miércoles, 17 de diciembre de 2014
CAPITULO 12
Se aproximaron a la verja de entrada, guardada por un policía de uniforme en cada uno de los postes. Pau no pudo evitar hundirse más en el asiento cuando redujeron la velocidad. No, no le habría gustado hacer esto ella sola, pero claro, tampoco habría conducido hasta la entrada principal. El conductor de la limusina bajó el cristal de la ventanilla, mantuvo un breve intercambio con uno de los oficiales, y se abrieron las puertas.
—Ya ves que estás dentro sana y salva, tal como prometí. No es necesario trepar muros, cavar túneles ni nada por el estilo.
Paula se volvió para observar las puertas cerrarse de nuevo.
—Tiene un servicio de seguridad pésimo.
—Tenemos dos policías en la verja de entrada —dijo Gonzales.
Con la vista al frente de nuevo, miró ceñuda al abogado.
—Y ni siquiera examinaron el maletero o a los pasajeros de la limusina. Si la idea es mantener a Alfonso a salvo, puede que quiera sugerirles que comprueben la identificación de todos y se cercioren de que no llevan a nadie como rehén antes de abrir la verja. Sé que les dio mi descripción porque lo escuché en las noticias. Y aquí estoy sentada de todos modos.
Pedro siguió mirando por la ventana. Paula tenía razón. La deferencia con la que le trataba la policía de Palm Beach era de esperar, dado el estatus que ocupaba dentro de la cerrada comunidad de élite, pero sería tonto depender de ella para nada que no fuera mantener la prensa fuera de su puerta. La noche pasada no habían impedido la entrada de su visitante… ni tampoco ahora.
—¿Preocupada por mí? —preguntó.
—Es mi billete para salir de todo esto —repuso ella, su voz sonó burlona una vez más.
—Pues trate de ser honesta conmigo.
—Haré lo que pueda.
—Gracias.
Tomas parecía escéptico, pero Pedro sospechaba que ella decía la verdad. Aun así, pretendía mantener cierta distancia. Puede que la mujer irradiara más calor que el sol de Florida, pero estaba jugando, al igual que él. La única diferencia era que ella deseaba quedar libre, y él… la deseaba a ella.
—De vez en cuando llevo a cabo negocios en la finca —dijo—. También recibo invitados. Los invitados son de esperar. Y tiene que admitir que en este momento no va vestida como una ladrona, precisamente. —Aprovechó la ocasión para recorrer sus largas piernas con la mirada.
Si ella se dio cuenta de su escrutinio, no dijo nada al respecto.
—Podría haber estado desnuda o llevar colgadas dos bandoleras con municiones, Alfonso, y no habrían parpadeado.
—Comprendido. Y puesto que lo único que sé es su nombre de pila, puede llamarme Pedro.
—Yo decidiré lo que puedo hacer —replicó, aunque su tono se suavizó un poco—. Pero gracias por la oferta, Alfonso.
Así que había puesto algunos límites. Aquello era interesante… y aún más intrigante.
Ruben ascendió el largo camino de entrada y se detuvo, después rodeó el vehículo para abrirles la puerta. Paula salió primero, claramente aliviada de haber escapado intacta de la limusina. Pedro la observó cuando se volvió en los
escalones. Probablemente, no había visto la finca a la luz del día.
—Si quieres se la mostraré más tarde.
—No eres su maldito anfitrión, Pedro —susurró Tomas, mientras la seguían hasta la puerta principal—. Eres un objetivo. Y puedes pensar que es una monada, pero yo no me fío de ella. Ya ha estado dos veces aquí. Sin ser invitada.
—Y ahora está invitada. Retrocede, Tomas. Me reuniré contigo en mi despacho dentro de unos minutos. Ponme con Guillermo Benton al teléfono.
—¿Benton? Tú…
—Tomas.
—Sí, sahib. —Gonzales atravesó el vestíbulo y subió las escaleras, y desde allí lanzó una última mirada a Paula.
Ella no pareció darse cuenta porque estaba muy ocupada deslizando los dedos por el jarrón de la mesa del recibidor.
—¿Por qué tiene un jarrón de ciento cincuenta años de antigüedad tan cerca de la puerta principal? ¿Este lugar está a salvo de las inclemencias de los huracanes o su
verja también los mantiene a raya?
—Es…
Frunciendo el ceño, ella se acercó más para estudiar el dibujo, golpeando el borde con la punta de la uña.
—Ah. ¿Su propia falsificación?
—Me pareció que era bonito —dijo, sonriendo abiertamente e impresionado.
Dante había tardado cerca de una hora en descubrirlo—. Y era una réplica, para una recaudación de fondos. ¿Cuánto sabe de arte?
—Puedo recitar la lista de los más vendidos, pero prefiero las antigüedades. ¿Qué tipo de personal tiene aquí?
—¿Es que los ladrones no saben ese tipo de cosas antes de forzar la entrada?
—Se suponía que usted no debía estar aquí. Mientras no está en Florida, su personal de servicio consta de seis personas durante el día y dos durante la noche, además de la seguridad contratada, y una habitación donde a veces se queda su asesor de arte cuando le hace trabajar hasta tarde. No sé quién entra y sale cuando está en casa.
—Una docena, más o menos, de personal a tiempo completo —informó—, aunque todavía no he pedido a la mayoría que vuelvan. La policía pensó que debía tener el personal mínimo imprescindible, y no quiero poner a nadie en peligro.
—Tiene sentido. ¿Tiene mayordomo?
—Sí.
—¿Se llama Jeeves?
Pedro esbozó una sonrisa apreciativa. Estaba descubriendo rápidamente que el encanto que había visto en ella formaba parte de su carácter. Resultaba evidente que había descubierto cómo utilizarlo en beneficio propio, pero él no podía evitar disfrutarlo. Por otra parte, no podía olvidar lo buena que ella era en esto.
—Se llama Sykes. Pero es británico, si eso le hace sentir mejor.
—Así que, ¿viajan con usted por el mundo, de una casa a otra?
Mientras hablaba, Pau salió despacio del vestíbulo y entró en la salita de la planta baja. Varios muebles antiguos albergaban diversas figuritas y platos de porcelana china, y Pedro la siguió para apoyarse contra el marco de la puerta. Ella parecía un poco más relajada sin la presencia de Tomas; dada su ocupación, comprendía por qué no le gustaban los abogados. De nuevo Pau recorrió con los dedos la veteada madera del escritorio del siglo XVII, como si tuviera que tocarlo para apreciar su valor.
La sensualidad de sus manos seguía distrayéndolo. Pero esto no era una maldita cita; era una investigación criminal.
Tomó aire lentamente, y observó la fluida elegancia de sus movimientos. Maldita sea, era hipnótica.
—¿Es así?
Pedro parpadeó.
—Perdone, ¿cómo dice?
—Los sirvientes, Alfonso. ¿Van con usted de un lado a otro?
Él se aclaró la garganta.
—Algunos, sí. A la mayoría, igual que a Sykes, los tengo todo el año en nómina en una casa en particular. Él se queda en mi propiedad de Devon. Hay mucho que conservar en buen estado tanto si estoy allí como si no, y algunos tienen familias y no quieren desplazarse. ¿Por qué?
—Llámeme suspicaz.
—¿De mi personal de servicio?
—No me diga que la policía no le preguntó nada de esto —dijo Pau, mirándole por encima del hombro antes de desplazarse hasta el armario de la porcelana.
—Sí, lo hicieron. Sin embargo, nadie de mi personal encajaba con su descripción, y seguían concentrados en encontrarla.
Ella dejó escapar un suspiro.
—Menudas figuritas. Para mi información, entonces, ¿cuántos de entre su personal sabían que regresaba a Florida antes de lo previsto?
—Únicamente la tripulación del avión, mi chófer, Ruben, y el mayordomo, Reinaldo. Me alojé en un hotel en Stuttgart, para no tener que informar a nadie de adónde iba. Pero no fue nadie de mi personal.
—¿Qué hay de sus familiares?
—No.
—Bueno, yo no fui. ¿Qué me dices de amigos… personales en Alemania?
—¿Se refieres a si tengo una fraulein en Stuttgart?
Él creyó que el rubor subía a sus mejillas, pero con el rostro en perfil no pudo estar seguro. Aquello le sorprendió. Parecía tan mundana y capaz, sin embargo, tenía la capacidad de sonrojarse.
—Claro. ¿La tiene?
—No en este viaje. Fui allí por negocios.
—Hum.
—¿Hum, qué?
—Estoy pensando. Deme un momento. —Deambuló por delante de él, entró otra vez en el vestíbulo y se acercó de nuevo a la puerta principal.
—¿Qué está pensando?
Ella le lanzó otra mirada, con una media sonrisa todavía en su cara, —¿Qué piensa usted, Alfonso ? Jamás me habría invitado aquí si de verdad creyera que fui yo quien puso aquel explosivo, así que, ¿quiénes son sus sospechosos? ¿Cuáles cree que son sus motivos? ¿Algún otro signo de allanamiento? Bueno, dije que le ayudaría, pero usted tiene que hacer parte del trabajo.
El antiguo reloj de pie del vestíbulo principal sonó seis veces.
—No guardo una lista de enemigos. —Él sonrió brevemente, advirtiendo que ella seguía negándose a utilizar su nombre de pila. Se preguntó cuántos obstáculos más intentaría ella erigir y cuánto sería capaz de descubrir sobre ella. Conocía su nombre de pila, lo cual era más de lo que había sabido la noche anterior, pero dada la reticencia con la que se lo había proporcionado, esto no iba a ser fácil.
Afortunadamente, le gustaban los retos—. Y no, la policía no encontró otras puertas o ventanas forzadas —prosiguió—. Supusimos que fue usted quien empleó los espejos de la verja de la entrada y abrió un agujero en la puerta acristalada de mi jardín. ¿Le apetece cenar?
Su expresión se hizo más tensa.
—No voy a quedarme.
—Aquí está más segura que en cualquier otro sitio, sobre todo hasta que podamos encontrar un modo de convencer al detective Castillo de su inocencia.
—Quiere decir que estoy segura a menos que alguien trate de volarle en pedazos otra vez. Es usted encantador, pero prefiero seguir respirando. —Dando un último paso hacia delante, curvó los dedos alrededor del tirador y abrió la puerta.
—Haré saltar la alarma si intenta marcharse —dijo él en voz queda. Ella no iba a marcharse. Todavía no.
Pau se detuvo con la mano todavía en la puerta.
—Creí que teníamos un acuerdo.
—Lo tenemos, encanto. Me ayudará y yo le ayudaré. Pensé que podía hacer algo de carne a la parrilla, ya que Tomas y usted están aquí.
—¿Es que Harvard también duerme a los pies de su cama?
—Es mi amigo, y cree que estoy siendo un imbécil. Por eso espero que me dé la lata hasta cierto punto. No se preocupe; se marchará pronto.
Paula se dirigió de nuevo hacia él, sus hombros subieron y bajaron al suspirar.
—Lo del asado suena delicioso. Pero me temo que después debo partir hacia mi elegante finca.
—¿Su finca de Pompano Beach? Yo evitaría ir allí si fuera usted.
—Pompano Beach. Eso está cerca de aquí, ¿verdad? —preguntó sin parpadear siquiera—. ¿Ahí es dónde cree usted que vivo?
—Algunos piensan que sí. Ahora, venga conmigo y la acompañaré a su habitación. Me quedan unos minutos para hablar de negocios con Tomas y luego empezaremos con la cena.
—No puede retenerme aquí como si fuera una prisionera —dijo mientras pasaba junto a él, adentrándose en la casa.
—Simplemente, me aseguro de que ambos estemos en posición de cumplir el fin de nuestro trato. —Puso fin a la distancia que los separaba—. Es usted una ladrona confesa, Paula. No espere que me olvide de eso.
—No lo espero. Pero yo tampoco voy a olvidar nada. ¿Dónde está mi celda?
No merecía la pena discutir sobre cómo elegía llamar a su alojamiento. Pero él podía cambiar de opinión sobre qué habitación le asignaba. Pedro la precedió escaleras arriba hasta el segundo piso.
—Encontrará algo de ropa en el armario y los artículos de aseo oportunos en el baño.
—¿De su ex mujer?
Apretó la mandíbula para evitar replicar a eso.
—A menudo tengo invitados que avisan con poca antelación —dijo, en cambio—. Me parece sensato tener algunos artículos de más para asegurarme de que se encuentren cómodos aquí.
—¿No estará a la defensiva sobre todo eso del matrimonio fallido, verdad?
Pedro comenzaba a tener la sensación de que a ella no se le escapaba nada.
Hmnu, también él era muy observador. Ella lo siguió por el pasillo hasta la suite del fondo. Incapaz de evitar una leve sonrisa de satisfacción, él abrió la puerta.
—Aquí es.
Pedro se inclinó para oler su cabello caoba cuando Paula pasó por su lado.
Frambuesa. Muy agradable. Y sorprendentemente excitante.
Paula se detuvo en medio de la habitación y él la observó mientras ella contemplaba el entorno. El reflejo de baldosas y espejos a su derecha apuntaba la existencia de un cuarto, de baño enorme, mientras que las puertas dobles de la
izquierda, revelaban una gigantesca cama cubierta en tonos fríos de verde y gris. Una pequeña terraza se abría tras las puertas de madera y cristal justo delante, con un grupo de escalones curvos de piedra rojiza que bajaban desde ésta a la piscina. En la sala central, el mobiliario tapizado de estilo georgiano inglés la invitaba a sentarse delante de la chimenea o a ver la televisión de plasma empotrada en la pared sobre ésta.
—¿No será ésta la habitación verde? —preguntó Paula tras un prolongado silencio.
Él sonrió abiertamente.
—En efecto, lo es. ¿Le gusta?
Ella asintió, con una sonrisa sincera en los labios.
—Es bonita.
—¿Por qué no busca algo apropiado que ponerse para una barbacoa, y yo vuelvo a por usted en unos minutos? —dijo, complacido de que encontrase la habitación a su gusto.
—¿Va a cerrar la puerta con llave?
—¿La detendría eso?
Los labios de Pau se movieron nerviosamente.
—No.
—Entonces, no me molestaré en hacerlo.
—Pues me cambiaré, si usted se quita eso. —Le ajustó la corbata—. Me pone nerviosa.
—Dudo que algo la ponga nerviosa —respondió; el rápido contacto de los dedos de Pau contra su pecho le excitó más todavía. Sí, descifraría a aquella mujer. Y pronto—, no se mueva de aquí.
—Y no coja nada. Lo sé.
Dejó la llave de la habitación sobre la mesita de café, imaginando que ella se sentiría más segura con ella en su posesión. La llave maestra seguía en su bolsillo.
Con una ligera sonrisa recorrió el pasillo hasta el extremo contrario y hasta su despacho. Esto era sin duda mucho más interesante que comprar una cadena de televisión por cable en la quiebra, como tenía previsto hacer esta semana.
«¡Maldición!» Tendría que aplazar algunas citas… si había sido él el blanco de la bomba, no quería poner en peligro a nadie más. Y quería concentrarse en Paula… y en su acuerdo.
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