionismo, bien podría haber sido su casa la que hubiera asaltado aquella noche.


Su sistema de seguridad era bastante básico; alarmas en puertas y ventanas y sensores en las obras de arte. Por un momento estuvo tentada de colarse por la puerta trasera, sólo por los viejos tiempos, antes de asesorar a Locke sobre la mejora. Podría tener su Picasso en las manos antes de que él tuviera tiempo de servirse otra taza de café. Pero, con suerte, el tipo probablemente pensaría que había ido con el propósito de insinuársele.


El teléfono que llevaba en el bolso sonó, interrumpiendo su ensoñación sobre los casi buenos días de antaño. Esbozó una amplia sonrisa al escuchar la familiar melodía de James Bond.


—Eh, guapetón —dijo, llamando un taxi con la mano libre.


—Veo que tu reunión ha ido bien —respondió una serena voz masculina con un leve acento británico.


—¿Puedes deducirlo a partir de sólo dos palabras?


—Sí. Bien, son ésas dos palabras. Mejor dicho, son cuatro palabras.


Ella soltó una risita, dando un paso adelante cuando un taxi amarillo se detuvo junto a la acera. Abrió la puerta y se montó dentro.


—Al setenta de Madison —dijo, cerrando la puerta—. ¿Qué cuatro palabras?


—Normalmente «no me agobies, tío», según recuerdo.


—Claro, pero no siempre se trata de trabajo. El dejó escapar un bufido muy poco habitual.


—Paula Chaves, te reto a que vengas aquí a decírmelo a la cara.


La boca se le secó. Por lo visto, Pedro sólo tenía que hacer alguna insinuación sexual y prácticamente tenía un orgasmo.


—¿Estás cachondo, eh? —bromeó.


—No tienes ni idea. Pero en realidad he llamado para ver si seguía en pie lo de salir a cenar esta noche.


—No me gustaría arruinarte la sorpresa.


—Te lo agradezco. ¿Vas de compras?


Paula reprimió el impulso de registrar el taxi en busca de cámaras ocultas.


—¿Qué palabra me ha delatado?


—La avenida Madison, cariño. Cómprate algo sexy. Y rojo.


—No tendría que comprarme ropa de color rojo si dejaras de arrancármela del cuerpo. Y debo añadir que algo rojo y sexy no sería apropiado para la pizzería Pauly's.


—No vamos a ir a la pizzería Pauly's.


—Si tú lo dices. Ya que no me cuentas a dónde vamos, te veré esta noche —dijo, y colgó el teléfono.


El taxi se detuvo y Pau se apeó en la avenida Madison antes de darse cuenta de que se había olvidado de preguntarle a Pedro qué tal iba su reunión.


—Mierda —refunfuñó, echando mano al teléfono de nuevo. 


Marcó su número.


—Alfonso—se escuchó su voz, serena y profesional.


«¡Ups!»


—¿Estás de nuevo en plena reunión, verdad? —preguntó, maldiciéndose a sí misma. Naturalmente que la había llamado en su único momento libre.


—Sí.


—Lo siento. Sólo quería saber qué tal iba la cosa. ¿Qué te parece si dices «fusión» para indicar estupendo, y «opción de compra» para indicar jodido?


La línea quedó en silencio durante un momento.


—Fusión —dijo al fin, su profunda voz estaba teñida de humor.


—Bien. Te veré esta noche.


—Desde luego. Hablaremos entonces de nuestras opciones de compra.


Esta vez él colgó primero. De todos modos a Pau cada vez se le daban mejor las cosas de pareja, aunque después de cinco meses viviendo con Pedro Alfonso, probablemente no debería tener que recordárselo a sí misma cuando él la llamaba; él interrumpiría sus propios negocios para preguntarle a ella por los suyos. Bueno, había un modo de compensarle por su desliz.


—Rojo y seductor —murmuró, subiendo la calle y dirigiéndose al establecimiento de Valentino.



***


Dos horas más tarde se encontraba en un callejón detrás de la elegante casa urbana del East Side Manhattan, con sus zapatos y un ceñidísimo vestido rojo guardados hechos una bola bajo su refinada blusa amarilla.


Hum. Intentar colarse a las cuatro de la tarde en una casa que daba a Central Park no era precisamente trabajo para una novata, pero claro, no había sido novata desde que cumpliera siete años y su padre comenzara a llevarla de excursión para mangar carteras al parque o plaza de cualquier ciudad en que estuvieran.


Dentro de la casa se encontraban el mayordomo, dos doncellas y el chef, pero Paula se había aprendido su horario durante los dos últimos días. En esos momentos daban en antena Doctor Vh.il, y estarían viéndolo en la cocina. En cuanto al propietario de la casa, se encontraba en su oficina de Manhattan a kilómetro y medio de distancia, en plena reunión de negocios. Con una leve sonrisa, sacó un par de guantes de piel que siempre llevaba consigo, se puso el bolso en bandolera y trepó como una araña por la vieja y tosca pared de ladrillo hasta la salida de incendios, introduciendo con firmeza los dedos y las punteras de los zapatos en las minúsculas hendiduras de la argamasa. 


Colarse en casa de Locke podría ser del todo imposible, pero en ocasiones uno debía rascarse cuando le picaba. Y después de un día de tediosa frustración, estaba que echaba humo por las orejas a causa de la tensión.


Caminando sobre el enrejado, Paula ascendió a buen ritmo las escaleras de metal hasta el tercer piso. La ventana al final del pasillo tenía el pestillo echado, por supuesto. Y además, estaba conectada a la alarma, ya que daba a la salida de incendios. El truco, pues, era evitar que el circuito se rompiera. Sacó una lima de uñas metálica del bolso y retiró el sellado de silicona de alrededor de la parte inferior del panel central de vidrio de la ventana.


Antes de soltar los últimos restos, tomó el pequeño rollo de cinta americana que siempre llevaba y se enrolló un trozo por el lado contrario alrededor de la mano. Posando su mano enguantada sobre el cristal, se cercioró de tener una buena sujeción, y a continuación retiró la última pizca del sellado con la mano libre. El panel de cristal se soltó, pegado a la palma del guante gracias a la cinta. Lo dejó a un lado, tomó de nuevo la lima de uñas y metió la mano por la ventana. Introduciendo la lima metálica debajo del marco para mantener conectados los circuitos, la sujetó con otro pedazo de cinta, luego se estiró hacia dentro para deslizar el pestillo de la ventana. Al cabo de dos segundos estaba en el interior de la casa.


Paula dedicó un momento a fruncir el ceño. Había resultado demasiado fácil. Cierta persona necesitaba mejorar la seguridad.


Fácil o no, al menos el subidón de adrenalina calmó un poco los nervios que le había provocado el haber pasado dos días siendo amable con personas que no dejaban de tomarle fotos y de mirarle el pecho. Tarareando entre dientes, se quitó los guantes y subió a toda mecha hasta el despacho de arriba para servirse una CocaCola Light de la nevera. Pero se quedó de piedra cuando casi había entrado por la puerta.


En la estancia había media docena de hombres y mujeres, ataviados con el típico atuendo de ejecutivos de clase alta, rodeando a uno que estaba en pie en el centro. Todos se volvieron a mirarla casi al unísono, como en los dibujos animados.


«¡Mierda, mierda, mierda!»


—Hola —dijo—. Perdónenme. Me he equivocado de puerta. —Salió de espaldas y cerró la puerta de nuevo.


Había bajado la mitad de las escaleras cuando se abrió otra vez la puerta.


—Paula, detente ahí mismo.


—Lo siento. —Pau se giró en el descansillo para mirar de frente al propietario de la casa—. Me dijiste que estarías en tu maldita oficina.


Pedro Alfonso: multimillonario británico, hombre de negocios con el cuerpo de un jugador profesional de fútbol y los ojos más azules que los zafiros. Y que después de cinco meses todavía parecía empalmarse por una ex ladrona. ¡Qué maravilla!


—Y tú dijiste que ibas de compras. —Descendió las escaleras detrás de ella, deteniéndose para colocar la palma de una mano sobre su abdomen... o sobre lo que había debajo de todo ese relleno—. Pareces estar bien hinchada.


Sí, todavía creía que ella era mona, con o sin michelín.


—He comido una hamburguesa.


—Y por lo visto varios edificios enormes, Godzilla.


—Ja, ja. Son mi vestido y mis zapatos. —Se levantó la blusa para sacar el bulto de debajo de su ropa—. Te dije que había ido de compras.


Aquellos ojos azul profundo descendieron hasta la bolsa.


—Compraste un vestido rojo.


—Tú me lo sugeriste. Pero eso fue cuando creía que estabas en tu oficina, cosa que, al parecer, no era así.


—Lo estaba —respondió, tomando la bolsa de su mano y posándola sobre la barandilla—. Anoche salimos en Extra.


Paula le miró con el ceño fruncido.


—¿Lo ves? Y eso que dijiste que dejaríamos el aeropuerto disimuladamente, «silenciosos como ratones de iglesia», y que pasaríamos un par de días discretos en Nueva York —dijo imitando su acento británico al hablar y percatándose del movimiento nervioso de sus labios en respuesta.


—Sí, bueno, me disculpo por ello. De todos modos, media Nueva York decidió llamarme hoy para darme la bienvenida. Una secretaria no puede filtrar tantas llamadas cuando todo el mundo, desde Trump hasta Giuliani, pasando por Bloomberg y George Steinbrennner me llama. Me harté, así que nos trasladamos aquí.


—La culpa es tuya por ser tan guapo, rico y famoso —le sonrió—. Ni se te ocurra cancelar nuestra cena o la subasta de esta noche.


—¿Cómo sabes a dónde vamos a ir?


Ella le lanzó una amplia sonrisa.


—Ruben me preguntó a qué hora queríamos la limusina. Le sonsaqué.


—Chivato.


—Fui yo, de acuerdo.


—¿Así que vas a llevar ese vestido?


—Para eso lo compré.


Pedro se acercó lentamente, deslizando la mano alrededor de su cintura y atrayéndola contra su cuerpo.


—Mejor para mí. Nadie será capaz de quitarte los ojos de encima el tiempo necesario como para pujar por alguna obra de arte.


—Todo el mundo se arregla para las veladas de subastas de Sotheby's.


—No como tú. —La besó suave y lentamente. Eso hizo que a Pau le flaquearan las rodillas—. Dime cómo es que conoces las subastas nocturnas de Sotheby's.


—Hace tres años que no doy un golpe en Sotheby's, si es eso lo que insinúas. —«Bueno, dos años, si contaba el establecimiento de Londres.»


—Mmmm. Terminaré en la oficina a las seis. —Inclinó la cabeza y la besó de nuevo, doblando su espalda hacia atrás para darle a entender que lo decía en serio. Su mano reptó bajo su blusa, deslizándose por la piel desnuda de su abdomen.


A Pau prácticamente se le encogieron los dedos de los pies.


—De acuerdo —respondió, forzando a su mente a regresar a los asuntos que tenían entre manos—. Voy a por un tentempié, luego enviaré un fax a Sanchez y me daré una ducha —le apartó suavemente la mano, se soltó de sus brazos, recogió su vestido y continuó bajando las escaleras.


Una profunda satisfacción descendió por su espalda para mezclarse con una embriagadora excitación cuando él se dirigió de nuevo escaleras arriba hasta su despacho. ¡Ja! Lo había logrado. Era la tercera vez que se había colado en una de sus casas, y en esta ocasión no la había pillado. No había sospechado nada.


—¿Paula?


¡Maldición! Levantó de nuevo la vista hasta la parte superior de las escaleras y le vio mirando fijamente hacia la ventana del fondo a la que le faltaba un panel. Tenía buena vista, pero, ¡por Dios!, no tan buena.


—¿Sí, Pedro? —dijo, simulando de nuevo su tono de voz. 


Nunca hay que revelar nada. Ésa era una de las reglas de los ladrones que su padre le había citado por norma general hasta que Martin Chaves había terminado entre rejas y luego muerto hacía justo tres años.


—Hay una docena de abrigos y dos maletines en la entrada —decía Pedro—. ¿Cómo es que pasaste por delante de ellos sin percatarte de que estaba aquí, acompañado?


—Estaba distraída. Que te diviertas con tus acólitos.


—¿Y por qué cruzaste la puerta principal y subiste la escalera con un vestido hecho una bola debajo de la blusa?


—Tenía las manos ocupadas.


—¿Con ese panel que falta en esa ventana de ahí, por casualidad? —Bajó de nuevo las escaleras—. Te has colado en la casa.


—Tal vez —dijo con rodeos, bajando de espaldas hasta el primer piso—. ¿Y si resulta que me había olvidado la llave?


Pedro se unió a ella al pie de las escaleras.


—Podrías haber llamado a la puerta. Wilder está aquí, y también Vilseau —dijo, mirándola con la cabeza ladeada, sus ojos se volvieron fríos—. Y el servicio diurno.


Detestaba que Pau intentara colársela, fueran cuales fuesen las circunstancias. Paula exhaló una bocanada de aire. Al menos sabía cuándo darse por vencida.


—Vale, de acuerdo. Boyden Locke se pasó cuarenta minutos hablándole a mis tetas mientras que le vendía unas mejoras de seguridad para su casa de la ciudad. Y luego fui a comprar el vestido, y no dejaba de fijarme en... cosas.


—¿Qué cosas?


—Cámaras, sistemas de alarma. Todo. Me estaban volviendo loca. Además, esta noche vamos a ir a una subasta en Sotheby's, nada menos. Me sentía un poco... tensa. Así que decidí acabar con mi lado oscuro colándome en alguna parte. Elegí un lugar seguro.


—Y te he pillado otra vez. —Alargó el brazo, enredando un mechón de su cabello caoba alrededor de sus dedos—. La última vez que lo hice, rompimos una silla después, según recuerdo.


Técnicamente esta vez la había pillado bastante después del acto y sólo debido a un grave error por su parte, pero cuando sintió el brutal y voraz escalofrío descendiendo por su columna vertebral, lo último que se le pasó por la cabeza fue contradecirle. Llevó la mano hasta su nuca y se apoyó en él para darle un profundo y tierno beso.


—¿Así que, supongo que quieres otra recompensa?


Pedro le acarició la oreja con la nariz.


—Por supuesto —susurró.


Pau iba a explotar.


—¿Por qué no te deshaces de tus acólitos y te recompenso ahora mismo?


Los músculos de Pedro se estremecieron contra ella.


—Deja de tentarme.


—Pero me colé en tu gran y antigua casa. ¿No quier...?


La empujó contra la barandilla de caoba, haciendo que casi cayeran por encima de ella cuando capturó su boca con un ardiente y apasionado beso.


Ah, eso le gustaba más. Algo en ella no debía de andar bien, dado que después de cinco meses no se cansaba de él. Gracias a Dios que Pedro sufría el mismo problema con respecto a ella.


Con todo, cuanto antes terminara su reunión, le dijo la parte lógica enterrada de su cerebro, antes podrían llegar a Sotheby's. Por intenso que fuera el deseo que sentía por Pedro, aquel lugar era como la Mecca para un ladrón. 


Sabía que la subasta especial que iba a tener lugar era el motivo por el que había accedido a abandonar su nueva empresa de seguridad en Palm Beach para reunirse con él en Nueva York, pero jamás lo admitiría en voz alta.


Su boca se desplazó por su mandíbula, y las piernas de Pau se convirtieron en espaguetis.


—Para, para, para —farfulló, seguramente en un tono de voz tan bajo que él no pudo oírla.


Sí que la oyó. Pedro retrocedió un par de centímetros.


—Se supone que yo soy la parte responsable. No tú, cariño.


—Lo sé, pero me está entrando hambre.


Pedro entrecerró los ojos.


—¿De mí, de cenar o por la subasta?


—De las tres cosas, inglés. Vuelve a tu despacho y deshazte de esos tipos.


—Concédeme una hora, yanqui.


—Concedida. Pásate de tiempo y cenaré con el mayordomo.


—No, no lo harás.


Con eso, Pedro desapareció escaleras arriba, cerrando en silencio la puerta después de entrar. Paula pasó largo rato mirando la escalera con el ceño fruncido. Colega, la había cagado. No, Pedro no la había pillado, exactamente, pero no se habría percatado de su entrada por la ventana de no haber sido por su propia torpeza. No es que hubiera nada de malo en interrumpir una de las reuniones de Pedro, salvo por el factor vergüenza, pero acababa de entrar tan fresca en una estancia repleta de personas sin tener la menor idea de que estaban allí. Si hubiera hecho aquello en su vida anterior, en esos momentos seguramente estaría tumbada de espaldas con un perfil de tiza a su alrededor.


Agarró una manzana de la cocina, ofendiendo probablemente a Vilseau, el chef, y seguidamente regresó arriba, a la habitación adyacente al despacho. En el amplio dormitorio marrón y negro que compartían Pedro y ella, Paula se arrojó de espaldas a la cama. No cabía duda, se estaba ablandando. La pregunta era, ¿importaba eso?


Era obvio que no podría volver a su antiguo estilo de vida mientras estuviera con Pedro. Él era demasiado público, y estaba el molesto asuntillo de la moralidad, aparte del hecho de que mantenía amistad con muchas de las personas a quien ella había robado.


Tan sólo echaba de menos el subidón, la intensa sensación de estar viva que le producía el colarse en lugares en los que se suponía no debía estar, para adquirir cosas que se suponía no debía tener. No se quedaba con esas cosas, pero bien que había disfrutado del dinero que obtenía por ellas.


Su teléfono móvil sonó en el momento justo, con la melodía Raindrops Keep Falling on My Head.


—Te dije que no me llamaras nunca aquí —dijo una vez sacó el teléfono móvil de su bolso y descolgó.


—Entonces, ¿dónde estás? —le llegó la familiar voz de su ex perista, padre de acogida y actual socio, Walter «Sanchez» Barstone—. Por supuesto, a menos que sea lerdo, no recuerdo que me hayas dicho tal cosa.


—Me refería a mientras estoy de vacaciones.


—En tu vida te has tomado unas vacaciones de verdad. Y sólo quería descubrir cómo fue el rollo con Locke. 


Pau frunció los labios.


—Fue bien. El tipo es un pervertido, pero está forrado. 
Dentro de una media hora te enviaré un fax con los detalles para que podamos enviarle la factura.


Sanchez guardó silencio durante un segundo.


—Pareces realmente emocionada por algo.


—Sí, bueno, me colé en esta casa, más o menos, y me metí de morros en medio de una reunión de Pedro.


—¿Por qué demonios lo hiciste?


—Porque antes intenté irme de compras e inspeccioné cada tienda de la avenida Madison en la que entré. Me estaba entrando un puto ataque de pánico.


Sanchez tuvo la mala educación de echarse a reír.


—Pues deja de comprar en la avenida Madison, cielo. Hay cosas mucho mejores en el Museo de Arte Metropolitano. De hecho, conozco a dos tipos que tienen ofertas en firme por cualquier cosa que puedas levantar de Renoir o Degas. Estamos hablando de la friolera de medio millón para cada uno.


—Cierra el pico. No quiero saber nada de esa gente. —Mirando el teléfono con el ceño fruncido, Paula se puso boca abajo—. Además, no me dedico a los museos, por si no lo recuerdas.


—Lo recuerdo. ¿Qué me dices de Sotheby's? ¿Convenciste al multimillonario de que te acompañara esta noche?


—Fue idea suya —respondió a la defensiva—. Y voy a mantener las manos quietecitas. Me limitaré a contemplar la vista y tal vez a aconsejar a Pedro sobre obras de arte.


—Aja. Lo que tú digas.


—Eso es lo que digo.


—Vale, cielo. Tan sólo trataba de ayudarte a que no pensaras en tu crisis.


Paula le hizo una pedorreta con la boca.


—Con amigos como tú, bla, bla, bla.


—Yo también te quiero, Paula. Y, oye, ya que estoy interrumpiendo tus vacaciones, esas tarjetas de visita que hemos estado repartiendo por Palm Beach merecen la pena. Andres recibió tres llamadas para concertar una cita el fin de semana. Una mansión, un estudio de arte y un bufete de abogados.


Ah, bien, más diversión y emoción para ella.


—¡Puaj! Ve tú a hablar con ellos.


—No quieren que yo les asesore, Pau. Quieren que lo haga la novia de Pedro Alfonso. La que se da de puñetazos con herederas asesinas y propina palizas a tipos que le roban cuadros a Pedro.


—Por Dios, Sanchez, haces que me parezca a Masked Mangler. Utilicé el poder de mi cerebro, muchas gracias. —Por supuesto, en varias ocasiones también había acabado con una conmoción cerebral, un rasguño de bala y otra serie de cortes y moratones, pero ¡eh!, había ganado.


—Pues eso es lo que quieren. El poder de tu cerebro. Y a ti en persona.


Tres llamadas en un solo fin de semana de marzo en Palm Beach, Florida, no estaba nada mal, si lo pensaba. La mayoría de los residentes a tiempo parcial más acaudalados había partido a sus casas de verano, y el número de residentes permanentes era diminuto comparado con la afluencia invernal.


—¿Les dijo Andres que estaba en viaje de negocios?


—¿Así lo llamas ahora? —la escuchó suspirar—. Sí, se lo dijo.


—Entonces programaremos algo cuando regrese. Tardaré otros diez días, más o menos.


—Lo que tú digas. Sólo ten presente que no voy a dirigir esto yo solo. Somos socios, ¿recuerdas? Y, además, creo que Andres está desarrollando cierto interés por mí.


Paula dejó escapar un bufido.


—Es que eres muy mono. Diez días, lo prometo. Intento ser una buena novia.


—Pues será mejor que dejes de inspeccionar tiendas. Es probable que no le guste a Alfonso.


En realidad no parecía demasiado molesto, o ni siquiera sorprendido. Y ella se lo había contado, lo cual tenía que servir para algo.


—Voy a colgar ya. Adiós, cariño.


Refunfuñando, se incorporó de nuevo y entró en el baño para abrir la ducha. Como si necesitara que Sanchez le dijera que el robo no armonizaba bien con su nueva vida. 


Dios, llevaba cinco meses reformada... y era tanto por sí misma como por Pedro. Todavía resultaba demasiado extraño pensar en una vida en la que pudiera asentarse en un lugar y no tener que borrar sus huellas de cada pomo por si la policía o la INTERPOL la seguían, en busca de pruebas.


Ahora vivía en esa nueva vida. ¿Por qué, entonces, se sentía como si quisiera mantenerse alerta y como si necesitara estarlo? Las viejas costumbres y toda esa mierda, supuso. Pero dejar de volver la vista atrás por encima del hombro... eso sería más duro que recordar sonreír a los paparazzi.




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