martes, 3 de febrero de 2015

CAPITULO 155




—¡Mierda!


Paula casi se atragantó con su CocaCola Light. Cogió el mando del televisor y subió el sonido. —¡Pedro!


Pedro salió de su despacho al cabo de unos segundos y entró en la sala de estar. —¿Qué suce...?


—Mira —dijo, señalando la televisión.


Se sentó junto a ella, emitiendo un gruñido que bien podría haber sido una maldición o una carcajada.


—Tienes un aspecto verdaderamente letal —dijo un momento después.


En el telediario, Paula, en carne y hueso, atravesaba corriendo la galería del Museo Metropolitano de Arte. Segundos más tarde, en una grabación cada vez menos firme y con mayor nivel de humo, de un tirón quitaba de en medio a una mujer y accionaba un control remoto con el fin de cerrar la puerta antiincendios.


—Puñeteros turistas —masculló, mirando furiosa el mensaje al pie de la pantalla que rezaba «grabación de un videoaficionado».


Menos mal que se había puesto una peluca. El equipo de reporteros únicamente podía especular acerca de la misteriosa mujer y, por supuesto, comentar la participación del multimillonario Pedro Alfonso y su pareja, Paula Chaves, en la recuperación de los dos cuadros y los diamantes robados. Con un poco de suerte nadie la identificaría como la «mujer misteriosa del museo».


—El FBI sabrá que soy yo, sobre todo cuando les resulte imposible localizar a la rubia. ¿Y por qué siempre se refieren a mí como a «la pareja que vive con él» ?


Pedro enarcó una ceja, luego hizo una mueca de dolor y se tocó el vendaje que le cubría los puntos.


—¿Te estás quejando por cómo te llaman en los medios?


—No. Lo que pasa es que... Oh, ¿Qué narices me importa? Salgo en la maldita tele. Una vez más. —Dejó el mando a distancia con brusquedad—. Pueden tomar imágenes mías en pleno «no robo», pero no son capaces de recuperar el vídeo que grabaste y que implicaba a Locke.


—Al menos dicen que la rubia misteriosa ayudó en la captura de los ladrones. Saben que no formaste parte del intento de robo.


—No quiero que digan nada de nada. —Ayer había pensado que Ripton prácticamente había convencido a los buenos de que no era apta como testigo.


Ahora los telediarios disponían de imágenes de una mujer dentro del museo que, aparte de ser rubia, encajaba perfectamente con su descripción.


Pedro alargó el brazo hasta el teléfono.


—Llamaré a Abel para ponerle sobre aviso.


El aparato sonó justo cuando lo tocó.Paula se sobresaltó, luego no pudo evitar reírse de sí misma.


—Tío, necesito unas vacaciones —farfulló.


Pedro cogió la llamada.


—Hola. —Su expresión se tornó hermética y acto seguido completamente adusta—. Es para ti —dijo, pasándole el aparato.


—¿Quién es? —preguntó sin articular sonido alguno.


Pedro cruzó los dos dedos índice. Genial: la ex.


—Hola, Patricia —dijo, mirándole con el ceño fruncido.


—Voy a dar por supuesto —dijo la ex esposa de Pedro con un repipi y muy marcado acento británico—, que tenías intención de llamarme para decirme que estabas equivocada con respecto a Boyden Locke, y que te disculpas por tratar de emparejarme con él.


—De acuerdo. —Aquello sonaba bastante razonable—. Quise llamarte en cuanto descubrí lo de Locke y siento haber intentado emparejaros. —Hizo una pausa—. Aunque a Locke todavía no le han imputado nada, así que supongo que eso le coloca un peldaño o dos por encima de Ricardo y Daniel.


—Eso no... —La interrumpió la voz aguda de Patricia—. No ha sido él, ¿verdad?


¡Ay, santo Dios!


—Patty, te tomes o no en serio cualquier otra cosa que yo diga, en este instante te sugiero que le des boleto a Locke.


—Humm. Estoy impaciente por darte el mismo consejo cuando a Pedro se le pase el encaprichamiento y te relegue al mismo lugar que a mí.


—Gracias por esta perla de sabiduría —respondió Paula, cohibiéndose para no decirle a Patty que Pedro había contratado a un ayudante para poder pasar más tiempo con ella.


—Sí, bueno, estoy sumamente disgustada con todo esto.


—Y yo estoy desayunando. Adiós, Patty.


—Patri...


Colgó el teléfono y se lo arrojó de nuevo a Pedro.


—Lo siento si querías que nos llevásemos bien —dijo.


Pedro dejó escapar un bufido.


—Me conformaré con que las dos estéis lo más lejos posible la una de la otra, mi amor.


El timbre de la puerta sonó cuando Pedro intentaba hacer de nuevo la llamada. ¡Genial! Seguramente se trataba del FBI. Con el corazón comenzando a acelerársele, se agachó para volver a atarse los cordones de los zapatos. Primero la grabación, luego Patty y ahora la puerta. Podría tratarse de una coincidencia, pero no estaba dispuesta a apostar su libertad o su vida.


—¿No vas a abrir la puerta? —preguntó Pedro, tapando el teléfono con la mano.


Pau se puso en pie.


—Me largo por la ventana. Te llamo desde casa de Dario y me cuentas si es o no seguro volver.


—Luego te llamo —dijo al teléfono y lo arrojó al sillón—. Paula, eres buena, y nadie que te vea podría pensar lo contrario.


—De acuerdo. Puede que seas miembro de honor de mi club de fans, pero no quiero volver a llevar esposas. Nunca más.


Pedro se levantó, agarrándola del brazo cuando ella llegaba al pasillo.


—Espera aquí —dijo con brusquedad—. Yo abriré la puerta. Y tú... quédate junto a la ventana de atrás. Si la cosa no pinta bien diré algo sobre los yankis.


Por un instante desechó la noción de que si la ayudaba a escapar bien podría acabar en prisión. Pedro lo sabía tan bien como ella. De modo que en su lugar le dio un beso apresurado y echó a correr hasta el dormitorio principal, a por la mochila que siempre tenía a mano y que contenía todo lo indispensable en caso de que alguna vez tuviera que huir.


Abajo, la puerta principal se abrió y Paula alcanzó a distinguir un murmullo de voces masculinas. No se mencionó nada sobre los «yankis», pero de todos modos apartó la mesa de debajo de la ventana y abrió el pestillo.


—Paula, ¿puedes bajar un momento? —dijo Pedro en voz alta.


Está bien, o era seguro, o era muy malo y necesitaba ayuda. 


Con una mueca, tiró la mochila debajo de la mesa del pasillo y se encaminó hasta las escaleras.


—Estamos en el salón.


Pedro no parecía preocupado, pero claro, Pedro no se preocupaba por poca cosa. Caminando de puntillas, preparada aún para moverse en cualquier dirección, se apoyó en la entrada.


Abel Ripton estaba sentado en el sofá y Pedro en una butaca frente a él. Había un tercer hombre, bajito, enjuto y con aspecto de no haber pegado ojo en los últimos dos días, sentado junto al abogado.


Bien, podría con esos tipos.


—Hola, Abel—dijo, dejándose ver.


Los tres hombres se pusieron en pie, precedidos por su querido sir Galahad, naturalmente.


—Abel está aquí por un asunto no oficial —le informó, indicándole que se uniera a ellos.


Todos tomaron asiento de nuevo cuando se sentó ella.


—¿No oficial? ¿Qué clase de asunto extraoficial? —preguntó.


—Pau, te presento a Joseph Viscanti. Joseph, está es Paula Chaves. Joseph es...


—El director del Museo Metropolitano de Arte —concluyó Pau. ¡Vaya, qué bien! Si quería que se disculpase por haber hecho un estropicio en su edificio, ya podía ir olvidándose. Oficialmente, ella no había estado allí.


—Abel y yo jugamos juntos al tenis —dijo Viscanti con el tono sereno y suave de un bibliotecario—. Y resulta que sé que colabora con Alfonso.


La conversación pasó rápidamente de ser preocupante a tediosa.


—Eso es estupendo —dijo con una sonrisa fingida—. Según las noticias, supongo que ayer no tuvo un buen día.


—Sí, así fue. Gracias a Dios que nadie se llevó nada del recinto, aunque vamos a tener que realizar algunas reparaciones en los lienzos que fueron cortados de sus marcos.


—Si me permite preguntar, parece que tiene muchas cosas de qué ocuparse. ¿Qué hace aquí?


Viscanti se aclaró la garganta. De haber llevado gafas, supuso que se las estaría quitando y limpiándolas en esos momentos.


—Esto es un tanto delicado, pero le seré franco. Moviéndome en el mundo en que me muevo, he oído cosas. Conozco su reputación, señorita Chaves.


Pedro se puso tenso.


—Todos sabemos que el padre de Paula era un ladrón de guante blanco. Eso no significa que ella tenga algo que ver con...


—Oh, no, no. No he venido por eso. Sé que trabaja como asesora de seguridad, y que la fortuna le ha sonreído al encontrar obras de arte robadas a otras personas. Me preguntaba si podría... interesarle recuperar un Renoir que fue robado hace ocho meses de nuestro almacén. Nos las hemos arreglado para mantenerlo en secreto, pero nuestra aseguradora está empeñada en que fue un trabajo desde dentro y se niega a pagar.


Por un solo instante, Paula se sintió como si la hubiera alcanzado un rayo. Una recuperación. Había oído de algunos que trabajaban en ese campo, la mayoría a favor de las compañías aseguradoras. Pero no muchos, y no durante demasiado tiempo.


—Como usted ha dicho —intervino Pedro, su voz sacó a Paula de sus pensamientos—, Pau es asesora de seguridad. Ni está, ni ha estado nunca involucrada en ningún robo. Bajo ningún concepto...


—¿De cuánta información dispone sobre el robo? —le interrumpió, la voz le temblaba ligeramente debido a la expectación que le era imposible ocultar. ¡Dios santo! Se sentía como si acabara de aceptar llevar a acabo un complicado golpe: los mismos escalofríos, la misma intensa y potente descarga de adrenalina.


—Tengo un informe de cinco centímetros de grosor que puedo enviarle por mensajero si está interesada. El museo estaría dispuesto a pagar ochenta mil dólares por recuperar la pintura. —La mirada de Viscanti se desvió hacia Pedro—. No estoy insinuando nada, señor Alfonso. Tan sólo se trata de averiguar si la señorita Chaves podría estar interesada en ayudar o no al museo.


—Me interesa.


—Paul...


—Sería estupendo que pudiera hacerme llegar hoy ése informe —prosiguió, levantándose. También se estaba elevando la temperatura de Pedro; no tenía ni que mirarle para saberlo. De modo que debía librarse de estos tipos antes de que él lo fastidiara.


—Lo tendrá está misma tarde.


Los tres hombres se pusieron en pie y Pau les acompañó hasta la puerta.


—Ha sido un placer conocerle, señor Viscanti. Le avisaré de mi decisión.


—Gracias.


Cerró la puerta después de que ellos salieran, a continuación regresó y tomó asiento en el sofá. Recuperar un cuadro. ¡La releche!


—Paula.


Pedro se apoyó en el quicio de la puerta, su oscura mirada azul se cruzó con la de ella.


—¿Qué?


—No me gusta.


Paula tomó aire pausadamente.


—¿Concretamente, qué es lo que no te gusta?


—Que hagas este trabajo para Viscanti.


Y así de simple, él quería aguarle la fiesta. Aquél era el primer trabajo guay que había encontrado dentro de la legalidad, y Pedro había decidido que no le gustaba al cabo de tan sólo cinco minutos. Levantándose, se acercó hasta él.


—Pues es una lástima que no dependa de ti, porque...


—Dile que no —dijo taxativamente con voz cortante y concisa.


—¿Que le diga que no? ¿Estás chalado? No pienso...


—Siéntate.


—No voy a...


—¡Siéntate!


Paula se cruzó de brazos, fulminándole con la mirada. Él le devolvió la misma mirada furibunda, su expresión, a diferencia de la de Paula, era inescrutable.


—Está bien.


Volvió a la butaca con paso airado y tomó asiento. Sus manos estaban cerradas en dos puños, y esperaba a que Pedro le diera una sola orden más.


Él ocupó el asiento que Viscanti había dejado vacante.


—No te estoy ordenando que hagas nada.


—Como si necesitara tu maldito permis...


—¿Quieres callarte y dejar que diga lo que trato de decir?


—Claro —respondió con sarcasmo, recostándose en la butaca—. Adelante.


—Gracias. —Tomó aire, exhalando lentamente—. Sé que deseas hacerlo. Prácticamente se te cae la baba sólo de pensar en realizar un robo por una buena causa.


Pedro se detuvo, esperando obviamente que ella le interrumpiera, pero Paula no pensaba darle esa satisfacción. 


Había dicho que quería hablar, e iba a dejar que lo hiciera. 


Luego le comunicaría lo que pensaba punto por punto.


—Quiero que lo pienses durante un minuto —continuó finalmente—. No dudo que poseas la destreza y la inteligencia suficiente como para llevarlo a cabo y salir victoriosa. Pero si recuperas el Renoir, se correrá la voz. A otros museos, a la gente a quienes han robado, y a quienes dieron el golpe. —Pedro se sentó en el borde del sofá, apoyando la mano en su rodilla—. Fuiste tú quien dijo que no sabías a ciencia cierta cómo te sentirías enfadando a tus antiguos colegas. Para ti, ser asesora de seguridad es una forma de evitar eso. Es...


—Es colocarme un letrero de «Propiedad Privada» —reconoció a regañadientes—. Si se lo saltan y son pillados, no es culpa mía.


Tenía razón; entrar y robar a un ladrón representaba una confrontación mucho más directa. Significaría tener que decidir de qué lado estaba, de una vez por todas. Y Pedro se había percatado de eso, a pesar de que a ella la gran emoción que le había provocado la idea de dar un golpe le había impedido verlo.


—¡Vaya! —dijo en voz baja—. Esto es gordo.


—Sí, lo es.


Paula contempló su apuesto y preocupado rostro durante un largo rato. Si aceptaba el trabajo, sus antiguos colegas ladrones se enterarían. Tal vez le ofrecieran más, o tal vez no. Pero eso no era lo importante, porque si lo hacía una vez, no habría vuelta atrás. Ninguno de sus antiguos colegas volvería a confiar ni a trabajar con ella.


—Si lo hago, la cosa podría ponerse peligrosa.


Pedro asintió.


—Yo no diría que tu vida sea precisamente aburrida en estos momentos.


—No me refería solo a mí.


—Lo sé.


—Así que, no te parecería mal.


—No depende de mí.


—Pero estarías conforme —repitió.


—Estaría preocupado, pero sí, estaría conforme. Aunque la cuestión es si tú estarías conforme.


—Sí. Me parece que lo estaría.


—Te «parece» que lo estarías.


Paula cerró los ojos, esperando sentir incertidumbre o temor ante la idea de verse atrapada en esa vida. Pero no sintió nada de eso. Abrió los ojos de nuevo.


—Sé que me gustaría hacerlo —dijo con serenidad.


—De eso era de lo que quería que estuvieras segura —dijo Pedro, apartándose de su asiento para arrodillarse a sus pies—. Porque creo que se te daría de miedo ser de los «buenos».


Paula le lanzó los brazos al cuello y le plantó un sonoro beso.


—Eres genial, Pedro.


—Sí, ya lo sé.




No hay comentarios:

Publicar un comentario