miércoles, 17 de diciembre de 2014

CAPITULO 14




La tensión había desaparecido de su rostro, pero no podía decir que estuviera precisamente relajada. Para un observador casual probablemente parecía completamente relajada, pero un colega de juego como él podía apreciar una mínima señal de tensión en ella. Se preguntó si alguna vez se relajaba por entero.


—¿Sigue Harvard aún aquí?


—Tomas no se amilana con facilidad. Se está cambiando. —E hizo otra llamada telefónica a Guillermo Benton, para perfeccionar los detalles de la historia de Paula ahora que tenía conocimiento de su apellido. Aquello le iba a costar unos abonos para los Dolphins y una bonita suite junto al estadio, pero, en cualquier caso, jamás había tenido demasiado tiempo, o predisposición, para asistir a los partidos.


—No pienso disculparme con él.


Él dejó la bandeja que llevaba en la barbacoa.


—No debería haberle agarrado. ¿Cómo prefiere la carne?


—No muy hecha, en su punto.


Mientras él encendía la barbacoa, Reinaldo regresó con sus bebidas. Pedro no pudo evitar sonreír cuando Paula cogió la cerveza y la desplazó al extremo más distante de la mesa de donde ella se encontraba. También advirtió que a su té helado se le permitió conservar el sitio, cerca del de ella. Aprovechándose de ese hecho, se aseguró de que los carbones estuvieran ardiendo y tomó asiento a su lado.


—¿Encontrará Castillo algún antecedente suyo? —preguntó, tomando un trago de su té de frambuesa.


Ella le miró, obviamente sopesando si la respuesta le incumbía o no.


—No. En cualquier caso, nada concluyente. Trabajo para museos y galerías. De modo legal.


—Bien. Eso facilitará las cosas.


—¿Qué cosas?


—Limpiar su nombre y descubrir qué ocurrió aquí. ¿A qué pensaba que me refería?


Se golpeó los dedos de los pies contra la pata de la mesa.


—Me gustaría ver su cuarto de vigilancia.


Estudiándola por encima del borde de su vaso, se preguntó si Gonzales no tendría razón y estaba pensando con la parte equivocada de su cuerpo. Mostrar su sistema de seguridad a una ladrona, proporcionarle acceso al control del vídeo y de los sensores, era una locura. Pero necesitaba que ella se quedara allí, a menos que quisiera cruzarse nuevamente de brazos y dejar que Castillo hiciera el trabajo.


—Muy bien. Si me enseña cómo consiguió entrar aquí la primera vez… y la segunda.


—No voy a abrir una academia para impartir clases sobre cómo forzar una entrada, Alfonso.


—Pero la segunda vez no dejó señal alguna de entrada. Nuestro criminal podría haber entrado del mismo modo. —Pedro frunció el ceño—. ¿Por qué no entró de la misma forma la primera vez?


Ella se encogió de hombros, como si la respuesta fuera tan evidente que no pudiera creer que él le hubiera formulado semejante pregunta.


—Por la ubicación del objetivo. Atravesar la cristalera del jardín la otra noche resultaba más rápido, y estaba esquivando a los guardias de seguridad.


—¿Por qué eligió la madrugada del martes?


Su mirada rozó la de él, divertida.


—Se suponía que usted no estaba, y había anunciado que iba a enviar la tablilla al Museo Británico.


—¿Cómo sabía que no iba a estar?


Ahora en su boca apareció una levísima sonrisa.


—Le anunció al Wall Street Journal que estaría en Stuttgart hasta el jueves.


—¿Qué es tan gracioso? —inquirió, preguntándose lo que ella diría si supiera que había cancelado una cena con una senadora y su esposo para cocinar para ella en la barbacoa junto a la piscina.


—Mi colega dijo que no se puede confiar en alguien que le miente al Journal.


—¿Su colega? —repitió suavemente él, alargando el final de la pregunta.


—Mi agente. Mi marchante. La persona que vende las cosas que robo.


—Ah. Suponía que podría tener un socio —dijo.


—No. Hoy por hoy, trabajo sola.


En realidad se sentía más aliviado de la cuenta por la confirmación de que actuaba en solitario.


—¿Supongo que no sospecha que su colega esté metido en nada de esto?


—Antes sospecharía de Tomas Gonzales.


Él sacudió la cabeza de modo negativo.


—Tomas no es un ladrón.


—No, es abogado. Eso es peor. Y usted confía en él, lo cual es una estupidez.


Pedro entornó los ojos.


—Estábamos hablando de su amigo… no del mío. ¿Tiene nombre ese colega?


—Supongo que sí —dijo despreocupadamente, y tomó otro trago de té helado—, pero le estoy confiando mi libertad, no la de él.


No podía deshacerse de la sensación de que ella sabía algo específico sobre todo esto… y no toda esa gilipollez de la intuición de ladrón.


—Si está involucrado con esta investigación…


—Si lo está, Sherlock, entonces pensaré en ello. Pero no lo está. Yo… Genial.


Pedro no tuvo que dar la vuelta para saber que Gonzales había vuelto a la piscina.


—Tomas, ¿cómo…?


—Estaré por aquí —interrumpió el abogado, y cogió su cerveza cuando se sentó en la mesa más apartada.


La mirada que le lanzó a Paula no era nada amistosa, pero a Pedro no le preocupó lo más mínimo. Gonzales sabía que se había pasado de la raya y, aunque lanzarle a la piscina pudiera haber sido extremo, también lo eran las circunstancias.


—Iba a preguntarte cómo querías el bistec.


—¿Vas a preparar la salsa esa de champiñones y cebolla?


—Hans está en la cocina preparándolo mientras hablamos.


—Entonces, al punto.


—Así que, ¿cocina mucho en la barbacoa? —preguntó Paula, dividiendo su atención mientras seguía sin quitarle ojo a Gonzales. No había estado bromeando; a Paula Chaves no le gustaban los abogados. Sin embargo, él sí parecía agradarle, y Pedro descubrió que aquello le complacía de un modo perverso.


—Cuando estoy aquí —respondió—. Tomas y su familia son buenos objetivos para ser mis víctimas culinarias.


—Dudo que les importe.


Pedro la miró cuando se disponía a echar un vistazo a los carbones.


—¿Qué quiere decir?


—Vamos. Si normalmente le tiene pegado al culo. ¿Cree que iba a quejarse de que le inviten a cenar en la versión del palacio de Buckingham que hay en Florida?


—¿Eso es un cumplido?


—A mí, que estoy pegado a su culo, no me lo ha parecido —gruñó Gonzales.


—Solano Dorado es bonita —declaró ella.


—Gracias.


Sus ojos verdes se cruzaron con los de Pedro y seguidamente se apartaron de nuevo.


—De nada. Pero ya sabe que siempre miento.


Gonzales bebió otro trago de cerveza.


—Qué tierno, pero me gustaría saber quién intentó hacer volar a Pedro en pedazos, si no os importa. Ya que no fue usted, Chaves.


Pedro comenzaba a desear que Tomas no se hubiera quedado a cenar. Aparte de que preferiría estar a solas con Paula, deseaba que ella se relajase un poco, o jamás conseguiría más que una mínima parte de la información que quería.


—Después de que comamos, Tomas. Por ahora, pregunta a la señorita Chaves qué piensa de las porcelanas de Meissen, ¿quieres?


—Preferiría preguntarle qué piensa de las tablillas de piedra troyanas. — Gonzales dejó su lata sobre la ornamentada mesa de hierro con un sonido metálico—. Pero no intentó robarla para usted, ¿verdad? ¿A quién se la iba a vender… o es que roba cosas para buscar un comprador después?


—Trabajo con contrato —respondió. Los dos hombres se mostraron sorprendidos—. Mi colega recibe la petición de un objeto, algunas veces un emplazamiento, convenimos un precio y los pasos a seguir, me documento un poco y
luego voy a por ello.


Pedro pensó en lo que ella había dicho al tiempo que colocaba los filetes de carne en la parrilla y los cubría con salsa de algarroba.


—La tablilla sólo iba a estar aquí quince días, pero no era ningún secreto. —Frunció los labios, considerando lo personal que podía hacer su interrogatorio antes de que ella lograra cambiar nuevamente de tema—. Sin traicionar ninguna confidencia, ¿apuntó su colega si este comprador pidió una pieza en especial?


—Las tablillas troyanas no son artículos que puedan encontrarse con facilidad —respondió, lanzándole una mirada de ligera superioridad, como si hubiera esperado que él supiera algo así. En realidad, lo sabía, pero le tocaba a Pau mostrar sus conocimientos—. Por lo que recuerdo, sólo existen tres —prosiguió, jugueteando con su vaso—. Pero sí, querían concretamente la suya.


—¿Por qué?


Ella permaneció en silencio por un instante.


—No lo sé. Conveniencia, supongo. Las otras dos están en colecciones privadas en Hamburgo y en alguna parte de Estambul. Y puede que por el precio.


Tomas resopló.


—¿Quiere decir que su tablilla era más asequible que las demás?


Los suaves labios de Pau se contrajeron. Al menos Pedro imaginaba que serían suaves.


—Puede —contestó—. O puede que el comprador tenga su base en Estados Unidos. Conseguir objetos y pasarlos de contrabando de un país a otro puede ser caro… y delicado. Sobre todo ahora.


—Hum —musitó Pedro, dando la vuelta a los filetes—, en unos días estaría en Londres. Puede que tenga razón.


—Pero no vamos tras el comprador —señaló Paula—. Vamos detrás de alguien que utiliza explosivos en lugares cerrados, y tras quienquiera que pueda haberle contratado. —Poniéndose en pie, se acercó a la barbacoa, y observó a Pedro juguetear con los filetes—. Huele bien.


«También ella.»


—Es mi mejor receta.


—En serio me gustaría ver otra vez la galería. Podría darme algunas ideas.


—¿Sobre otros objetos que pueda “rescatar”? —sugirió Gonzales, desapasionadamente.


Paula se apoyó contra la barbacoa y sonrió con dulzura.


—¿Le gustaría hacerle otra visita al fondo de la piscina?


—Niños —advirtió Pedro, cogiendo el plato de cebollas y champiñones salteados que le ofrecía Reinaldo cuando el mayordomo apareció desde la cocina—. Comportaos.


—Di mi palabra de que nada desaparecería de este lugar, Gonzales. Yo cumplo mi palabra.


—Creí que siempre mentía.


Los ojos de Pau se endurecieron, pero su sonrisa se volvió más coqueta.


—Sólo sobre algunas cosas. Sabe una cosa, Alfonso, puedo buscarle un loro que realice el mismo trabajo que Gonzales, y el único coste sería una jaula y algo de alpiste.


—Claro —repuso Gonzales—, pero el pájaro se cagaría sobre todos sus documentos.


Pedro dio la vuelta a un filete.


—Declaro una tregua —dijo, presintiendo, aunque Gonzales no lo hiciera, que el abogado tenía todas las papeletas de acabar otra vez en la piscina—. Quien no desee acatarla puede salir de mi propiedad. —Sostuvo la mirada de Paula—. Iremos a ver la galeria después de que Tom se marche.


—Genial. ¿Es que también vas a darle una llave?


Pedro hizo caso omiso de la queja de su amigo. Además, esta invitada no necesitaba una llave.


—Siéntese, Paula —dijo suavemente, sonriendo—. He conseguido que la carne esté exquisita, en su punto.


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