viernes, 23 de enero de 2015

CAPITULO 121




Miércoles, 11.15 a.m.


Pedro se encerró en el salón con Paula. Ella le miró por encima del hombro mientras encendía el televisor.


—¿Qué has hecho con Abel?


—Está en mi despacho, haciendo unas llamadas.


—¿Le dejas que se haga cargo él?


Pedro apretó los dientes.


—Sigue tratándose de un asunto legal. Quiero ocuparme primero de eso.


—¿Qué pasa con el hotel? ¿No tienes una reunión esta mañana?


—Eso no es importante en este momento. La he cambiado. —Dejando un almohadón en el suelo, se sentó en el sillón a su lado—. Comienzo a pensar que necesito una ayudante.


—Ya tienes una.


—Sara está en Londres. No paso tanto tiempo allí como solía.


Paula se sentó sobre un pie, elegante como un felino, para poder volverse de cara a él.


—Estás tan quemado que no te aclaras, ¿verdad?


Por lo general hubiera hecho un comentario acerca de los diferentes significados de la palabra «quemado» en Inglaterra y Estados Unidos, pero hoy no estaba de humor.


—Alguien me ha robado. Otra vez. Sí, estoy muy cabreado.


—Pero conmigo lo estás más.


—No supongas que sabes lo que pienso.


Le miró durante un prolongado momento, mientras la televisión que tenían delante emitía la sintonía de una de sus omnipresentes películas de Godzilla. Paula tenía un maldito radar para dar con ellas; si daban una, ella lo sabía.


—Vamos, Pedro. Bien puedes decirlo. Salí, no sabes a dónde, y eso te tiene quemado.


—Anoche —comenzó lentamente, conteniendo férreamente su temperamento como buenamente podía, no porque le preocupara herirla, sino porque no sabía cuál sería la reacción de Paula—, en Sotheby's, estabas nerviosa. Estabas preocupada por algo y trataste de convencerme de que no comprara los cuadros. Y luego, al cabo de cinco horas, desaparece uno de ellos.


—No pienso repetirte otra vez que yo no lo hice —replicó.


—Dijiste que habías reconocido a alguien allí. ¿Quién era?


—¿Así que ahora soy cómplice? ¿Por qué no decides si soy o no culpable, y partimos de ahí? —Cruzó los brazos por encima de los pechos—. ¿Y bien?


Pedro apretó los dientes.


—No estoy teniendo esta conversación en estos momentos —gruñó, poniéndose en pie—. Disfruta de tu maldita película y no salgas de casa hasta que hayamos rellenado todo el papeleo y emitido un comunicado de prensa.


A medio camino hacia la puerta, un almohadón le golpeó directamente entre los omóplatos. Pedro se quedó inmóvil.


—No acabas de hacer eso —dijo, todavía sin moverse.


—Lo próximo que te tire te dolerá.


Pedro giró en redondo.


—¿Cuántos años tienes, cinco?


—Puede. Eres tú quien me ha mandado a mi cuarto. —Paula se puso en pie—. ¿Crees que estás enfadado? Yo tenía costumbre de ir a dónde me daba la gana, hacer lo que deseaba, ser quien quería. ¡Y jamás tenía a la pasma esperándome en mi puerta, porque nadie sabía dónde vivía! Ahora todo el mundo sabe quién soy y dónde vivo.


¡Dios bendito! Normalmente le encantaba que Pau fuera impredecible.


—Es culpa mía que lo sepan, quieres decir.


Pau cerró la mandíbula de golpe.


—Yo no he dicho eso.


—Sí, Paula, lo has dicho.


Paula le dio la espalda y se acercó hasta el televisor, pulsando el botón y apagando el aparato.


—Cierra el pico, ¿quieres? —refunfuñó—. Me estoy desahogando. Me pusieron unas malditas esposas, Pedro.


—Lo sé.


—Al principio, cuando vi a los polis pensé que te había sucedido algo a ti. Estaba preocupada por ti. Yo iba esposada y eras tú quien me preocupaba. ¿En qué clase de profesional me convierte eso?


—En una profesional retirada —le respondió, aproximándose nuevamente a ella—. Y no eras la única que estaba preocupada. Por supuesto que sabía que no te habías llevado el cuadro, pero ignoraba dónde estabas. Saltó la alarma y apareció la policía, y ni siquiera sabía qué decirles. Y tal como puedes haber notado, siempre sé qué decir.


Paula dejó escapar una bocanada de aire.


—Voy a darme una ducha —le esquivó y abrió la puerta.


—Aún no hemos terminado.


—Yo sí.


Pedro la siguió al ver que Pau continuaba por el pasillo hasta el dormitorio, deteniéndose tan sólo un momento junto a la puerta de su despacho.


—Estaremos listos dentro de quince minutos, Abel.


El abogado levantó la vista de su teléfono y asintió.


Ella ya se había desnudado cuando Pedro abrió la puerta del cuarto de baño.


—No estás invitado —replicó, metiéndose en la ducha.


—No estoy, precisamente, de humor —repuso, cruzándose de brazos—. ¿Por qué no me dices dónde narices estuviste? Creía que confiabas en mí.


—Y yo que tú confiabas en mí.


—Yo no me esfumé en mitad de un robo.


La puerta de la ducha se abrió con un clic y Pau asomó la cabeza por la rendija.


—Eres un gilipollas —dijo y cerró la puerta de nuevo.


—Y tú continúas retrocediendo. Primero tu película, y ahora la ducha. No pienso moverme de aquí hasta que me cuentes lo que sabes. O, al menos, me expliques por qué no vas a decir nada.


Durante un largo momento no escuchó sonido alguno, exceptuando el correr del agua en la ducha. Supuso que Paula podía resistir más que él en un punto muerto, sobre todo cuando tenían que ir al despacho de Ripton para el comunicado de prensa. ¡Maldita sea! No iba a disculparse ni a retroceder. En absoluto había hecho nada malo.


—Siento que mi presencia aquí te haya causado problemas —dijo, finalmente.


—Yo no lo siento —replicó—. Lo único que quiero es una explicación. No una disculpa. —Giró la muñeca para echar un vistazo a su reloj—. Dentro de diez minutos tenemos que salir para el bufete de Ripton para que él pueda leer nuestras declaraciones a los medios.


El agua dejó de correr y la puerta de la ducha volvió a abrirse.


—No pienso conceder ninguna entrevista —declaró, saliendo y echando mano a una toalla.


—Ninguno va a hacerlo. Estamos mostrando un frente unido. Tanto si sucede lo mismo en privado como si no.


—¿Un frente unido contra qué?


—¿Contra qué? —repitió con incredulidad—. Te arrestaron, Paula. Y si la policía no ha dado con una pista viable, puede que a mí me acusen de fraude a la aseguradora.


Paula se pasó la toalla por el pelo.


—¿Ibas a exponerte a ir a la cárcel por doce millones?


—La gente comete estupideces por motivos estúpidos.


—Tal vez los motivos no sean estúpidos. Puede que simplemente los desconozcas.


Dividido entre la estupefacción y el enfado, Pedro le quitó la toalla.


—¿Intentas decirme algo? ¡Dilo de una vez, por el amor de Dios!


Paula plantó las manos en sus desnudas caderas.


—Vale, sí. Lo hice yo. Me llevé el Hogarth y lo embutí en una consigna de autobuses de Union Station. Patricia está conmigo en esto. Así es, tu ex y yo hemos unido fuerzas.


—Tú...


—¿Qué crees que digo? Lo hiciera quien lo hiciese, yo antes era uno de ellos. Y hace un año, podría haber sido yo. Así que, discúlpame por no ponerme a discutir si esto o lo otro es una estupidez. Resulta obvio que alguien quería el Hogarth, y que alguien lo robó por algún motivo. Si piensas que me divierte pasar la mañana esposada y metida en el asiento trasero de un coche patrulla, pues que te jodan. —Enganchó la toalla de nuevo y pasó como un rayo por su lado hacia el dormitorio.


Pedro contempló durante un instante cómo se contoneaba su trasero desnudo y acto seguido la siguió. El primer día de su extraña alianza, el detective Castillo había intentado ponerle las esposas. Todavía recordaba el puro terror que había visto en sus ojos cuando creyó que la habían pillado. 


Esta mañana había ocupado el asiento trasero de un coche de policía y sido llevada a una sala de interrogatorio porque él le había dicho que la sacaría. Ambos sabían que ella podía haber escapado si así lo hubiera querido. Pero se había quedado.


—Paula —dijo, haciéndole darse la vuelta hacia él y alzándole la barbilla con los dedos—. Discúlpame. Me parece justo decir que ambos nos encontramos en una tesitura incómoda en estos momentos. Acompáñame al despacho de Ripton, y luego podemos ir a comprar comida china. —Muy consciente de que ella estaba desnuda y de que deseaba ponerle las manos por todo el cuerpo, Pedro mantuvo la mirada clavada en su cara—. ¿Trato hecho?


—¿Crees que dejaría que te llevaras la culpa por esto aunque fuera yo quien robara el cuadro? —preguntó, entrecerrando sus ojos verdes.


Probablemente hallaría un modo de demostrar que él era inocente aunque hubiera sido uno de los que robaran ese cuadro.


—No, no lo creo.


—Pues deja toda esa mierda de «yo estoy más cabreado que tú». Porque, confía en mí, yo estoy muchísimo más cabreada que tú, Pedro. Quienquiera que supiera que tenías el Hogarth era consciente de que yo estaba aquí contigo. Se trata de una bofetada, y yo soy de las que las devuelven.


—Garcia se abatirá sobre ti con el primer paso que des que pueda resultar mínimamente incriminatorio, Paula.


Liberó su barbilla de los dedos de Pedro y se puso unas braguitas.


—Sólo si se entera. Vete a comprar tu hotel y yo me ocuparé del asunto del cuadro.


—Perdóname si eso no me hace sentir mejor —refunfuñó. Dejando escapar un suspiro, se fue hacia el armario para buscar una camisa limpia y una corbata que exudara autoridad—. Le dijeras lo que le dijeses al detective, no pareció convencerle mucho. Estará a la espera de que hagas algo, mi amor.


—Pues que espere todo lo que quiera. Estaré a las puertas de un bufete de abogados, escuchando lo inocente que soy, y luego comiendo comida china.


Dado que parecían haber llegado a un acuerdo, lo dejó estar. Aunque en el fondo de su mente no podía evitar reparar en que Pau no había respondido aún a su pregunta sobre dónde demonios había estado la noche pasada.


—Tío, somos un par de patéticos pringados, ¿verdad? —apuntó un momento después, al tiempo que se ponía un bonito vestido sin mangas de Luca Luca con tirantes cruzados en color marrón y naranja.


—Mmm, hum. Dudo que alguna vez lleguemos a ser algo.


Pedro alargó el brazo y la tomó de la muñeca. La atrajo hacia él al ver que ella no se resistía. Paula le rodeó la cintura y le abrazó con fuerza.


—Descubriremos qué está pasando —dijo, bajando la cabeza hasta su cabello—. Y descubriremos quién se llevó mi maldito cuadro. Cuando lo hagamos, voy a exigir una disculpa personal del detective Garcia, y voy a ocuparme de que el ladrón reciba un escarmiento que sirva como ejemplo. Porque puede que antes fueras uno de ellos, pero ya no lo eres.


Y eso era algo que le venía a la cabeza cada vez que alguien era arrestado por algún delito. «Paula fue como ese ladrón. Podría haber sido ella.»


Pau se separó súbitamente.


—De acuerdo. Salgamos de aquí y hagámoslo antes de que cambie de opinión.


Pedro le brindó una breve sonrisa.


—No lo harás. —Porque no pudo evitarlo, le cubrió las mejillas con las manos, le alzó la cara y la besó.


Su teléfono móvil sonó en su bolsillo cuando Paula le rodeó el cuello con los brazos. Puso fin de mala gana al beso y atendió la llamada.


—Joder —farfulló.


Paula le hizo ladear la mano para mirar la pantalla.


—Genial. Patricia. Jamás debería haber pronunciado su nombre en voz alta.


Pedro apretó el botón.


—Alfonso.


Pedro, acabo de enterarme de lo sucedido —se oyó la refinada voz londinense de Patricia Alfonso Wallis—. Si hay algo que pueda hacer por ti, te ruego...


—Estamos bien, Patricia. Pero estoy algo ocupado en este momento. Así que adió...


—Podrías al menos haberme dicho que venías a Nueva York. Ya sabes que ahora vivo aquí.


—Fui yo quien te buscó el apartamento, y quien te lo pagó.


—Como mínimo, deberías haberme llamado para salir a cenar. En serio, Pedro.


Su ex esposa parecía mohína y triunfal al mismo tiempo. 


Aunque no era de extrañar, ya que la había ignorado y se habían llevado a Paula a rastras a la cárcel.


—Estoy aquí por negocios. Hablaré contigo más tarde.


—¿Trajiste a Chaves aquí por negocios? ¿Tuyos o suyos?


—¿Ahora ejerces de reportera para el Enquirer, Patricia?


—Oh, venga ya. Es una pregunta completamente lógica.


—Hola, Patty —dijo Pau, alzando la voz lo bastante como para que la oyera—, ¿puedes volver a llamar? Nos has pillado follando.


Patricia ahogó un grito.


—Esa mujer es la más...


Pedro colgó el teléfono.


—No deberías hacerle rabiar de ese modo —dijo suavemente, inclinándose para terminar con su beso.


—Ella empezó. Y sigo sin saber por qué me odia tanto. Te divorciaste de ella casi dos años antes de que nos conociéramos.


—Te odia porque te quiero.


Paula frunció sus suaves labios.


—Bueno, ¿acaso eres el Gran GADUT?3


—Eso parece. Cinco minutos.


—Estaré lista.




3 Gran Arquitecto del Universo. Ser Supremo dentro de la Masonería. (N. de la T.)

3 comentarios:

  1. Geniales los 3 caps, cada vez mejor. Ojalá se sepa en los próximos el autor del robo.

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  2. Ay ay ay Carme que apasionante novela... hace maratón xq me estoy comiendo las uñas de la intriga jajajajaja

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