domingo, 12 de abril de 2015

CAPITULO 190





Sábado, 13:32 p.m.


Paula estaba de pie con los brazos cruzados, mirando por la ventana de la biblioteca de Solano Dorado hacia el caos en la zona de la piscina. Era demasiado pronto para ver algo que se pareciera a los planes que había concebido para el área, pero tampoco se veía del mismo modo que por la mañana.


—Ciertamente se ven entusiastas, ¿verdad? —observó Pedro, acercándose y reclinándose contra el marco de la ventana a su lado.


—¿Exactamente qué les dijiste cuando firmaste el contrato?


—Algo sobre cuánto valor deposito en la gente que se atiene al programa acordado.


—¿No le mostraste los dientes o algo así?


—Solo una sonrisita.


—Bien.


Se estaba tomando lo del asqueroso cuarto de Toombs mejor de lo que ella esperaba, al menos exteriormente, aunque eso debía ser por el bien de ella. Lo conocía lo
suficiente para reconocer que había puesto su cara de calma y negocios, y que no se la había quitado desde que habían dejado el cuarto de esa torreta. Fuera lo que fuera que
sintiera, no iba a dejar que alguien, ni siquiera ella, lo viera. 


No hasta que estuviera listo o hiciera lo que él creía que debía hacer para corregir la situación… lo cual tal como había dicho, incluía quemar hasta los cimientos la casa de Wild Bill.


El intercomunicador sonó y Pedro fue a ver de qué se trataba. 


Cuando preguntó, ella escuchó a Reinaldo anunciar que el señor Andres Pendleton había llegado.


—¿Deseas reunirte con él aquí? —preguntó Pedro, silenciando el intercomunicador.


—Aquí está bien.


—Tráelo a la biblioteca, por favor.


—En seguida, señor Pedro.


—¿Cuán bien dijiste que Andres conoce a Toombs? —preguntó Pedro mientras regresaba a su lado.


Ella reconoció ese tono.


—Sé que deseas golpear a alguien —dijo ella, dándole la espalda a la vista para observar la puerta—, pero contrólate. Andres está de nuestro lado.


Él la agarró del brazo, girándola hasta ponerla frente a él.


—No tienes ni idea de lo que quiero hacer, Paula.


La rabia pura que vislumbró en sus ojos antes de que la ocultara y se dirigiera a saludar a Andres, la asustó. Sabía que estaba enfadado porque las acciones de Toombs
habían afectado su ego masculino, pero mira por donde, su sir Galahad estaba armado y listo para arremeter.


Rápidamente ella se le adelantó con un empujón y tomó la mano de Andres.


—Gracias por venir —dijo, dirigiéndolo alrededor de Pedro hasta la gran mesa de trabajo en medio de la habitación.


—Un placer —dijo Andres con su acento sureño—. ¿Encontraste la armadura y las espadas?


—No. No exactamente.


Pedro tomó asiento frente a él.


—¿Cómo de bien conoces a Toombs? —preguntó, su tono era cortante.


Andres miró de él a Paula, frunciendo su bronceada frente.


—¿Me he perdido algo?


—Te hice una pregunta.


Pedro, detente. —Paula se sentó al lado de Andres, tanto para protegerlo como para mostrar que todos eran amigos allí, a pesar de lo que Pedro pudiera pensar—. ¿Toombs ha estado casado alguna vez?


—Una vez, creo —contestó Andres, mirándolos alternamente—. Comienzo a sentirme algo alarmado.


—¿Qué le pasó a ella?


—Se divorciaron, según los rumores. Eso pasó antes de que yo lo conociera, hace al menos doce años. ¿Por qué?


—¿Se cita con alguien?


—De vez en cuando asiste a algún evento con jovencitas, pero no creo que le haya visto con la misma dama más de una vez. Habla mucho de mujeres, le gustan bonitas y
jóvenes.


—De acuerdo. —Paula echó un vistazo a Pedro, pero él todavía se reprimía—. ¿Alguna vez… ha hablado de mí? Antes de que nos conociéramos en el almuerzo del Club
Sailfish, quiero decir.


Andres se recostó.


—Me gustaría saber lo que está pasando. Creo que ya sabéis que os diré cualquier cosa que pueda ayudar, pero es obvio que algo serio ha pasado. —Él miró directamente a
Pedro—. Pero no seré intimidado o amenazado.


Pedro colocó las palmas de sus manos en la mesa. Los dos hombres se sostuvieron la mirada, y Paula puso los ojos en blanco. Hombres. De alguna forma ese comportamiento típicamente masculino la reconfortaba en algo. Al menos podía predecirlo y entenderlo.


Pedro entró en la casa conmigo —dijo ella, siendo consciente de que hacía un par de meses nunca habría admitido algo semejante, ni que ningún hombre pareciera deseoso de darle crédito por su honestidad—. Entramos en la habitación cerrada con llave.


—Así lo pensé —dijo Andres, su atención obviamente continuaba sobre Pedro—. Dijiste que no encontraste la armadura de shogun.


—Encontramos un cuarto cubierto de imágenes mías enmarcadas. Fotos informales, artículos de revistas, de todo. —Intencionadamente no mencionó los objetos robados;
Andres sabía algunas cosas de su pasado, pero confesarlo sin una buena razón no era su estilo.


Pendleton abandonó su guerra de miradas para prestarle atención a Paula.


—¿Perdón?


—Era un maldito santuario —añadió finalmente Pedro.


Al menos volvía a hablar.


—Intento entender si es un loco o algo más escalofriante y tenebroso —añadió ella.


—Santa Ana bendita —murmuró Andres.


—En vez de compadecerte —atacó otra vez Pedro, su voz aún era dura—. ¿Qué pasa con esa ayuda que ofreciste?


—Debe ser un cuarto sumamente interesante —dijo Andres quedamente—. Recuerdo que Wild Bill sabía que yo había conseguido trabajo en tu empresa de seguridad; no tengo tu memoria así que no recuerdo las palabras exactas que intercambiamos, pero definitivamente sabía que habíamos comenzado a trabajar juntos.


—Debió haber comenzado a tomarme fotos por ese entonces —comentó Paula, comenzando a desear que Pedro dejara la estancia si todo lo que iba a hacer era amenazar y mirar ceñudo—. ¿Te pidió conocerme o algo parecido?


—Mencionó que podía estar interesado en consultar contigo sobre algunos asuntos de seguridad. Le di tu tarjeta de presentación, pero no presioné más.


—¿Por qué no? —preguntó Pedro.


—Me relaciono con Wild Bill, juego a golf, asisto a banquetes y fiestas, y él es uno de los pocos residentes permanentes del área. Sin embargo, nunca he llamado amistad a nuestra relación, ni nunca lo haré. Sobre todo ahora.


—Me dijiste que tuviera cuidado con Toombs —presionó Paula—. ¿Era solo una advertencia general o te referías a esas posibles conexiones con la mafia que mencionaste?


—¿Conexiones con la mafia? —espetó Pedro, prestando atención otra vez—. Qué narices…


—Rumores de conexiones —interrumpió ella antes de que él pudiera comenzar una diatriba—. Y Andres fue quién me lo contó.


—¿Cuánto tiempo ha estado… persiguiéndote? —preguntó Andres.


—Al menos los tres últimos años. —No mencionó como sabía eso, y por suerte Andres no preguntó. La ley de prescripción para los cuatro objetos en posesión de Toombs
aún estaba en vigencia.


—Tres años —repitió él—. Sabes, hace aproximadamente tres años, Wild Bill dejó la ciudad durante casi tres meses. Creo que fue a Europa para unas largas vacaciones. No sé
si existe una conexión contigo o no, pero es la única cosa que me viene a la mente.


Podía estarlo, pero tenía la sensación de que tendría que preguntarle a Toombs si quería más respuestas. En esos momentos no estaba segura de estar lista para esto.


—Gracias, Andres.


—Si hubiera sabido sobre el contenido de ese cuarto, señorita Paula, no te lo habría ocultado.


—Lo sé. Solo quería saber si tenías alguna información confidencial que tal vez no podría haberlo parecido en ese entonces.


—Paula todavía quiere asistir esta noche a la fiesta de los Mallorey, y a la cena de los Picault mañana. —Pedro se apartó de la mesa y se dirigió otra vez con paso airado a la
ventana.


—¿Estás segura de que es prudente? Wild Bill estará en ambos acontecimientos.


—No me escondo bajo la cama, tíos. Tengo un trabajo que hacer. Y, o la armadura está con Picault o toda mi teoría se deshace y fallo en esta puñetera operación de recuperación. Así que iré a la cena. A ambas cenas. Vosotros dos podéis hacer lo que queráis.


Eso sonaba bien, de todos modos. Realmente quería a ambos allí con ella, de esa forma no tendría que hablar a solas con Toombs. Sin embargo, era un pensamiento cobarde, reservado para la gente con vidas normales y aburridas. Si alguna vez hubiera dudado hacer algo porque estaba asustada, probablemente estaría en la cárcel o muerta hacía tiempo.


—Tonterías, querida —Andres arrastró las palabras con su mejor acento prebélico—. Yo al menos, tengo la intención de permanecer cerca hasta que esto esté resuelto.


—No contestaré a eso, Paula. —Pedro les dio la espalda, sus hombros erguidos y rígidos.


—En ese caso, voy a hacer un bosquejo de la disposición de la casa de los Picault. ¿Vais a ayudarme con eso?


—No he terminado con la discusión sobre Toombs —dijo Pedro sucintamente.


—Entonces, tú y yo lo haremos más tarde. Andres, has debido visitar a August y a Yvette.


—Una vez.


—¿Pedro?


Él se movió un poco.


—No.


Esto era culpa suya. Ella había centrado su atención en Toombs debido a un robo que él le había encargado. Así que ahora le quedaba poco tiempo para realizar una precipitada visita al ático en casa de los Picault. Caminando con presteza al gabinete de suministros, sacó un lápiz y una gran hoja de papel cuadriculado.


—¿Realmente deseas planear otro allanamiento? ¿Ahora mismo?


—Eso es exactamente lo que quiero hacer en este instante. —Era mejor que sentarse y pensar en lo que Toombs podría hacer a solas con sus imágenes en ese cuarto cerrado con
llave.


Durante la siguiente hora Andres y ella hicieron un bosquejo de la casa de los Picault. Había demasiados agujeros para que se sintiera cómoda —en circunstancias normales habría obtenido los planos aprobados por la ciudad y habría hecho un poco de vigilancia para conseguir información detallada sobre alarmas, cerraduras y el horario de los ocupantes.


Bajo esas circunstancias, entrar con artilugios en vez de sigilosamente sería más fácil, pero no tenía ni idea de cómo llevarlo a cabo en cuatro días. No sin Sanchez para
ayudarle a planear el golpe.


Pedro desapareció durante unos veinte minutos. Bien. Esto era su curro, su trabajo, su visita, y aquellas eran sus fotos en la maldita pared de Toombs. Cuando el boceto estuvo
tan bien como Andres y ella pudieron hacerlo, le acompañó a donde su 62´ Dorado lo estaba esperando.


—Gracias otra vez. Y lamento que Pedro haya tratado de aporrearte.


—Está siendo protector —contestó Andres, deslizándose detrás del volante—. No puedo criticarlo por eso.


—Supongo que en esta ocasión tampoco puedo hacerlo —dijo ella de mala gana—. Te veré esta noche. ¿Y olvidé preguntar quién es la afortunada dama?


—La señora Agnes Pendaway. Su marido está en la Betty Ford, y ella odia asistir sola a las fiestas.


Ella se inclinó y le besó en la mejilla.


—Ten cuidado, Andres. Durante un minuto tu acento casi te delató.


Él sonrió.


—A veces haces que me olvide de mí mismo, señorita Paula —volvió a su acento sureño y puso en marcha el coche.


Mientras él partía por el paseo, Paula sintió que Pedro se ponía a su lado antes de verlo.


—Hola.


—Te dije que no es gay —observó él, tomando su mano mientras volvían a la casa.


—Sí, lo es. Solo que no es tan notorio como se supone.


Quería descansar durante al menos una hora antes de poner su cara de teatro, pero no tenía intención alguna de relajarse si Pedro todavía seguía en plan sediento de sangre.


Tentativamente apoyó la cabeza contra su hombro y él se movió para rodearle la cintura con el brazo. Vaya. Eso estaba bien.


—Te amo —dijo él contra su pelo.


—Yo también te amo. ¿Ahora ya estás tranquilo?


—Si lo estás tú, entonces yo lo estoy.


—Mm hum. ¿Por qué no te creo?


Él los encaminó hacia la escalera.


—Porque desee golpear a Toombs hasta hacerlo papilla no significa que lo haré —dijo él en voz baja—. No esta noche. A menos que me dé una razón.


—¿Y qué razón debe darte? ¿Parpadear?


—Quizás.


Paula envolvió los dedos de su mano libre en el frente de su camisa.


—Tengo trabajo que hacer. No tienes que cagarla por mí debido a que él es un gusano baboso. Todavía será un gusano mañana y al día siguiente. La única diferencia será
que no nunca más tendré que fingir que me cae bien.


—¿Salvo que eso no es completamente cierto, verdad? —respondió él—. Lo que lo hace peligroso está en su cabeza… lo que sabe, y lo que cree saber.


—¿Entonces qué propones, un asesinato?


Él no contestó.


Eso no fue señal de buen agüero. Casi lo había visto pegarle un tiro a un hombre por amenazar la vida de ella, y vaya si había lanzado más de un puñetazo. Ella había lanzado unos cuantos puñetazos por sí misma, pero había una diferencia entre la defensa propia y la defensa de otros. Quizás. Cada vez que pensaba en lo que haría cuando viera a Toombs esta noche, solo quería agarrar a Pedro, meterse bajo el cubrecama y escuchar el latido de su corazón.


Pero ella no solucionaba sus problemas de esa forma. Ella los enfrentaba.


—Te diré lo que haremos —dijo cuando llegaron al dormitorio principal—. Tómate las cosas con calma con él durante las próximas dos noches, cíñete a nuestro plan,
volveremos a entrar y esterilizaremos su cuarto de juegos. 
Entonces sabrá que estamos al tanto y que tenemos la prueba de que tiene objetos robados en su casa.


—Me gusta más lo de lanzar puñetazos.


Pedro


—Lo intentaremos de esa forma. Sin promesas.


Con toda probabilidad eso sería lo mejor que conseguiría de Pedro.


—No estoy acostumbrada a ser la razonable, lo sabes —dijo ella en voz alta—. ¿Crees que no quiero darle una patada en el culo la próxima vez que lo vea?


—Me alegra escucharlo. Sé que ver eso te conmocionó, Paula. No tienes que fingir lo contrario.


Él la tomó de los brazos, la atrajo contra su pecho, luego se inclinó y la besó. Ella se las ingenió para rodearle los hombros con los brazos devolviéndole el beso, lenta y
profundamente.


—Gracias —susurró ella contra su boca.


—¿Por algo en particular?


—No. Y sí.



* * *


La velada de los Mallorey era un acontecimiento anual, un acto de beneficencia para los sin techo sin la presencia de un sin techo como invitado. Pedro dudaba que Lewis o
Gwyneth Mallorey vieran la ironía en esto, sobre todo desde que los invitados eran el minúsculo número de residentes permanentes de la élite de Palm Beach. Menos gasto para
entretener a menos personas, y menos competición por la atención de los medios.


Si Paula no hubiera hecho las mejoras de seguridad para la residencia de los Mallorey, Casa Palomas, él probablemente no se habría molestado en asistir. No solo estaba fuera de la ciudad en esta época del año, sino que prefería elegir su institución benéfica basada en sus trabajos, en vez de en la calidad del filete mignon que servían a sus honorarios comensales.


Esa noche Pedro se sentía especialmente en conflicto; por una parte, habría encerrado a Paula en casa donde ningún enfermo gilipollas pudiera tomar fotos de ella para su
propio uso privado. Y por otro lado, deseaba mirar a Gabriel Toombs directamente a los ojos antes de estrangular al bastardo.


La limusina Mercedes se detuvo en el bordillo, Ruben se bajó y se apresuró a abrirles la puerta. Más allá del muro de paparazzis alineados en la acera, las ventanas de los tres
pisos de Casa Palomas estaban abiertas de par en par, escupiendo luces y música en el cada vez más profundo crepúsculo.


—¿Lista? —preguntó, ofreciéndole su mano a Paula.


Ella había decidido vestir de púrpura intenso y negro esta noche, sin contar con el collar de diamantes y los pendientes a juego que él le regaló hacía tres meses en Inglaterra.


Se veía asombrosa, de pies a cabeza un miembro de la jet set internacional, su cabello se mantenía en su lugar con horquillas de oro, tenía la barbilla en alto, sus ojos verdes
brillaban. Si se sentía inquieta por su cara a cara con Toombs, no lo dejaba entrever.


—Lista —dijo ella, y envolvió sus dedos alrededor de los de él.


Las cámaras destellaron cuando la ayudó a salir del coche. 


Por lo general, apenas los notaba; se había acostumbrado hacía mucho tiempo a ser fotografiado en cada acontecimiento público al que asistía. Esta noche, sin embargo, se sentía hiperconsciente de cada chasquido, de cada movimiento brusco en la muchedumbre.


Paula inclinó la cabeza hacia él, y los flashes aumentaron en intensidad.


—Me vas a romper la mano —murmuró ella.


De inmediato él aflojo un poco su apretón.


—Lo siento —respondió en el mismo tono bajo.


—Tú eres quién acostumbra a molestarme a mí sobre mostrarme inquieta delante de la prensa. —Para su sorpresa ella le dedicó una fugaz sonrisa. Los flashes de los paparazzis formaron una supernova.


—Eso era antes de que me diera cuenta de que algunas personas podían usar las fotos en sus colecciones privadas.


—Apuesto a que cuelgan fotos tuyas en algunos dormitorios, Bond.


—No me digas eso. —Por una vez, ignoró el sobrenombre de Bond con el que Pau le llamaba cada vez que usaba esmoquin. Esta noche tenía algo más en común con James
Bond de lo que ella probablemente fuera consciente, ya que llevaba una Glock 44 en su bolsillo interior.


Por lo general, en los eventos de alta sociedad como estos no usaban detectores de metal; la astronómica cantidad de oro, plata y platino que los invitados ostentaban hacía que fuera algo tanto grosero como poco práctico. Los guardias de seguridad a ambos lados de la calle y la amplia entrada estaban allí más para mantener a la prensa a raya.


Pedro, bienvenido —dijo Gwyneth Mallorey saludándolo con una cálida sonrisa, su cuello, orejas y muñecas estaban incrustadas con gemas brillantes que le hacían preguntarse cómo podía permanecer de pie. Si lo quisiera, Paula podría dejarla desnuda en aproximadamente cinco segundos, y pasarían más de dos minutos antes de que la señora
Mallorey se diera cuenta.


—Gwyneth, Lewis —respondió en voz alta, adelantándose para estrechar la mano al espantapájaros de su esposo—. Gracias por invitarnos.


—Fue un placer —balbuceó Gwyneth, su sonrisa se hizo más amplia—. Mientras estás aquí, Paula tendrá que mostrarte el equipo de seguridad que ha instalado.


Paula se removió y Pedro apretó su agarre. A veces sería agradable ser sorprendido por la gente. Él mostró su amistosa sonrisa de negocios.


—Me encanta ver su trabajo —dijo él—. Y cuando terminemos, quizás tú o tu esposo podríais ayudarme con mi pregunta sobre el termostato de refrigeración.


—Oh. Por supuesto. —La sonrisa de Gwyneth mostró todos los dientes—. ¿Por el momento, por qué no acompañáis a nuestros otros invitados en la terraza? Y espero que hayas traído tu chequera, Pedro.


—¡Ay! —murmuró Paula mientras se alejaban de su anfitrión y anfitriona, y avanzaban por el extenso y abierto vestíbulo hacia la parte posterior de la casa.


—Tú fuiste quien sugirió esa replica ingeniosa. Yo solo le hice memoria a que se apoyara bien sobre sus pies antes de balancear el bate.


—¿Un bate de béisbol?


—Bate de críquet, naturalmente. No soy un salvaje.


—Ten eso en cuenta, por favor.


En el exterior, en la terraza de piedra y diseminados sobre el césped bien cuidado, otros cuarenta y tantos invitados permanecían de pie en grupos pequeños, bebiendo y charlando. Andres Pendleton ya estaba allí, en compañía de una diminuta dama rubia que hundía sus garras firmemente en su antebrazo. El acompañante los saludó con la cabeza, luego señaló con su barbilla al hogar para las brasas.


Gabriel Toombs estaba al otro lado del fuego en compañía del doctor y la señora Harkley y los Picault. Vestía todo de negro como era su costumbre, con su oscuro cabello
alisado hacia atrás y las manos dobladas tras su espalda. 


Ese pedante hijo de p…


Paula liberó su mano de un tirón y avanzó con largos pasos, los cinco centímetro de los tacones de aguja de sus Ferragamo negros repicaron contra la piedra gris mientras se acercaba al hogar de las brasas. Por todos los diablos. 


Rápidamente él cogió dos copas de vino de la bandeja de un camarero y la alcanzó.


—Aquí tienes, querida —dijo suavemente, interponiéndose entre Paula y su visión de Toombs, y entregándole una de las copas.


Ella parpadeó y levantó los ojos hasta los de él.


—Cambié de opinión —murmuró ella muy suavemente—. Voy a darle una patada en el culo a ese asqueroso cabrón.





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