martes, 7 de abril de 2015

CAPITULO 172





Viernes, 3:52 p.m.


Cuando Pedro llegó a la puerta con la placa Chaves Security, sonrió. Siempre sonreía al ver el elegante grabado en relieve con las letras doradas sobre el fondo de color ónix intenso; no podía evitarlo. Paula Chaves, su Paula, se había reformado. Y aunque sabía que ella tenía una infinidad de razones para hacerlo, una de esas razones era él. Y nunca le había alegrado tanto en su vida el influenciar a alguien a hacer algo.


—Buenas tardes, Pedro—dijo Andres desde detrás de la mesa de recepción, cuando él entró en la oficina.


—Andres. ¿Paula está disponible?


Pendleton echó un vistazo al teléfono y luego se levantó.


—Todavía está con una llamada. Le haré saber que está aquí.


Dando un breve asentimiento, Pedro tomó asiento en una de las lujosas sillas en la zona de recepción. Este mes eran azules, al parecer el suministrador de muebles de Walter
se hacía notar de nuevo. Por lo que sabía, Chaves Security cambiaba el mobiliario cada cuatro o seis semanas y no pagaban ni un duro.


—La señorita Paula estará enseguida con usted —dijo Andres con su acento sureño, volviendo a su asiento.


—Está bien. —Podría entrar en su oficina pero eligió respetar ese espacio como su territorio.


—¿Le gustó su regalo? —el recepcionista y antiguo escolta de mujeres solitarias en Palm Beach preguntó como de pasada, enganchando una especie de etiquetas en media
docenas de carpetas.


—Sí, me gustó. ¿Paula te habló de ello?


—Me pidió opinión. De hecho, pensé que valdría el fin de semana en Daytona o bucear con tiburones, pero…


—Pero todavía estoy mirando la manera de combinar los dos —terminó la frase Paula, empujando la puerta de separación entre la recepción y las oficinas—. Puedo con el equipo de buceo y los tiburones pero no puedo resolver cómo mantener el compartimiento del conductor de los coches de carreras llenos de agua.


Pedro se levantó al acercarse ella. Cuando estaban separados, él siempre se la imaginaba más alta y más grande de lo que era, a juego con su personalidad. Aunque en realidad cuando iba con zapatos planos su coronilla casi no le llegaba a la barbilla. Con el cabello cobrizo enmarcándole suavemente el rostro y aquellos ojos de un verde más profundo que el océano, lo tenía hipnotizado.


—Hola —dijo él sonriendo.


—Hola. —Paula le deslizó los brazos alrededor de los hombros, se puso de puntillas y lo besó.


Ella parecía estar casi vibrando en algún tipo de nivel subatómico.


—¿Qué pasa? —susurró contra la boca de ella. 


Seguramente no debería, pero al verla así de excitada se puso claramente nervioso.


—Conseguí un trabajo —contestó, mostrándole una sonrisa que permaneció en su suave boca—. De hecho, dos trabajos.


Bravo.


—Teniendo en cuenta la amplia gama de trabajos que has realizado en el pasado, ¿puedo preguntar si este es un empleo legal o más… cuestionable? —preguntó, echando un
vistazo en dirección a Pendleton.


Paula lo besó de nuevo.


—Con suerte, ambas cosas.


—Paula.


—No te preocupes —dijo ella, soltándole de pronto malhumorada—. Eres un estirado.


La atrapó por la muñeca antes de que pudiera irse de la zona de recepción.


—Sé lo que te excita, Paula —le dijo en voz baja—. Y me reservo el derecho a preocuparme cuando te pones toda risueña por un trabajo.


Se soltó el brazo de un tirón para clavarle el índice en el pecho.


—Yo no me pongo risueña —replicó, soltándole un pentámetro yámbico—. Jamás.


—De acuerdo. ¿Podrías dar más detalles sobre este trabajo… trabajos? ¿Sólo para satisfacer mi curiosidad?


—Tal vez. Si me invitas a un helado.


—Hecho.


Y de algún modo lo manipuló para que él fuera el único tratando de reconciliarse.


Nadie más en el mundo podía hacerle eso. Simplemente no lo permitía. Su pregunta había sido legítima, aunque el trabajo dentro del margen legal que ella hacía incluía algún que otro elemento de peligro o engaño. Aquellos eran los trabajos (los “curros”, como ella los llamaba) que le gustaban.


Se dirigió hacia la puerta principal y la abrió.


—Llevo el móvil, Andres —le gritó por encima del hombro.


—Te querría eternamente si me trajeras un sorbete de limón —le contestó Pendleton.


Un músculo en la mandíbula de Pedro saltó.


—Te dije que no es gay —le señaló mientras iban hacia los ascensores y empezaban a bajar hacia el vestíbulo.


—Pidió un sorbete de limón, inglés. Es totalmente gay.


Pedro todavía tenía considerables dudas sobre eso, pero ya que Paula parecía ver a Andres Pendleton como una especie de tío excéntrico, suponía que la orientación del tipo
no importaba. Pero aun así, él estaba en lo cierto, Pendleton era hetero.


Bajaron a la calle, Paula rebuscando en su bolsillo, seguramente así él no podría cogerla de la mano. Pedro se tragó el enfado; aquello solo la envalentonaría.


—Hoy Tomas y yo fuimos a jugar al golf —dijo en cambio—. Nueve hoyos en el Mar-a-Lago.


Ella lo miró.


—¿Quieres decir que te escaqueaste del trabajo para ir a jugar?


—Sólo un par de horas.


—¡Bien hecho!


—Estás siendo sarcástica ¿no?


—No. Tanto trabajar no te hace aburrido pero tu imperio no se va a desmoronar si te relajas de vez en cuando.


Antes de conocer a Paula, nunca se había dado cuenta de eso. O lo más probable, jamás se le había ocurrido. El golf y el esquí servían para agasajar a los socios o compradores reacios, el polo era para recaudar fondos benéficos. Los disfrutaba, sí, pero los disfrutaba más cuando no tenían un propósito.


—¿Por eso me regalaste el viaje de hombres?


Paula sonrió.


—¿Qué te apuestas? ¿Se lo contaste a Gonzales?


—Sí. Su única preocupación era que tú tal vez lo enviaras a una cacería mortal, pero pensó que estaría a salvo si yo iba con él.


Esta vez se rió al instante.


—Solo asegúrate de que consigue el pase especial de oro.


Ah, una pequeña insinuación de asesinato y mutilación y de nuevo estaba de buen humor. Sujetó la puerta de la heladería abierta para ella.


—¿Entonces cuáles son tus novedades?


Al verlos, el joven detrás del mostrador tragó sonoramente y se fue corriendo a la parte trasera, desde donde volvió a salir un momento después seguido por un segundo empleado.


—¿En qué podemos ayudarles? —chilló.


Paula dio un paso al frente.


—Una bola de menta en un cucurucho de azúcar para mí —dijo—, y una de praliné de almendra para él.


Detrás de ella Pedro se movió para besarle la coronilla.


—¿Significa esto que somos esclavos de la rutina? —susurró, deslizándole los brazos en torno a la cintura.


—Esto significa que sabemos lo que nos gusta —le contestó en el mismo tono—. Ahora vámonos antes de que tenga que tirarte mi helado en la entrepierna.


Pedro la soltó, principalmente porque sabía que lo haría. Al parecer él todavía estaba en el extrarradio de VillaChaves. 


Ella se había relajado en su presencia hasta un punto asombroso dado su pasado, pero aún había temas delicados rodeados por una valla muy espinosa. Igual que él, suponía.


Mientras Paula cogía los cucuruchos y encontraba una mesa de formica al lado de la ventana principal, él pagaba los helados y se hacía con las servilletas. Si iban a hablar de esos nuevos trabajos, habría preferido un lugar más privado, lo cual era seguramente el porqué Paula había decidido quedarse en la tienda. ¿Entre ellos todo era un juego de poder, o sencillamente él lo interpretaba de esa manera? Le gustaba el modo en que lo mantenía constantemente en vilo, pero por una vez cogerse de las manos y relajarse un rato también estaría bien.


—De acuerdo —dijo, sentándose frente a ella cogiendo el helado—, ya tienes tu soborno. ¿De qué van estos trabajos nuevos que no te ponen risueña?


Paula dio una larga y premeditada lamida en su helado de menta.


—Tuve una llamada de Laura Gonzales.


—¿La Lau de Tomas?


—Sí, tío Pedro. Alguien se llevó a Clark, el hombre anatómico de su clase, justo antes de que ella pudiera empezar sus clases preuniversitarias. Quiere que lo investigue.


Pedro resopló.


—¿Y tú estás de acuerdo?


—¿Podrías tú decirle que no, Señor Cuarenta Cajas de Galletas de las girl scouts?


—Punto para ti. ¿Cuál es el otro trabajo?


—Mi segunda llamada era de Joseph Viscanti del Met.


Aquí empezaban los problemas.


—Ya veo. ¿Recuperar un objeto para el museo?


—Sí. Me da otra oportunidad.


Aunque él siguió con la expresión tranquila, por dentro respingó. Con anterioridad había hecho uno de estos, y el rastro había quedado en nada justo antes de que ella hubiera localizado el cuadro. Aunque se apenó por el chasco de Paula, de hecho se sintió aliviado cuando no logró acercarse lo bastante para intentar una recuperación. Muy
aliviado.


—¿Ya tienes los detalles? —le preguntó en voz alta.


—¿Recuerdas hace unos diez años cuando el Met presentó aquella exposición itinerante de cultura japonesa? Se llamaba El Samurái.


—Lo recuerdo —dijo, atacando su praliné de almendras. No tenía sentido dejar que se desperdiciara solo porque estaba un poco preocupado—. ¿Cuántos años tenías, quince?


—Oye, el robo es mi vida —le contestó, luego exhibió aquella impredecible sonrisa suya mientras enarcaba una ceja—. Era mi vida. De todas formas, en aquella época estaba en Italia, pero recuerdo haber leído algo.


—¿Es tu modo de informarme tu no implicación en lo que sea que vayas a contarme que pasó en la exposición?


—Aparte del hecho que nunca he robado a un museo, ahora no aceptaría un trabajo para recuperar un objeto que hubiera robado entonces. Eso sería incorrecto y a la vez, algo
realmente extraño.


Bueno, otra vez su código de honor único.


—Entonces ¿qué pasó? No recuerdo haber oído sobre un robo.


—De hecho, por aquel entonces no sabían que hubiera habido uno. De acuerdo con Viscanti, la exposición fue genial, lo embalaron para la siguiente parada en Chicago y
cuando lo cargaron en los camiones de transportes había dos cajas de menos. La armadura y las dos espadas ceremoniales de Minamoto Yoritomo.


—¡Ostras! ¿Es el fundador del shogunato de Kamekura? El primer shogun.


—Tú y tus guerras de chicos —se rió por lo bajo—. Los objetos tienen casi mil años de antigüedad.


Pedro frunció el ceño.


—¿Por qué Joseph ahora te ofrece este trabajo? El plazo de prescripción tenía que haber expirado hace tres años.


Ella asintió.


—Al parecer los japoneses han aceptado las solicitudes y las ofertas de museos que quieren ser la sede de la vuelta de la exposición, y han rechazado al Met por el robo.
Viscanti dice que lo dejaron muy claro: la única manera de que el Met redimiera su honor y fuera de nuevo aceptado para cualquier exposición itinerante de Japón sería aportando la armadura y las espadas.


—Y aquí es donde entras tú.


—Es posible. No parece tener demasiadas esperanzas, pero creo que se imagina que no pierde nada dando este paso.


Pedro se dio cuenta de que después de todo estaba dejando derretir su helado y se lamió el praliné de almendras de los nudillos. No, Joseph Viscanti no perdía nada pero Paula Chaves sí.



* * *


Poniéndose bien su bolso de mamá, su expresión de agobio y el trozo de papel con el membrete de la escuela que había sacado de la papelera, Paula subió a pie hacia la entrada de la escuela primaria J.C. Thomas, evitando la rampa para sillas de discapacitados a favor de las escaleras. Encontró un guardia de seguridad justo al entrar.


—¿Puedo ayudarla? —le preguntó.


—Sin duda así lo espero —espetó, aferrando con más fuerza el papel—. La profesora de mi hija me pidió que “me pasara” —fingió leer—, como si pudiera salir del trabajo a mi antojo.


Él le hizo un asentimiento solidario.


—El horario escolar es duro cuando ambos padres trabajan…


—¿Ambos padres? —le espetó—. Eso sería un milagro. Le agradecería si parara de insultarme y me dijera dónde puedo encontrar la clase de la señorita Barlow.


La cara del guardia enrojeció.


—Claro. La cuarta clase del ala oeste… a la derecha.


Ella metió el papel en el bolso y se marchó airada.


—Gracias.


Todos los niños se habían marchado, pero ella esperaba que fuera lo bastante pronto para que la señorita Barlow todavía estuviera en el interior de la clase de quinto. Si no, echaría un vistazo en busca de pistas. Vale, se sentía como una boba, pero Lau se lo había pedido y no quería mentir diciéndole que había comprobado las cosas cuando no lo había hecho.


La mayor parte de la escuela estaba bajo el mismo techo, unida por largos pasillos a un auditorio central. Simpáticos dibujos de amigos de grandes cabezas, familia, arco iris y
elefantes cubrían las paredes. Había estado en un par de distintas escuelas primarias cuando Martin se instalaba en algún lugar para explorar un trabajo y Sanchez lo acosaba para inscribirla, pero todavía parecía y olía extraño… como a galletas y pintura lavable.


La puerta de la clase de Lau estaba abierta, y una mujer delgada y morena con un verdadero moño de profesora en la parte trasera de su cabeza estaba frente a una pizarra
escribiendo la lección.


—¿Señorita Barlow?


La mujer pegó un brinco, poniéndose una mano en el corazón mientras se giraba.


—Por el amor de Dios, me ha sobresaltado. Sí, soy Simone Barlow.


—Hola. Soy Paula Chaves. Soy una especie de tía honoraria de Laura Gonzales. Ella…


—Usted es Paula Chaves —repitió la señorita Barlow, abriendo los ojos marrones de par en par—.Pedro Alfonso es su…


—Un buen amigo —interrumpió Paula, aunque una pequeña parte de ella tenía curiosidad por ver cómo describiría la profesora su relación con Pedro.


—Sí, sí. Un buen amigo. ¿Qué puedo hacer por usted, señorita Chaves?


—Llámeme Pau. Laura me contó que su modelo anatómico desapareció y me pidió si podía averiguar algo.


—Pero pensaba que usted hacía inspecciones e instalaciones de seguridad.


La señorita Barlow parecía ser un miembro del club de fans de Pedro Alfonso o al menos de las Chicas de Pedro, la versión online.


—Sí, generalmente. También trabajo con museos rastreando objetos perdidos o robados. Laura pensó que tal vez sería capaz de ayudar con esto. ¿Tiene el informe policial?


—Sí. El director Horner me dio una copia. ¿Le gustaría una fotocopia?


—Eso sería genial.


La profesora fue hacia su mesa y sacó algunos papeles de la bandeja metálica etiquetada: Para la Señorita Barlow, con bonitas letras floreadas.


—Volveré enseguida. La mesa de Laura está por allí.


Señaló al asiento en la primera fila, la segunda desde la izquierda.


—Gracias. No tengo prisa.


Tan pronto como se fue la señorita Barlow, Paula sacó su cámara digital y tiró fotos a la clase. Luego fue hacia la puerta y le echó un vistazo. Tenía cerradura, al igual que
la otra en el otro extremo del aula. La segunda la detuvo unos segundos.


Cuando miró el marco, inmediatamente se dio cuenta de un diminuto parche de un residuo adhesivo justo encima y otro directamente debajo del pestillo. Alguien había puesto un trozo de cinta adhesiva para evitar que la puerta se cerrara y pasara el pestillo. Si las puertas de la clase hubieran estado cerradas con llave esto no habría funcionado, pero estas
eran puertas interiores y el mecanismo de cierre formaba parte del mismo pomo.


Hum. Alguien con acceso a las puertas mientras estaban abiertas o la llave sin pasar, lo cual significaba durante el día. Entonces era un trabajo desde dentro y planeado con
antelación.


Sólo para estar segura de que no estaba precipitando conclusiones, comprobó la ventana de la pared más alejada. Hileras de brotes de judías, tomateras y botes de cerámica
con estrafalarias pinturas atestaban la estrecha repisa. Nada de tierra esparcida, ni proyectos de arte rotos, ni huellas o manchas, el ladrón o los ladrones no habían pasado por allí.


—Aquí lo tiene —dijo la señorita Barlow, volviendo a la clase y acercándose para tenderle dos hojas de papel—. Tenía la sensación que tomar nota del informe era todo lo que haría la policía.


—Seguramente tiene razón. El hombre anatómico estaría en lo más bajo de su lista de prioridades.


La profesora suspiró.


—Lo entiendo. Teníamos planeada una clase interactiva muy interesante. Esto es… es una molestia.


—¿Algunos padres no se han ofrecido a remplazarlo?


—Sí, aunque no creo que se den cuenta que el hombre anatómico es un modelo muy exacto a tamaño real compartido por seis clases. Lo compramos hace un mes y le costó a la escuela casi tres mil dólares.


—¡Guau! —Paula dobló los papeles por la mitad—. Gracias por el informe. Veré lo que puedo hacer.


—Gracias. Si pudiera recuperarlo, sería una lección fantástica para los niños sobre las consecuencias y hacer lo correcto.


¡Anda!, tal vez si ella hubiera tenido un par de esas lecciones, no habría caído en la vida del crimen.


—Lau dice que la clase empieza en una semana a partir del lunes.


—Sí, aunque tendré que cambiarla por la clase de electricidad si no devuelven el modelo anatómico. He estado tres semanas planeando y coordinando con las prácticas. Los niños retienen mucho más de esa manera.


Rápidamente volvió a apilar el informe policial y luego lo encerró en la caja —Además perder mi tiempo reescribiendo las lecciones, es… me irrita mucho.


Otra lección al ver la consecuencia de un robo desde la perspectiva de una víctima.


No le sorprendía que jamás acostumbrara a confraternizar con los objetivos. Paula forzó una sonrisa.


—Veré lo que puedo hacer.


—Gracias, señorita Chaves.Pau.


—No lo mencione.


Por favor no lo mencione. Paula Chaves, sabueso de escuela de primaria. Jamás lo superaría. Aún peor, todo ladrón del país empezaría a dar golpes en todos los lugares donde ella hubiera hecho un trabajo de seguridad, porque evidentemente pasaba por un mal momento.


El siguiente paso sería conseguir una lista de gente con acceso a la clase durante el día, aunque esa lista incluiría seguramente a todo estudiante, profesor y conserje que
asistiera o trabajara en la escuela de primaria J.C. Thomas. 


Tal vez Laura sería capaz de ayudarla con esto. Aunque tendría que esperar a mañana porque ella tenía que obtener un trabajo de verdad: la rara armadura japonesa y las espadas de samurái. Algo que bien podría poner en su currículum.



* * *


Paula tatareaba para sí misma mientras estaba sentada bajo las ventanas de la biblioteca de Solano Dorado. El sol matutino se sentía cálido en la espalda mientras ojeaba
uno de los libros de antigüedades de Pedro. No se consideraba particularmente dotada para cantar, pero nadie a excepción de los bustos de mármol de Da Vinci y Aristóteles tenían que sufrirlo y ellos no se quejaban.


La historia japonesa, todo el honor frente al asunto ese de la 
muerte, la fascinaba, y se tomó su tiempo mirando las diversas fotografías del libro. Era una de esas cosas que su
padre, Martin, no había sabido de ella, cuando la contrataban para robar algo, primero intentaba aprender todo lo que pudiera sobre el objeto. Según la opinión de Martin, un robo no era nada más que una transacción de negocios y el artículo en sí mismo no importaba.


Pero a ella le gustaba enterarse de la edad y la procedencia de los objetos y le gustaba saber qué tenía entre las manos y su significado en el curso de la historia. Y al parecer ahora su interés se extendía a objetos que tenía intención de devolver a sus legítimos propietarios, al igual que aquellos que localizaba para otras partes interesadas.


—¿Ideas de jardinería? —preguntó Pedro, señalando el libro sobre su regazo mientras entraba en la estancia. Llevaba el móvil en la mano; su ayudante personal, Joaquin Stillwell, estaba en los Ángeles planeando convertir a Alfonso.co en el principal subcontratista en el proyecto de mejora informática del LAX.


Ella negó con la cabeza.


—Armaduras de samuráis y shogunes —contestó—. Algunas de estas piezas son sorprendentes. No tienes libros de historia japonesa ¿verdad?


—Seguramente. Mira la lista en el ordenador.


Él sonó un poco ácido pero ella lo ignoró. Le gustaba esta parte del robo y él no iba a estropeárselo.


—Vale.


Pedro asintió.


—¿Ya te ha llegado el paquete del Met?


—Todavía no. Aunque según Viscanti llegará en algún momento de hoy.


—Entonces sólo estás haciendo avances en la investigación.


De nuevo oyó algo en su tono diciéndole que no estaba contento con algo, pero si no iba a decirlo, entonces ella no iba a preguntar.


—No se puede ser demasiado meticuloso, supongo.


—Tal vez puedas encontrar algo de tiempo para hablar sobre tus planes del jardín en la comida de mañana.


—Claro.


Le sonó el teléfono y echó un vistazo a la pantalla.


—Entonces te dejaré con esto —le dijo desapareciendo otra vez por el pasillo.


Cuando abandonó la biblioteca, Reinaldo, el mayordomo principal, entró con un grueso sobre de papel manila en las manos.


—Buenos días señorita Paula —dijo con su leve acento cubano—. Esto acaba de llegar para usted.


Ella le cogió el voluminoso sobre.


—Gracias, Reinaldo.


—De nada. ¿Puedo traerle una Coca-cola light fría?


—Eso sería genial. —Todos los empleados de Pedro sabían que ella adoraba la Coca-cola light y detestaba el café. Seguramente había circulado un memorando o algo por
el estilo.


Una vez se fue a buscarle el refresco, ella se tomó un momento para disfrutar de la súbita sensación de expectación, luego abrió el sobre del Museo de Arte Metropolitano.


Joseph Viscanti había incluido una carta repitiendo las circunstancias del robo, no es que fuera de mucha ayuda pero al menos era bastante conciso.


También incluía algunas fotos de la escena del crimen, el informe policial, el libro de la exposición samurái y un CD de videos de vigilancia efectuados la noche en que seguramente sucedió el robo. De hecho, la asombraba un poco que el Met y los policías supieran lo que había pasado.


Viscanti quería que ella averiguara quién había hecho el trabajo, dónde había ido a parar el botín y dónde estaba ahora. Bueno, en verdad sólo le importaba la última parte,
pero ella necesitaba saberlo todo si tenía la intención de resolverlo. Y la tenía. De otro modo, Viscanti y los otros museos que respetaban su opinión pensarían que no valía la pena el esfuerzo de contratarla para recuperar sus bienes perdidos, y ella volvería a las inspecciones y mejoras de seguridad y a la búsqueda de propiedades escolares a tiempo completo. Y la verdad es que eso no le gustaba.


El último (y sólo el otro) trabajo al que Viscanti le había pedido echar un vistazo se había esfumado. Una pequeña urna portátil, sin vigilancia, sin huellas, sin ninguna señal.


Seguramente un ratero de poca monta muy afortunado. Este robo no parecía más prometedor, pero no había sido suerte permitir a alguien irse con los artículos; lograr una armadura completa de un shogun y dos espadas invaluables, todo del mismo tipo y embalado en diferentes cajas, alguien había sabido lo que estaban haciendo, y les habían pagado muy bien por ello. Una chispa de adrenalina fluyó en sus músculos mientras se instalaba en la mesa de trabajo de la biblioteca. Averiguar dónde estaba algo y recuperarlo no era ni de plano tan excitante como un robo de verdad pero estaba cerca. Y hoy por hoy, cerca estaba bastante bien.







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