miércoles, 17 de diciembre de 2014

CAPITULO 13





Viernes, 6:18 p.m.


Paula había observado a los suficientes ejecutivos poderosos y egocéntricos como para saber que esto era prácticamente un juego para Pedro Alfonso… sobre todo en lo que se refería a ella. Podía jugar a eso, si se veía obligada a hacerlo. Pero lo que de verdad le preocupaba en ese momento era mantener la atención de la policía apartada de ella, y de Sanchez, para poder escapar de Florida durante un tiempo y poder así evitar ser perseguida por asesinato.


Sanchez. Quería llamarlo desesperadamente para averiguar si la policía estaba haciendo algo más aparte de pinchar su teléfono. Tanto si la había ayudado, como si no, solamente habían tardado dos días en dar con él. Walter Barstone había trabajado en el límite de la legalidad, como él decía, durante treinta años. No lo había hecho, ni lo había convertido en un modo de vida, el ser descuidado. Lo que significaba que alguien se estaba yendo de la lengua.


Con los labios fruncidos, miró el teléfono que había en la mesilla de noche. Era evidente que las cosas se complicarían si rastreaban una llamada a Sanchez desde la
finca de Alfonso. Sin embargo, tal como había dicho su ilustre anfitrión, de momento estaba a salvo. No se arriesgaría. Aún no, en cualquier caso.


Encontró el armario vestidor en la enorme habitación y hurgó en su interior.


Llevar un vestido y tacones era algo que hacía con frecuencia, generalmente cuando tenía la oportunidad de examinar minuciosamente una casa y otro establecimiento.


Habitualmente las cosas bonitas se guardaban en lugares bonitos, y ella tenía que armonizar. Aunque faldas y tacones dificultaban sus movimientos cuando estaba trabajando. Y a pesar de que esa noche no estuviera robando nada tangible, no cabía duda de que estaba trabajando.


Al parecer, la mayoría de los invitados que se alojaban en la habitación verde no traían sus propios albornoces, pero sí encontró algunos pantalones de chándal y camisetas casi al fondo del armario, e incluso algunos trajes de noche brillantes y un esmoquin. Él esperaba que se relajara, por lo que parecería relajada. Cerró casi del todo la puerta del armario, y se quitó el vestido. Lo dobló con cuidado, lo metió en su bolso y luego sacó una sencilla camiseta azul y unos pantalones cortos amarillos lo bastante largos como para cubrir el vendaje en la parte alta anterior de su muslo.


Apiladas en el suelo había un par de cajas de calzado deportivo de varios números, pero optó por unas chanclas. 


Encajaban con el ambiente relajado de la noche y, a juzgar por el modo en que Alfonso había estado mirándole las piernas, cuanto más dejara a la vista, mejor. Esta noche jugaban a la distracción. Además, que un tipo tan guapo como él se la comiera con los ojos hacía maravillas con su ego… y con varias partes de su cuerpo.


Tomándose un momento para admirar con mayor atención el elegante mobiliario y las obras de arte de la suite, se acercó hasta las puertas de cristal que llevaban a la terraza. 


La luz del sol que restaba arrancaba destellos a la piscina de abajo, el extremo más próximo aparecía sombreado por frondosas palmeras y aves del paraíso. A la izquierda, cerca del ala oeste de la casa, había una barbacoa grande, rodeada de un hermoso conjunto de mesas y sillas de hierro forjado.


Así que iba a comer deliciosa carne a la parrilla cocinado por un multimillonario. Qué extraño… y no se asemejaba ni por asomo a lo que había esperado. Había eludido la cárcel descifrando rápidamente a las personas, y Alfonso la frustraba. Los hombres ricos no trabajaban con sus manos. Se preguntó si su personal de servicio estaba al corriente de que le gustaba hacer barbacoas.


Probablemente. La policía posiblemente no, porque, ¿quién sospecharía que a un hombre que podía permitirse comprar un país le gustase estar al aire libre, junto a la piscina, y darle la vuelta a su propio filete? Ella no, hasta ese mismo día.


Con el ceño fruncido, Pau abrió las puertas dobles y salió a la terraza. Sintió la brisa de la tarde que llegaba desde el océano, fresca y reconfortante, contra sus piernas desnudas, y respiró hondo. La tensión que atenazaba sus hombros no se mitigó, pero se estaba acostumbrando a la sensación.


Con las chanclas golpeteando contra sus talones, bajó los escalones de piedra rojiza hasta la piscina. Estaba siendo una idiota, arriesgándose de modo innecesario.


Pero con esta alianza, Alfonso había pasado de ser el único testigo en su contra a ser el único hombre que podía esclarecer su nombre, y hasta que eso ocurriera no lo
quería muerto. Etienne casi lo había matado una vez, pero ella no podía permitirse el lujo de asumir que él u otro no fueran a intentarlo de nuevo.


La barbacoa de ladrillo y piedra era de estilo español, con una parrilla de acero inoxidable en la parte superior y una campana para el humo a un lado del módulo principal. El gas estaba apagado, tal como debía, y se arrodilló para palpar a lo largo de la tubería bajo el módulo. No estaba segura de qué esperaba; la bomba de la galería había sido montada de modo inteligente aunque apresurado, y resultaba fácil de ver si sabías dónde mirar. No sabía prácticamente nada de explosivos a excepción de la variedad que servía para abrir una caja fuerte o reventar una cerradura, pero poseía un vasto conocimiento sobre subterfugios y distracciones.


La tubería se unía sin problemas y subía en dirección al compartimiento del carbón, y Paula se puso de nuevo en pie. Crujiendo debido al esfuerzo, levantó la parrilla y metió las manos en el polvoriento carbón, apartando pedazos a un lado y pasando los dedos a lo largo del dispositivo de encendido.


—Ponga las manos donde pueda verlas, y hágalo lentamente.


«Mierda.» Pau cerró los ojos durante un momento y sacó despacio sus ennegrecidas manos de la barbacoa. No debería haber sido tan tonta como para confiar en nadie. A dieciséis kilómetros de su coche y de sus cosas, no podía hacer mucho más que quitarse las chanclas de un puntapié y salir corriendo… y esperar que quienquiera que estaba a su espalda tuviera mala puntería.


—Dese la vuelta.


Se volvió con las manos bien apartadas de los costados. 


«Un policía», pensó de inmediato. Ropas sencillas, detective, posiblemente de Homicidios. Y no cabía la menor duda de que tenía su descripción bien apuntada en esa pequeña libreta en el bolsillo de su chaqueta.


—¿Lleva algún arma?


Ella sacudió la cabeza, obligando a su cerebro a que se pusiera en marcha.


—Trabajo aquí —apuntó, manteniendo la voz baja y serena—. Nadie comprobó la barbacoa, y el señor Alfonso quiere utilizar la parrilla esta noche.


—¿No utilizó la misma historia la otra noche?


Paula frunció el ceño, el corazón le latía con fuerza.


—¿De qué está hablando? ¿Nos conocemos?


—Apártese de ahí y túmbese bocabajo en la tarima con los dedos entrelazados detrás de la cabeza.


Dejó escapar un suspiro, y adoptó una expresión irritada en su rostro.


—Me llenaré el pelo de carbón.


—No pienso repetirlo.


Mientras se arrodillaba sobre la zona empedrada junto a la piscina, divisó a Alfonso que bajaba por las escaleras de la terraza. Por el bien del hombre, menos mal que el policía tenía una pistola. Nadie jugaba con ella. No podía creer que él lo hubiera hecho con tanta rapidez. Evidentemente, no había estado pensando con la cabeza. Las esposas que el detective sacó de su cinturón con la mano libre hicieronque la inundara el pánico. Nunca antes la habían atrapado.


—Detective Castillo —dijo Alfonso, deteniéndose al pie de las escaleras—, no pasa nada.


—Ahora ya no —gruñó Castillo—. Manténgase alejado de aquí, señor Alfonso.
Voy a llamar al equipo de artificieros para que comprueben su barbacoa.


«Así que no había sido Alfonso quien la había entregado.»


—Eso era lo que estaba haciendo, imbécil —espetó Pau, retomando de nuevo su representación—. ¿Puede hacer el favor de decírselo, señor Alfonso?


—Trabaja para mí. Usted me sugirió que consiguiera seguridad privada y no tengo ya demasiada fe en Myerson-Schmidt. Hice que Gonzales la contratara.


—¿Cuándo?


—Esta tarde.


El detective miró a Alfonso de soslayo.


—¿Ella es su vigilante? ¿Vestida de ese modo?


—Bueno, sí.


—No le importa que la investigue un poco, ¿verdad?


—Le entregué todas mis referencias al señor Alfonso —interpuso ella, decidiendo cargar las tintas tanto como le fuera posible—. ¿Está usted fuera de sospecha, detective?


—Ésta es mi investigación. Y me gustaría ver esas referencias por mí mismo.


—Por supuesto, detective Castillo —interrumpió Alfonso—. De hecho, insisto en ello… aunque estoy completamente satisfecho con sus credenciales. Puede que desee llamar a Guillermo Benton, en…


—¿Guille Benton, el agente secreto?


—Ex de la CIA. Jugamos juntos al golf. Él me la recomendó.
Por primera vez, Castillo pareció inseguro. Lanzándole otra mirada severa,enfundó la pistola.


—De acuerdo. Necesito su nombre.


«Mierda.» Era mejor malo conocido que alguien a quien no conoces en absoluto, decidió Paula, lanzándole otra mirada a Alfonso. Él había acudido en su ayuda… esta vez.


—Paula —respondió, su mente funcionaba a toda velocidad. Estar conectada con Martin Chaves podría resultar perjudicial, o podría ser de utilidad, pues evidentemente ella frecuentaría la compañía del ex agente de la CIA—. Paula
Chaves. Estoy especializada en seguridad de objetos de valor, pero estoy ampliando el campo.


El detective la miró con dureza, y se llevó de nuevo la mano al arma.


Ella tomó aire. Mierda, cómo odiaba las pistolas.


—Soy su hija. Trato de compensar los malos hábitos de papá, podría decirse.


—No estaba al corriente de que tuviera una hija.


—Soy la oveja blanca de la familia. Nadie habla de mí.


Los dos se miraron durante un prolongado momento, cada uno evaluando al otro y recelosos al mismo tiempo, hasta que Alfonso se interpuso entre ambos.


—¿Alguna cosa más, detective?


Frotándose el mostacho con el dedo, Castillo negó con la cabeza.


—No. Pero si tiene antecedentes, señorita Chaves, volveré. Y, en cualquier caso, estaré pendiente de usted.


—Bien. Estoy deseando ampliar mi club de admiradores —repuso, observando al detective mientras éste conversaba en voz baja algunos minutos más con Alfonso y abandonaba el jardín, dirigiéndose al camino de entrada. Su mirada no regresó a Alfonso hasta que no le perdió de vista—. Se suponía que tenía que limpiar mi nombre, no convertirme en dos personas distintas.


Él se encogió de hombros.


—Nos proporciona cierto margen de tiempo. ¿Quién es su padre, Paula Chaves?


—No es asunto suyo, Pedro Alfonso—replicó, nerviosa. 


¡Jesús! En cinco minutos todo Palm Beach sabría quién era ella y dónde estaba. Y diez minutos después de eso, la Interpol tendría su nombre y su localización.


—Vaya, vaya, ¿qué hay de la confianza?


—Le hablaré de él cuando usted me hable de su ex mujer. ¿Hecho?


La mirada de Alfonso se endureció.


—Eso no…


—Y eso qué más da —gruñó otra voz a su espalda. Cuando ella se dio velozmente la vuelta, asustada, Gonzales la agarró del codo—. ¿Qué demonios estaba haciendo aquí?


—Suélteme —espetó.


—Tomas…


—Que quieras mentirle a la policía es una cosa,Pedro. Pero ella estaba aquí abajo, sola, metida hasta los codos dentro de la barbacoa. Yo la vi. Ambos la vimos. Y quiero saber qué demonios se traía entre manos.


Pau tomó aire para serenarse. Buenas preguntas, pero no estaba de humor. No con el abogado.


—Voy a pedirle una vez más que me suelte —farfulló, quedándose inmóvil bajo su fuerte presa.


—Y yo voy a preguntárselo una vez más, ¿qué demonios estaba…?


Empujando hacia él, Pau se agachó y golpeó con su pierna izquierda las corvas del abogado. Tan pronto como éste perdió el equilibrio, ella se movió bruscamente hacia atrás y empujó hacia arriba. El abogado salió despedido por encima de su hombro y cayó de cabeza a la piscina.


—¿Kárate? —preguntó Alfonso tan tranquilo, doblando los brazos y haciendo caso omiso del clamor de los chapoteos y las maldiciones provenientes de la piscina.


Los ojos grises del hombre danzaban rebosantes de diversión.


Ya lo había notado con anterioridad, pero este inglés era un hombre increíblemente guapo.


—Tan sólo soy mala —respondió, y se dirigió escaleras arriba—. Voy a lavarme las manos. Y, por lo que he podido apreciar, su barbacoa está en perfectas condiciones. No creo que nadie la hubiera registrado.


Él le había conseguido cierta libertad con el estúpido cuento de la seguridad privada, pero no la había exculpado. Por otra parte, a menos que Alfonso quisiera parecer un completo idiota y posiblemente ser acusado por interferir en una investigación policial, también se había atado sus propias manos.


Pau abrió la puerta del baño con el codo y metió sus manchadas manos en el lavabo de mármol verde. Ahora estaban los dos hasta el cuello de mierda y ella iba a quedarse a comer una parrillada de carne. Después de todo, un trato seguía siendo un trato.


Cuando volvió a bajar a la piscina, la tarima estaba desierta.


Un rastro de gotas de agua se extendía desde el extremo menos profundo de la piscina hasta el otro grupo de escalones, que conducían, recordó por los planos, a un pasillo lleno de suites a ambos lados de éste, no tan grandes o elegantes como la que ella ocupaba. Sí, Alfonso le gustaba. Con una leve sonrisa dio la vuelta a una de las sillas de hierro forjado, para no quedar de espaldas al refugio de Gonzales, y tomó asiento.


La humedad siempre disminuía por las tardes, cuando la brisa se levantaba, y tomó una profunda bocanada de aire perfumado de jazmín y mar. Por encima de su hombro, en medio del desperdigado grupo de aves del paraíso y el vergel de begonias, una rana comenzó a croar. ¡Qué bonito!


Un hombre joven de aspecto cubano dio la vuelta por un lateral de la casa hacia donde estaba ella.


—¿Le apetece algo de beber? —preguntó con un ligero acento.


—¿Té helado?


—¿Solo o afrutado?


—De frambuesa, Reinaldo —anunció la voz de Alfonso cuando éste emergió de una de las puertas de la planta baja que daban a la zona de la piscina—. Para ambos. Y una cerveza para Tomas.

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