Sábado, 8:28 p.m.
—No esta noche, no —dijo Pedro quedamente, manteniéndose entre Paula y Gabriel Toombs. No intentó tocarla, llevársela lejos, porque podría provocar la explosión
que estaba intentando evitar—. Nada de patadas en el culo.
—¿Por qué diablos no?
—Porque tienes algo más importante que hacer, y encargarte de él puede esperar un par de días. Golpearlo en estos momentos te conseguirá la primera página de The Post, pero no te permitirá encontrar esa armadura. —Se abstuvo de repetir los puntos más menudos de su argumentación; ella ya los sabía.
—Creía que me sentiría asqueada al verlo —susurró ella, lentamente tomando un sorbo de vino—. En cambio solo deseo…
—Sé lo que quieres hacer, Paula. Pero me temo que tendrás que esperar en la cola. Pueden ser tus fotos, pero eran imágenes de la mujer que yo amo.
Paula cerró los ojos durante unos segundos, sus hombros se alzaron y hundieron con el largo suspiro que emitió.
—Tienes razón. Esto es trabajo; puedo hacerlo por el curro.
En circunstancias normales eso le habría molestado, pero esta noche solo asintió.
—Bien.
Él se apartó de su camino, chocando su copa contra la suya.
—Ahora puedes preocuparte por contenerme a mí.
Ella realmente tendía a lanzarse de cabeza en sus problemas, y vaya si se había contenido hasta ahora. De hecho, cuando lo consideró, su turbación al ver a Toombs se
alejaba del temperamento que había mostrado mientras cruzaba la terraza. Y él casi se lo había perdido, porque estaba consumido con sus propias fantasías de venganza.
August Picault les hizo señas con la mano. Por lo visto Pedro tendría que controlarse. Y si no lo hacía, estaba bastante seguro que tendría respaldo para la pelea.
—Buenas noches, Pedro, Paula —dijo August con una sonrisa.
—Buenas noches —contestó Pedro, y encaró a Toombs—. Me dice Paula que tu colección es magnífica —dijo él tan suavemente que casi se sorprendió a sí mismo—. Lamento no haber sido capaz de verla.
Toombs inclinó la cabeza, sus ojos oscuros se dirigieron a Paula.
—En unos días iré a Nueva York a ocuparme de algunos negocios, pero cuando regrese me honraría tenerlos a los dos para una visita y una cena.
—Cuan amable de tu parte, Wild Bill —dijo Paula, sonriendo.
—Será un placer.
—Mientras tanto —dijo Yvette Picault, envolviendo un brazo alrededor del brazo libre de Paula—, ¿vendréis mañana a ver nuestra casa, sí? Tenemos algunas piezas adorables, aunque esté mal que lo diga yo misma.
—Tengo ganas de verlo todo —estuvo de acuerdo Paula, toda encanto—. ¿A qué hora deseas que vayamos?
—Si hace bueno, los domingos siempre paseamos en bicicleta a lo largo de la playa cuando el sol se oculta —contestó Yvette—. ¿Os parece bien a las ocho? Sé que comemos más tarde que la mayoría de americanos, pero esa es la costumbre en Francia.
—Suena maravilloso para mí. ¿Pedro? ¿Wild Bill?
Pedro y Toombs estuvieron de acuerdo, ellos parecieron asumir que Andres Pendleton aceptaría lo que fuera. El plan, que Paula había concebido poco antes en la biblioteca de Dorado Solano, hacía imperativo que desactivara los sensores y las cerraduras de las ventanas durante la cena y forzar la entrada poco después de que supuestamente se
fueran a la noche para una velada más prolongada. Pedro podría tener una reunión temprano el lunes, pero Paula era medio nocturna. Al menos no había discutido con él sobre si la acompañaría en otro AM, Pendleton también se había mostrado bastante firme en cuanto a participar.
Uno de los camareros salió a la terraza para golpear un gong de aspecto absurdamente refinado, y todos los invitados entraron en tropel en la casa para tomar asiento ante la multitud de mesas circulares en el comedor formal. Como él había esperado, la cena consistió en filete mignon, seguido de los discursos de Gwyneth Mallorey sobre cuán benévola era por organizar todo esto, y del director del proyecto de los sin techo que realmente dirigía el programa.
—¿Cuánto vas a dar? —preguntó Paula, apoyándose contra su brazo mientras él endosaba un cheque.
—Me imagino que cinco mil conseguirá que salgamos de aquí sin que nos miren mal —respondió él en voz baja, la mayor parte de su atención aún estaba con Toombs en el
medio de la habitación. Deseaba que el bastardo hiciera alguna clase de movimiento, que sacara una cámara y la apuntara a Paula. Entonces los guantes estarían echados.
—¿Nos marchamos después del postre, verdad?
Pedro resopló.
—Me asombras —susurró, levantándole la mano para besar sus dedos.
—Oye, es un pastel de queso con fresas y trocitos de chocolate. El… —El pequeño bolso que Paula tenía sobre el respaldar de su silla sonó, haciendo vibrar su asiento—.
Perdonadme —dijo ella a los otros invitados a la mesa, sacó su móvil, se puso de pie y se dirigió a un extremo de la habitación mientras lo abría de un tirón. No reconoció el número.
—Hola —dijo ella en voz baja.
—Bollito de azúcar. ¿Cómo diablos te encuentras?
Su corazón se contrajo y luego comenzó a repicar.
—¿Sanchez? ¿Dónde mie… dónde has estado? —siseó, echando una tímida mirada a los alrededores y alejándose más de las mesas.
—Ah, aquí y allá. El…
—¿Estás borracho?
—Acertaste.
—¿Dónde?
—En Felipe en la calle Tercera.
—Quédate ahí mismo. ¿Me escuchas?
—No puedo pagar la cuenta —dijo él en un mal articulado y sonoro chillido—. Tengo que quedarme. ¿Por qué crees que llamé?
—No te muevas, Sanchez. Prométemelo.
—Te lo prometo.
Ella colgó y volvió a la mesa.
—Tengo que irme —susurró ella en el oído de Pedro, tirando su bolso sobre su hombro
Él la agarró de su muñeca.
—¿Qué pasa?
Maldita sea, deseaba irse. Ahora. Respirando, se inclinó más cerca otra vez.
—Sanchez —murmuró ella.
Pedro tomó la servilleta de su regazo y la puso en la mesa.
—Perdonadnos —dijo él, al igual que ella—. ¿Don, te encargarás de que el cheque llegue a Gwyneth?
El tipo con aspecto de abogado a su izquierda asintió.
—Por supuesto. Espero que no pase nada malo.
—No. Una pequeña complicación por los husos horarios —dijo él con su sonrisa de marca comercial—. Buenas noches.
—Buenas noches, Pedro, Paula.
Cuando abandonaron la sala, Paula no pudo evitar mirar subrepticiamente sobre su hombro. Toombs estaba sentado casi de espaldas a ellos, pero no apostaría un penique a
que él no supiera que ella se marchaba. Si veían un Miata negro de camino al bar Felipe, el coche conseguiría que lo echaran de la carretera.
* * *
—Ruben, por favor llévanos al bar Felipe en la calle Tercera —dijo ella, recostándose a pesar del deseo de subir en el asiento delantero y conducir ella misma.
—Esa no es una parte muy agradable de la ciudad, señorita Paula —dijo el conductor sobre su hombro mientras salía a la calle.
—Lo sé.
Ella hurgó en su bolso. Pequeño como era, se las había ingeniado para meter algunos clips, un par de cortes de alambres, su barra de labios y el teléfono, no había espacio para mucho más. Sacó dos billetes de veinte dólares.
—¿Tienes efectivo? —le preguntó a Pedro.
—Un par de billetes de cien —respondió él, sus ojos estudiaron el rostro femenino.
—Sanchez ha bebido, dijo que llamó porque no podía pagar la cuenta del bar. No bebe muy a menudo, pero cuando lo hace… no estoy segura que mis cuarenta basten.
—No te preocupes —dijo él, al menos interpretando la situación lo suficientemente bien para no comenzar una diatriba sobre que Sanchez era una mala influencia para ella.
Sanchez era familia. Punto.
Ella se movió inquieta en su asiento. Los nervios de acero durante un robo eran una cosa; ver a su padre sustituto después de que estuviera desaparecido durante una semana era suficiente para ablandarlos. Aunque estaba lista a estar furiosa con él.
—¿Te dijo dónde ha estado? —preguntó Pedro, viéndose mucho más tranquilo de lo que ella se encontraba.
—No le pregunté.
—Tú…
—Ah, no te preocupes; lo haré. Solo quiero asegurarme que cuando lo haga esté en algún sintió de donde no pueda desaparecer.
—Me suena familiar —refunfuñó él por lo bajo.
Aun así, ella lo escuchó. Y realmente no podía discutírselo.
—Te escuché —dijo ella rígidamente—. Puedo conseguir un kilómetro con tus mocasines. Pero al menos mi huída tenía una razón lógica detrás de ella.
—No discutiré eso contigo en este instante. Estoy más interesado en el mal momento de Walter para esfumarse.
—Yo también, pero espero que solo sea una coincidencia.
—Yo también, por extraño que pueda parecer.
Veinte minutos después Ruben detuvo el Mercedes a media manzana del Felipe. Varias Harleys y algunos coches muy llamativos se diseminaban por la calle delante del bar, y Pedro se acercó a ella mientras caminaban. En cuanto a ella, esto era como estar en casa. Había crecido en bares sórdidos, donde Martin podía sonsacar con su encanto
información sobre robos importantes de sus colegas de baja estofa. Ella había aprendido a mezclarse en todas partes, pero en ocasiones, lugares como este eran los más fáciles para ella.
—Sigue mi ejemplo, ¿vale? —le pidió Paula, deteniéndose justo afuera de la puerta abierta. El interior era ruidoso, caliente y maloliente, casi como una presencia física.
—Hasta cierto punto.
Cuadrando los hombros, se adentró en Felipe.
Alguien silbó.
—¡Miren lo que tenemos aquí!
—La alta sociedad ha llegado. ¡Saca el champán, Felipe!
Parecía que todos los ojos apuntaban a ella y a Pedro… vale, a ella, ya que la vasta mayoría de los parroquianos del bar era hombres. Ella le regaló a Pedro una sonrisa serena.
—Tráeme una cerveza, ¿quieres, cariño? —pidió ella, deslizando un dedo a lo largo de la solapa de Pedro.
Era evidente que él no deseaba dejarla, pero con una rápida mirada de contención se dirigió hacia la barra. Eran casi las once y algunos de estos tipos habían estado bebiendo durante cinco o seis horas, aunque otros acabaran de empezar. Considerando sus opciones, prefería al menos bebido y más razonable aunque ninguno cumplía los estándares. Pero en un bar los agradables caballeros sobrios eran muy difíciles de conseguir… a excepción del
tío en la barra invitándola a una cerveza.
—¡Aquí, cielo!
Ella se dio la vuelta, quedando frente al rincón más cercano a la salida de emergencia. Iluminado por la titilante luz de un viejo tocadiscos, Walter Barstone se sentaba en una mesa cubierta de cáscaras de cacahuetes y agitaba una botella de cerveza en su dirección. Incluso después de escuchar su voz por teléfono, verlo allí y saber —saber—, que estaba vivo envío una ráfaga de alivio por todo su cuerpo que la recorrió hasta la punta de los pies.
—¡Oye, ven aquí! —repitió uno de los moteros.
—¡No, conmigo! ¡Tengo algo para ti, cariño!
Ella hizo caso omiso de todo eso, moviéndose alrededor de las mesas hasta que su avance fue bloqueado por un hombre tan grande como una losa. Tíos grandes y antros de
moteros. Era como las galletas Oreo y el relleno de crema, excepto que mucho más grande y menos dulce.
—Hola —dijo ella, alzando la vista más y más hasta él.
Su canosa barba roja se dividió en una sonrisa.
—Hola para ti también. ¿Estás perdida y buscas un poco de hospitalidad sureña?
—No —contestó ella, colocando el peso en su pie izquierdo—. ¿Estás buscando convertirte en un soprano, chiquitín?
—Ooh, una zorra de boca ingeniosa. ¿Por qué no me das un beso con esa linda boquita, zorra?
Paula frunció los labios, luego clavó los cinco centímetros del tacón de aguja de su zapato derecho con tanta fuerza como pudo en la entrepierna masculina. Cuando él se agachó soltando un largo aliento ella lanzó un beso al aire.
—Lo siento —dijo ella mientras lo rodeaba—. No me porto bien con desconocidos.
Nadie más se interpuso en su camino. Alcanzó la mesa de Sanchez, y tuvo que contenerse en darle un abrazo. En cambio se sentó a su izquierda mientras él miraba de ella
al gigantón quejica.
—Bonito puntapié.
—Gracias. ¿Dónde mierda has estado?
Pedro dejó una botella de cerveza delante de ella y se sentó a la derecha de Sanchez.
—Quizás debamos tener esta discusión en otra parte —sugirió él.
—Nah. Paula derribó al tío más grande del bar. Ahora nadie nos dará problemas.
—¿Eso es lo que dice la guía de peleas en bares? —preguntó él escépticamente.
—¿Por qué trajiste al bollito inglés aquí, pequeña? —Sanchez vació su botella y fue a por la de ella, la cual Paula alejó fuera de su alcance—. Sabía que lo harías —continuó él antes que ella pudiera contestarle—. Ahora él está en todas partes.
—No desapareciste debido a Pedro —respondió Paula—. ¿Entonces qué está pasando? ¿Estás trabajando en un trato? ¿Fuiste al sur?
—Un trato. —Sanchez emitió una risa gutural, demasiado fuerte—. Debe haber gente deseosa por contratarte si quieres hacer un trato.
—¿Entonces todo esto es porque has perdido tu toque con la escoria de la tierra? Dame un respiro.
—No, Paula, nosotros somos la escoria. Solo finges no serlo durante un corto tiempo.
—Basta —intervino Pedro—. Llevémoslo al coche.
—Vale. Siempre ha sido un borracho deprimente y malhumorado. No importaba lo bien que fueran las cosas.
—¿Bien, las cosas no van bien ahora mismo, verdad?
—No lo sé. Dímelo tú, Sanchez.
Él estampó las palmas de sus robustas manos sobre la mesa.
—Ya lo sabes, intentas llevarte bien con las personas, aceptar los empleos que ellos te piden por el dinero que ellos te dan, y todo de una forma profesional. Entonces… —y
clavó un dedo en Paula—… entonces eres consciente que el trabajo por el que te contratan no es lo que pensabas, y lo estás haciendo. Y los tuyos lo están haciendo.
Repentinamente alarmada, Paula se inclinó más cerca.
—¿La poli te está buscado? —susurró ella, incapaz de evitar echar un vistazo a la expresión seria y enojada de Pedro—. ¿Están tras nosotros?
—Por favor —gruñó Sanchez, casi tumbándola con su aliento—. ¿No puede un tipo beber y considerar su futuro en paz?
—Creo que ahora mismo hay muchas cosas en tu cerebro, Sanchez —le contestó ella—. Y creo que no vas a ser capaz de decirme una mierda hasta que se te quite la borrachera. Así que salgamos de aquí.
—No me digas.
Genial.
—¿Quieres que pague tu cuenta?
Él se rió tontamente.
—No tengo más pasta —susurró sonoramente.
—Entonces vámonos antes de que también me limpies.
Él se puso de pie, sin una pizca de su acostumbrada gracia a lo Hulk Hogan conociendo a Diana Ross en sus movimientos. Lo agarró bajo un brazo y lo llevó hacia la
puerta, Pedro lo cogía por el otro lado. Gigantón ya no estaba en el suelo sino en una silla con las rodillas pegadas a la barbilla. Paula sabía que le gustaban esos zapatos suyos por una buena razón.
—Oye, él no se marcha hasta que alguien pague su cuenta —dijo en voz alta el tío de aspecto cubano detrás de la barra, que Sam asumió era Felipe.
—Yo me ocupo de esto. —Pedro la ayudó a mover la mayor parte del bulto torpe de Sanchez sobre el hombro de Paula, luego se dirigió hacia la barra otra vez.
—Joder —Sanchez se quejó—. Ahora estaré en deuda con el bollito.
—Págale mañana. Solo quédate de pie hasta que salgamos.
—¿Por qué ya no puedo ser un perista? —preguntó él de pronto—. No quiero trabajar en la seguridad. Es un asco.
—Estás gastando saliva, amigo.
Salieron acompañados de algunos silbidos y un par de abucheos, pero sin ningún bloqueo físico. Y con suerte nada que lanzara a Pedro tras alguien. Al menos estos tipos eran
honestos en vez de irse a casa y jugar al tiro al blanco con sus fotografías.
Ruben y Pedro los alcanzaron casi al mismo tiempo, y los tres lograron meter el gran bulto de Sanchez en la parte de atrás del Mercedes. Ella y Pedro subieron detrás de él, y se
dirigieron a Solano Dorado.
—Este no es el camino a mi casa —anunció Sanchez.
—Esta noche lo es —aclaró ella—. No saldrás fuera de mi vista hasta que sepa lo que está pasando.
—Lo que está pasando es que tengo que ser bueno porque tú quieres ser buena, y yo soy lo suficientemente viejo para ser tu maldito padre. ¿Quién te hizo jefe?
—Tú…
Pedro posó una mano sobre el brazo de Paula.
—La quieres, Walter. Por eso decidiste retirarte.
—Quédate fuera de esto, bollito —retumbó—. Bollito inglés.
Pedro respiró hondo.
—Quizás deberías contarle lo que descubrimos sobre Gabriel Toombs.
—No mientras esté así —contestó ella. No deseaba para nada volver a hablar del tema, pero como Pedro había dicho, Sanchez era familia, y él le había cubierto la espalda, por lo general, cuando nadie más lo hacía. A excepción de la última semana.
—Gabriel Toombs es un ladrón de guante blanco —refunfuñó Sanchez.
—Y me lo dices ahora. —Bien, quizás era un buen momento para hablar de Toombs, si Sanchez no fuera tan reservado como por lo general era—. ¿Cuántas veces trabajé para él?
—Cuatro veces.
—¿Cuatro? —repitió ella, aunque ya sabía la respuesta—. ¿Por qué solo sabía sobre uno?
—Porque no te dije sobre los otros tres. Le gustaba tu estilo, dijo él, y ofreció un extra si yo consentía en tenerte a ti, expresamente, en los otros trabajos para él. —Él resopló desagradablemente—. Y acepté, porque soy escoria.
—¿Sabía mi nombre?
—Nah. Yo nunca se lo diría. Toombs dijo que eras digna, como si fueras el siguiente rey Arturo o la reina Ginebra o algo así. El friki. Pero oye, diez de los grandes extra son diez de los grandes extra.
Él la había vendido barato.
—¿Se te ocurrió que podría denunciarme a los polis, la Interpol o a alguien más?
—De ninguna manera. Le dije que si cualquiera de nosotros era traicionado enviaría a los polis la grabación que había hecho de nuestras conversaciones.
—¿Por qué crees que quería mis servicios expresamente? —preguntó ella, necesitando sofocar sus arcadas al decir las palabras.
—Él cree que es un shogun o algo por el estilo —balbuceó Sanchez, agachándose bajo el asiento hasta encontrar la nevera y sacar una botella de agua—. Tú eres como su
samurái personal o ronin.
—Un ronin no tiene amo.
—Sabes a lo que me refiero, Pau.
—¿Ha intentado ponerse en contacto contigo desde que fundamos Chaves Security?
Sanchez no contestó. En cambio se recostó y cruzó los brazos, fulminando con la mirada a la ventana. Para Paula eso era un gran sí, pero quería escuchar los detalles.
Considerando lo que habían encontrado en la habitación circular de Toombs, podría ser importante.
—Es una pregunta importante, Walter —dijo Pedro, repitiendo sus pensamientos.
—Tal vez no deberías entrometerte en mis negocios y en los de Pau. —Sanchez le lanzó una mirada airada sobre su hombro, luego miró la ventana otra vez—. Crees que eres
el gran jefazo, pero eres quien lo arruinó todo. Estoy seguro que no tienes idea de la clase de ingresos que Pau tenía hasta que se quedó contigo. Millones. Y no exagero al decirlo.Millones.
—Gracias, Sanchez. —Paula miró ceñuda su perfil—. ¿Alguna otra mierda sobre la que quieras hablar? ¿Mi número de cuenta bancaria? ¿Dónde guardas tus archivos de trabajo?
—Bien —gruñó él—. Hace ocho meses Toombs me llamó, y dijo que sabía que tú eras el ladrón que hizo los otros trabajitos para él.
—¿Y qué le dijiste? —preguntó Pedro, su voz era la baja en la profunda monotonía que solo usaba cuando estaba realmente cabreado o realmente preocupado.
—¡Le dije que estaba loco! ¿Qué crees que le dije?
—Creo que Pedro quiere decir cómo le explicaste que trabajabas conmigo en el negocio de la seguridad —dijo Paula más suavemente.
Diplomático y contenido como Pedro podía ser —especialmente cuando ella sabía cuán explosivo podía ser—, Paula comenzó a lamentar que ella y Sanchez no hubieran sido capaces de tener esta conversación en privado. Ellos tenían su propio lenguaje en clave, cosas que ellos sabían el uno sobre el otro y su mundo con su retorcido código que Pedro aún tenía que indagar.
—Le dije que ayudé a criarte cuando Martin estaba trabajando, y que le prometí a Martin cuidarte si algo le pasaba alguna vez.
Ella le besó la mejilla oscura.
—Y ni siquiera tuviste que mentir.
Él se golpeó el pecho.
—Esto es porque sé lo que estoy haciendo.
—¿Así qué lo descartó? —insistió ella, antes de que Pedro pudiera agitar las plumas a Sanchez una vez más—. ¿Su teoría sobre mí?
—Bien, primero intentó encargar tus servicios para robar algo de un vecino suyo, pero le repetí que no eras una ladrona, y que yo estaba retirado.
—¿Qué quería que robara?
—No lo sé. Algo para su colección.
—Esto reduce las cosas —dijo Paula, recostándose otra vez.
—Hum. Algo japonés y de alguien cercano a él —reflexionó Pedro—. No sería interesante si…
—No —lo interrumpió ella—. Porque eso significaría que él conocía desde un inicio lo del robo de los Picault, y eso es demasiado extraño si quería contratarme para robar exactamente lo que planeo robar mañana.
—Y nada más en nuestras vidas ha sido extraño y casual.
Ella le regaló una breve sonrisa. Sí. La vida era extraña y casual. Hacer de niñera esta noche para Sanchez haría que ella perdiera su segunda oportunidad de hacerse con
Clark, el modelo anatómico, eso quería decir que tendría que hacerlo mañana o explicarle por qué no lo tenía a una niña de diez años.
Al menos tenía a toda su familia reunida otra vez y a salvo por el momento. Al menos hasta mañana cuando todo comenzaría de nuevo.
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