martes, 7 de abril de 2015

CAPITULO 171




Viernes, 10:10 a.m.


—Sí, ella sugirió tu nombre, así no tendría que ir. —Pedro Alfonso lanzó el folleto de los cuatro por cuatro por la ancha mesa de Tomas Gonzales, socio sénior en el bufete
de abogados Gonzales, Rhodes y Chritchenson. Si Paula por fin empezaba a ablandarse con Tomas, él no tenía la intención de arruinar ese fenómeno dejándoselo saber al abogado.


—Esto… bueno, ya que tú vas a ir, supongo que ella no me montará una cacería mortal —comentó Tomas con su marcado acento de Texas—. De todos modos, seguramente
no.


—Vamos, admítelo. Parece divertido.


—Para ser algo tramado por Chaves, tiene buena pinta. —Gonzales repasó el folleto antes de devolverlo—. Todavía no puedo creer que vosotros dos, y tú sobretodo, celebréis
la noche en que os conocisteis. Uno de tus guardias de seguridad murió cuando explotó esa bomba. Y ella estaba allí para robarte ¿recuerdas?


Pedro reprimió su súbito enojo.


—Creo que ya hemos analizado tu opinión de lo sucedido. Esto es sobre el regalo que me ha hecho.


Tomas levantó las manos.


—Vale. Tú la conoces mejor que yo.


—Tienes razón. La conozco mejor.


—Hablando de regalos —siguió el abogado, claramente haciendo lo posible para ignorar la hostilidad que Pedro ni siquiera intentaba disfrazar—, ¿le gustó el tuyo?


Esa era una muy buena pregunta.


—Fue bastante bien, gracias.


Aclarándose la garganta, Tomas se reclinó.


—Tal vez deberíamos preocuparos en rellenar estos documentos de constitución y dejar fuera las cosas personales.


—¿Qué se supone que significa esto?


—Dijiste “bastante bien” —le contestó con una muy pobre imitación de un acento inglés—. Así es como habla la gente de las visitas al médico, Pedro. Pero no voy a meterme
con eso. Sé que no te gusta. Entonces miramos las fechas fijadas para el pago de impuestos y tu primera auditoría de beneficios. Si están bien, podemos presentarlo hoy.


Pedro se dio una sacudida mental. Paula había dicho que le gustaba su regalo y él no tenía ninguna razón para dudarlo. 


No, no se había quedado precisamente patitiesa, pero era impredecible. Esa era una de las cosas que más le gustaban de su exladrona de guante blanco. Si no hubiera sido así, le habría regalado joyas, ella habría exclamado extasiada y él se habría llevado una aguja de corbata o algo por el estilo. 


Su persistente preocupación no era que la estuviera presionando, porque sabía que lo estaba haciendo, si no que de nuevo estaba presionando un poquito más de la cuenta.


—O podemos sentarnos aquí a contemplarnos el ombligo —siguió Tomas —. Tú eres el jefe.


—Cállate ya —refunfuñó Pedro, inclinándose hacia los documentos de constitución otra vez. Aunque tras un instante, cerró la carpeta.


Savers y se metió uno en la boca—. Uno muy caro, pero no creo que a ninguno de los dos os importe mucho.


—Quería comprarle un anillo, Tomas.


Silencio.


Tomando aire, Pedro se levantó y fue hacia la ventana. La oficina de Paula, Chaves Security, estaba justo al otro lado de la calle. Por lo que sabía, ella había ido allí a quejarse a su socio, padre adoptivo y antiguo perista, Walter “Sanchez” Barstone, que el estúpido de Pedro le había regalado un cheque regalo para plantas en honor al aniversario de
su primer encuentro.


—Un anillo —repitió al final Tomas con la voz cascada—. ¿¡El anillo!?


—Un anillo de compromiso —aclaró Pedro—. Quiero pedirle a Paula que se case conmigo.


Pedro, eso es… ni siquiera sé qué decir.


—Qué tal: ¡Caray!, es una chica estupenda y los dos juntos estáis genial —sugirió Pedro con su mejor imitación del acento tejano.


—Jesús, espero en serio no sonar así. ¿Y puedes casarte con ella? Quiero decir, aunque diga sí, ¿tiene un certificado de nacimiento? ¿Un país de origen? Tú no puedes permitirte que su padre la delate, ni siquiera está muerto como se suponía, y la última vez que estuvieron juntos intentaron robar en el Museo Metropolitano de Arte.


—Me la haces parecer como una alienígena del espacio. Estoy seguro de que tiene un certificado de nacimiento en algún lugar. Y a pesar que no crea tener que recordártelo,
ella también pensaba que su padre estaba muerto hasta hace seis meses, y estaba trabajando con la policía de Nueva York y el FBI en el caso del Met.


—Vale, entonces pídeselo. Suelta la pregunta.


Él quería… y eso era lo que lo hacía todo tan difícil. Cuando quería algo, lo obtenía.


Ya lo comprara o manipulara a la parte contraria hasta que se lo daba. Así es como funcionaba su vida. Aunque Paula no seguía las reglas ni protocolos de nadie.


El collar de diamantes que le regaló en junio cuando se quedaron en su propiedad inglesa en el campo no la había asustado. De hecho, lo apreció. Pero un collar no tenía el
mismo significado que un anillo. Y todavía no estaba seguro de su reacción al ofrecerle el jardín.


Le había concedido el jardín de la piscina hacía casi nueve meses y ella todavía no había comprado ni una sola planta. 


Sí, habían estado ocupados con otras cosas, pero a menos que estuviera muy equivocado, ella remoloneaba sobre el jardín. Y si no podía manejar un jardín, definitivamente no sería capaz de manejar un anillo de compromiso.


—No te estoy pidiendo permiso —dijo por fin—. Solo te lo estoy contando.


—Y en respuesta, solo digo vaya mierda.


—Gracias por la aclaración. ¿Piensas que Cata sería capaz de llevar a Paula a comer? —le preguntó, poniéndose de espaldas a la ventana para poder ver la mayor de las fotos enmarcadas que Tomas tenía sobre la mesa. Toda la rubia familia Gonzales: Tomas, su mujer Cata, y sus tres hijos.


—Seguramente —contestó Tomas—. Pero Cata no va a ir por detrás y contarte todo lo que han hablado.


Aunque eso habría sido útil.


—Soy consciente de eso. Pero Paula no parece tener amigas y no quiero que todos sus consejos provengan de Walter Barstone. —De hecho, la única cosa positiva que
él tenía que decir sobre Barstone era que fue un mejor padre para ella que Martin Chaves.


Si el consejero espiritual y práctico de Paula no hubiera sido un perista de alto nivel, Pedro seguramente estaría más inclinado a que le cayera bien.


—No, no lo quieres —estuvo de acuerdo Tomas.


—La única otra mujer con la que habla es Patricia, y de ninguna de las maneras quiero que Paula se haga amiguita de mi ex mujer.


—¿Estás de broma? Esas dos se odian.


Personalmente, Pedro pensaba que era más complicado que eso, pero no iba a discutir las dinámicas de Paula y Patricia de evidente y horripilante fascinación la una por la otra.


—Y no tengo ningún problema con su animosidad —dijo cuando se dio cuenta que Gonzales todavía le estaba mirando.


—Entonces le mencionaré lo de la comida a Cata, pero no voy a contarle el porqué. Puedes hacerlo tú.


—Gracias.


—Sí, no me lo agradezcas todavía. Ella podría averiguar que Chaves en realidad te ha estado utilizando desde el primer día. Tú dijiste…


—¡Basta!


—No, voy a sacarlo. Tú dijiste que ella estaba “bien”, y así lo creo, con el cheque regalo del vivero. No se cayó de culo, lo cual tendría sentido. ¿En serio que una ladrona de guante blanco querría un jardín?


Pedro apoyó la columna contra el marco de la ventana. 


Tenía como norma no estallar cuando se enfadaba. La devolvía.


Solo Paula podía empujarlo más allá de lo que deseaba.


—Voy a decirlo una última vez —susurró, sabiendo que sonaba frío y no le importaba—. Amo a Paula Chaves. Confío en ella. A su manera, es la persona más honesta que he conocido jamás. Si vosotros dos no os caéis bien, de acuerdo. No la dejaré por ti, ni a ti por ella. Punto final.


Por la expresión de Tomas éste quería seguir discutiendo. 


Pedro esperó. Tras quince años o más manipulando duras y con frecuencia hostiles negociaciones, normalmente saliendo vencedor, se había convertido en una especie de experto leyendo a la gente. Y Tomas Gonzales estaba a punto de ceder. Un hombre más amable y menos competitivo seguramente habría librado a su amigo de la humillación cambiando de tema, pero Pedro quería oírlo.


—De acuerdo —dijo al final su amigo a duras penas—. Si quieres que se quede entonces pídeselo. No creo que yo sea el problema.


—Cabrón —gruñó Pedro. Primero miró la ventana y luego el papeleo sobre la mesa del abogado—. Vamos —dijo, dirigiéndose hacia la puerta.


—¿Ir dónde? —Tomas se levantó.


—A jugar al golf. —Abrió la puerta y salió al pasillo.


—No puedo ir a jugar al golf. Tengo dos reuniones esta tarde.


—Cancélalas. Tus asuntos son mis asuntos y te doy permiso. De hecho insisto.


—No… no tenemos reserva en el campo.


Pedro sacó su móvil y marcó.


—Robert Mayhill por favor —dijo cuando una agradable voz femenina contestó—. ¿Robert? Soy Pedro Alfonso. ¿Hay alguna manera de que puedas conseguirnos unos hoyos a
mi amigo y a mí en unos cuarenta minutos?


—Por supuesto, señor Alfonso. Me ocuparé de ello.


—Gracias. —Cerrando bruscamente el teléfono, Pedro se lo volvió a meter en el bolsillo—. ¿Y bien?


—En Mayhill. ¿Mar-a-Lago?


—¿Dónde si no?


Tomas suspiró.


—Haré que Shelly reprograme las reuniones.


—Bien.



* * *


—No —dijo Paula con un suspiro, aparcando el mensaje telefónico—. Les llamaré y les recomendaré otra empresa. Tal vez DeSilva.


Su secretario la miró sabiamente.


—Les ha robado al señor y a la señora Harkley.


Ella frunció el ceño.


—Sabes, Andres, un caballero no acusaría a una dama de tales cosas.


Andres Pendleton se levantó y fue hacia la nevera de la sala de reuniones para buscar una Coca-cola light. Alto e imponente, con el cabello rubio tirando hacia gris, parecía exactamente lo que era, un caballero sureño, casi de antes de la guerra civil.


—Tiene razón, señorita Paula—dijo con su prácticamente patentado acento sureño—. Y me disculpo. Permítame hacer esa llamada telefónica. He acompañado a Lydia Harkley a varias reuniones sociales en el transcurso de los años y juego al golf con Randall. Somos buenos amigos.


Al parecer no lo bastante buenos para informarles de quién, con toda probabilidad, les había robado su calavera de cristal maya hacía seis años. Pero ya que antes de conocerle Paula, Andres había trabajado como acompañante, un escolta profesional para las damas de Palm Beach, tal vez viera a sus amigos de la misma manera que ella tendía a hacerlo: un medio para un fin.


—Gracias, lo agradecería.


El recepcionista se sentó de nuevo apoyando la barbilla sobre ambos puños.


—Así que dime si a Pedro le gustó tu regalo.


Ella sonrió.


—Fue fabuloso. Prácticamente empezó a babear.


—¿No te conté que esos hombres pueden desglosarse en tres componentes? Comida, C…


—Coches y sexo. Sí, lo dijiste. Aunque me gustaría puntualizar que tú sugeriste correr en un circuito. Yo elegí el cuatro por cuatro.


—Sí, es verdad. Supongo que me tiran las carreras de coches tuneados.Paula lo golpeó en el brazo.


—Eres muy malo.


—Y no lo olvides.


En verdad, mientras ella estaba casi segura de que Andres era gay, Pedro decía que era una actuación. Al parecer un hombre que restauraba el motor de su propio El Dorado
del 62 tenía que ser hetero. De todas formas le caía bien, lo había hecho desde que se conocieron. Y ese era el porqué, cuando él empezó a aparecer por la oficina cogiendo
mensajes y ayudándola en la decoración y organización, estuvo de acuerdo. Sanchez preparaba los cheques, así que ni siquiera tenía la más mínima idea de lo que le pagaban a
Andres, pero todo el mundo parecía feliz con el arreglo.


—¿Algún otro cliente potencial que pueda rechazar? —preguntó, echando un vistazo a la carpeta frente a él.


—Llamaron de la galería de arte en el Town Center de Boca Ratón. Por lo que pude entender, parecen querer alguna clase de sistema de entrada sin llaves en plan barato.


Ella asintió. Pasar de ladrona de guante blanco a la consultoría e instalación de equipos de seguridad le pareció bien hacía nueve meses cuando empezó con Chaves
Security, pero no se había dado cuenta que habría un factor tan enorme del cociente de aburrimiento.


—Me pasaré por allí esta tarde. ¿Dijeron si querían teclado o con huella digital?


—No creo que tengan ninguna idea al respecto.


—Vale. —Sorbió su refresco, mientras Andres se sentaba frente a ella con sus ojos grises todavía observándola—. ¿Qué? —reaccionó ella al final.


—Tienes otra llamada.


El asunto sobre los caballeros sureños era que tenían tendencia a utilizar el mismo tono cálido ya estuvieran discutiendo sobre un premio de lotería súper millonario o la
muerte de la querida tía Mabel Sue. La única pista que ella tenía era el maldito parpadeo en sus ojos, pero eso también podía ser por la Viagra o algo parecido.


—¿Vamos a jugar a las veinte preguntas o vas a decirme quién llamó?


—El doctor Joseph Viscanti.


Un escalofrío de adrenalina le bajó presuroso por la columna y Paula se levantó.


—¿Y te guardaste esto para el final? Hijo de mala…


—Dijo que estaría fuera de su oficina hasta después de la una en punto, señorita Paula. De otro modo jamás habría retrasado contarle sobre su llamada.


Comprobando el reloj del microondas, soltó el aliento.


 Faltaban veinte minutos.


Normalmente no saltaba ni siquiera por el director del Museo de Arte del Metropolitan, pero Joseph Viscanti le había hecho una proposición de negocios única seis meses atrás.


Una que ni de lejos dio resultado pero si él llamaba…


—¿Te dio alguna pista de lo que quería? —le preguntó.


—No. Y créeme, intenté obtenerla.


—Entonces le llamaré. —Sacudió los hombros—. ¿Es todo?


—Dos, o tal vez tres, ofertas de trabajo en una semana, tres meses antes de que la temporada de invierno siquiera empiece, no está nada mal, señorita Paula.


—Lo sé, lo sé. Supongo que esperaba algo más…


—¿Emocionante?


—Interesante.


—¿Estáis hablando de mí? —provino desde el umbral de la sala de reuniones, y Paula sonrió.


—Sanchez. Hombre, ya es casi hora de cerrar. ¿Por qué te molestas en venir?


—Venga, no empieces con esa mierda conmigo, cariño —resonó, sacando un agua embotellada de la nevera y sentándose a su lado—. Me he pasado más tiempo en esta
maldita oficina que tú.


Considerando que ella había hecho que se retirara de su muy lucrativa carrera como perista de alto nivel, Sanchez definitivamente había ido más allá del deber al ayudarla a
poner en marcha un negocio de seguridad que a ninguno de ellos les gustaba especialmente.


Paula le dio una palmadita en la mano de piel oscura.


—Lo siento. Eres el mejor.


—Gracias. Eso es todo lo que quería oír. ¿Ahora qué hay de interesante?


—Andres me acaba de dar un mensaje de Joseph Viscanti. Supongo que le devolveré la llamada esta tarde.


El hombretón frunció el ceño.


—Voy a decírtelo una vez más, cariño, trabajar para los museos recuperando sus objetos robados no es manera de tener una larga vida.


—Como si robar cosas lo fuera.


—Al menos entonces te pagaban bien por tus servicios.


—No puedes gastar dinero si estás muerto.


Él le pinchó el hombro con un dedo grueso.


—Así opino yo.


—Sí, yo también.


Ya habían discutido si para empezar era menos peligroso llevarse las cosas o intentar devolverlas a los verdaderos propietarios. Ella sabía lo que le preocupaba a Sanchez,
y lo mismo le preocupaba a ella, deshacer el trabajo de un ladrón cruzaba una línea que ella sería incapaz de descruzar. Se había convertido en uno de los buenos y gracias a su vida notoria con Pedro Alfonso, todos los malos sabían dónde vivía.


Por otra parte, ella podía conseguir su parche de adrenalina sin preocuparse demasiado a ser obligada a esconderse o lanzarse por el trampolín. Por supuesto, robarle a la gente que compraba bienes robados tenía sus riesgos. Pero el riesgo le entusiasmaba.


Cuando se volvió a concentrar en Sanchez, éste estaba sacudiendo la cabeza frente a ella.


—No te reconozco,Pau —masculló.


El teléfono de recepción sonó y Andres se excusó para contestarlo. Paula se acercó lentamente a su antiguo perista y actual socio de negocios.


—¿Qué es lo que no sabes de mí?


—Todavía recibo pedidos de los agentes. Si quieres dar algún golpe podrías volar a París el fin de semana, echar el guante a un Monet y hacerte con un cuarto de millón.
¿Piensas que el Met va a pagarte algo así?


—No es por el dinero. Es por la descarga y por supuesto hacer bien las cosas.


—Claro. —Él sacudió la cabeza—. Antes ya estabas loca y esto no es una mejoría.


Ella tomó un trago del refresco.


—Claro que lo es.


—¿Por qué?… La única diferencia es que los polis podrían no visitarte.


—Sabes, no hay nada que diga que tenga que irrumpir en algún lugar y volver a robar cosas. Tal vez haga algo de investigación y después llame a los polis.


Sanchez resopló.


—¿Con quién te piensas que estás hablando? Tú jamás llamarías a la policía si pudieras entrar y dar el golpe.


—Tal vez sí o tal vez no. Pero al menos trabajando en el 
bando de los buenos he conseguido un novio realmente genial.


—Fantástico. ¿Eso es lo que necesitas? ¡Anda ya!, ¿estás tan loca que todavía sueñas con la casa grande en la colina?


—No quiero volver a tener esta conversación. Soy millonaria 
por mi cuenta, Sanchez.
Podría permitirme mi propia casa en la colina y sí, podría mantener mi antigua carrera, excepto que tarde o temprano mi suerte saldría por piernas y acabaría en la cárcel o muerta.
Tenía una carrera fenomenal pero no tengo ninguna intención de acabar como Martin.


Su padre había seguido trabajando demasiado tiempo, aceptando demasiados trabajos y acabó en prisión. Y seis meses atrás ella pensaba (todos pensaban) que había
muerto allí. Sin embargo tan pagado de sí mismo como fingía estar ahora, la nueva versión de Martin Chaves nunca alardearía sobre estar trabajando con la Interpol, incluso una que él parecía creer poder manipular.


—Cielo, solo me preocupa que ahora estés trabajando incluso con menos red de seguridad. Porque cuanto más tiempo pases con el bollito inglés, no podrás esfumarte si
algo sale rana. Estás viviendo en casas que tienen nombre y todo el mundo sabe tu dirección.


—Aunque el bollito es muy mono.


—Sé que así lo piensas.


Paula se inclinó para besarlo en la punta de la nariz.


—Y sé que te preocupas por lo que estoy haciendo. Pero aún así voy a devolverle la llamada a Viscanti.


Sanchez se arrellanó, soltando un suspiro.


—Sí, lo pensaba. —Apretando el tapón de la botella de agua, él se levantó—. ¿Todavía mandarás a Deltrey y a Jaime para tirar el cableado en el trabajo Mallorey?


Ella asintió.


—Gwyneth monta un acto benéfico el próximo fin de semana, así que tenemos que tenerlo hecho antes de entonces. —Un acto benéfico al que ella y Pedro asistirían, así que necesitaba tener el sistema de seguridad renovado o jamás se lo quitaría de encima.


—Estás loca, Paula—refunfuñó Sanchez poniéndose en pie—. En serio, realmente loca.


Seguramente. Tal vez Pedro también lo pensara y ese fuera el porqué le había dado el cheque regalo para plantas en su cosa esa del aniversario.


—Gracias —dijo en voz alta, siguiendo a Sanchez por el corto pasillo hacia su oficina—. Llamaré a Gwyneth.


—Y firma esos ruines comprobantes de efectivo sobre tu mesa —lanzó por encima del hombro mientras seguía hacia su oficina—. No quiero que me pille Hacienda como a
Capone.


Jesús. Ruines comprobantes de efectivo, empleados, plantas de aniversario. La llamada de Joseph Viscanti mejor que fuera interesante o lo siguiente iba a ser empezar a
beber.


—¿Señorita Paula? —su nombre hizo eco en el intercomunicador de la oficina.


Ostras, odiaba que su voz rebotara por las paredes. Se acercó al teléfono de la sala de reuniones y pulsó el altavoz.


—¿Qué pasa, Andres?


—Tiene una llamada.


—¿Viscanti?


—No. Una mujer.


Sin duda Andres ocultaba algo.


—Pásala aquí. —Qué narices. Incluso si la curiosidad mataba al gato, a ella todavía le quedaban un par de vidas—. Paula Chaves.


—¿Tía Pau? —preguntó una joven voz. Ella frunció el ceño


—. ¿Laura? —Laura Gonzales, la hija del abogado, era la única niña que la consideraba pariente, y eso era solo por su así llamado tío Pedro—. ¿Va todo bien?


—No. Papá dice que recuperas tesoros perdidos. —Genial. ¿Alguien le había robado el chicle a una niña de diez años?


—Para museos y similares, sí.


—Vaya.


Paula esperó un segundo, escuchando en el silencio. Luego tomó aliento.


—¿Has perdido algo?


—No mío, exactamente. Mi clase acababa de conseguir un fantástico modelo anatómico de tamaño real, ya sabes, de esos que se quita la parte de delante y puedes ver todos los órganos internos y los separas. Alguien se lo llevó anoche.


—Qué lástima —dijo Paula—. ¿Llamó el director a la policía?


—Sí, pero les dio lo mismo. Y mi profesora, la señorita Barlow, iba a darnos una clase de anatomía, y yo quiero ser médico, pero ahora tendremos que mirar fotos o algo parecido en vez de utilizar el modelo anatómico. ¡Qué asco!


—Guau. Lo siento, cariño. ¿Y si compro un nuevo modelo anatómico para tu clase?


—Pero alguien robó el nuestro. Papa también dijo que él compraría uno nuevo y que quien se lo llevó solo tiene mala sangre pero no es cierto ¿sabes?


Mala sangre ¡eh! ¿Había hecho ese pequeño comentario sarcástico por ella?


—Te diré lo que vamos a hacer, Lau. Preguntaré por ahí y veré qué puedo averiguar. ¿Vale?


—No. Quiero que lo encuentres. Te contrataré.


Genial.


—Ya hablaremos de eso.


—Gracias, tía Pau. La clase de anatomía empieza este lunes no, el siguiente. Y el nombre del hombre anatómico es Clark. Está escrito en la parte trasera de la cabeza. —Dijo entre risitas.


—Ah. ¿Fue idea de la señorita Barlow?


—Sí. Piensa que se parece a Supermán cuando lleva puesto el cráneo, el pecho y todos sus órganos y huesos dentro.


La señorita Barlow necesitaba un novio.


—Te haré saber si averiguo algo. Adiós cielo.


—Adiós, tía Pau.


Bueno, si Joseph Viscanti no tenía en efecto un trabajito para ella, al menos tenía para encontrar al hombre anatómico. Sí, la vida de una exladrona era glamorosa.






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