martes, 3 de febrero de 2015
AVISO
ESTA HISTORIA TIENE 5 LIBROS Y SOLO TRES ESTAN EN ESPAÑOL,CUANDO SALGAN LOS OTROS DOS LOS VOY A AGREGAR A LA ADAPTACION
EPILOGO
Martes, 2.21 p.m.
—Pero continuaríamos con la consultoría —dijo Andres Pendleton, sentándose en el mostrador de recepción de Chaves Security en Palm Beach, Florida.
—Sería la mayor parte de nuestro trabajo, al menos al principio —respondió Paula, tomando un trago de su lata de CocaCola Light—. No todos los días habrá material con un valor lo bastante elevado como para que los museos y propietarios estén dispuestos a soltar tanta pasta para recuperarlo. —Se encogió de hombros—. Puede que no vuelvan a encargarnos un trabajo como éste. Pero quiero estar preparada en caso contrario.
Andres esbozó su encantadora sonrisa sureña.
—Resulta muy excitante, señorita Paula. Seremos una especie de Robin Hood.
—Rufianes,en todo caso —dijo Sanchez con mayor escepticismo desde su asiento en la sala de recepción.
—No estoy pidiendo una votación. —Paula se giró para mirarle a la cara—. Pero si no te gusta, no me vengas con sarcasmos. Dímelo y punto.
—Tan sólo me pregunto qué vas a hacer si esto sale bien y recibes una llamada de algún tipo al que le hayan robado, por ejemplo, una calavera de cristal maya. ¿Aceptarás ese trabajo?
Sabía a qué se refería. La calavera de cristal había sido uno de sus golpes. La había robado, y si se la birlaba a la persona a quien Sanchez y ella se la habían vendido, se crearía un montón de enemigos además de sus normalmente contrariados ex colegas.
—Supongo que tomaremos las cosas según vengan —dijo—. Decidiremos caso a caso.
—Y Alfonso te apoya en esto.
—Sí, así es —respondió Pedro desde la entrada con su refinado acento británico—. Me da la impresión de que es esto o comprarle un cañón del que salir disparada.
Pau le dedicó una sonrisita jactanciosa.
—Y has venido para...
—Tomas va a acercarse a recogerme para ir a almorzar. He venido a invitarte.
—No, gracias. Tener una oficina en la calle de enfrente de donde se encuentra la de Gonzales es más que suficiente. No pienso ir a comer con él más a menudo de lo necesario.
—De acuerdo —se acercó y la besó suavemente en la boca—. Entonces, nos vemos luego.
—Muy bien.
El teléfono de la oficina sonó y Andres lo atendió.
—Chaves Security. Buenas tardes. —Hizo una pausa—. Un momento. —Puso la llamada en espera y levantó la mirada hacia ella—. Tengo a un tal John Robie al teléfono y quiere hablar contigo, señorita Paula.
El corazón dejó de latirle. Sanchez se había puesto de pie con dificultad, pero reconoció el nombre en código.
—Pásame la llamada a mi despacho —dijo.
—¿Paula?
Pedro se detuvo en la entrada de recepción, a juzgar por su expresión se había dado cuenta de que algo sucedía.
—¿Tienes un minuto? —le preguntó. Pedro volvió a cerrar la puerta y le indicó que le precediera. —Por supuesto.
Ya en su despacho, activó el altavoz.
—Sigo creyendo que John Robie es bastante obvio, Martin.
Pedro se sentó lentamente en la butaca frente al escritorio.
—Tal vez, pero tiene clase —dijo la voz de su padre, reverberando en la pequeña estancia—. Tienes puesto el altavoz. ¿Por qué? ¿Quién hay contigo?
—Pedro.
—Coge el auricular, Pau. Es un asunto de familia. Es privado.
—Pedro es de la familia. Y no vas a volver a jugármela. ¿Qué quieres?
—Supongo que me hiciste una especie de favor —dijo al cabo de un instante—. La INTERPOL está satisfecha, en cualquier caso. Pero la próxima vez que intentes detenerme, no estaré nada contento.
—Permíteme que te dé el mismo consejo.
—No era más que otra lección para ti, Paula. Te he enseñado todo lo que sabes.
—No, me has enseñado todo lo que tú sabes.
Él rio entre dientes.
—Eso es lo que tú te crees. Alfonso, no le quites el ojo de encima. Es muy lista.
—Eso me gusta de ella —intervino Pedro con frialdad.
—Martin, creo que debes saber que voy a trabajar con el Museo Metropolitano para recuperar algunos cuadros robados por alguien que salió impune. —Seguramente no era prudente provocarle, pero su plan podría haberle supuesto la muerte.
—Eso es una gran estupidez. Iba a sugerir que sería una lástima desperdiciar mi recién estrenada inocencia. Podríamos volver a trabajar juntos, como en los viejos tiempos.
Sintió la mirada de Pedro clavada en ella, pero no apartó la suya del aparato.
—No quiero volver a los viejos tiempos, Martin. Quiero los nuevos. Puede que te convenga evitar hacer algo que pueda crearnos un conflicto de intereses.
—Lo único que puedo garantizarte, Pau, es que eres una digna hija de tu padre. Ser honrada puede resultarte divertido durante un tiempo, pero, a la larga, no forma parte de tu naturaleza. No tardarás mucho en descubrirlo.
La llamada se cortó.
—Se equivoca, lo sabes. —Pedro se puso en pie y se desplazó al lado del escritorio, acuclillándose a su lado.
Paula bajó la mirada hacia él.
—Me alegro de que uno de los dos esté seguro de eso. —Paula se aclaró la garganta—. Es decir, joder, si hubiera hecho un trato con la INTERPOL, podría estar retirada con una nueva identidad y disponer de una nueva oportunidad para hacer el mal. Hasta podría ser rubia.
—¿Quieres dejarlo ya? Me gusta el pelo caoba. Me gusta tu pelo. —Hizo una pausa—. Y confío en ti —dijo bajando más la voz—. Pero hablando de retiros, ¿qué plan de jubilación te ofrece este nuevo negocio?
Paula le brindó una sonrisa.
—Qué más da, ya he pescado a un ricachón. —Se bajó de la silla al suelo y le besó.
Un ricachón, y un nuevo y excitante capítulo de su vida por comenzar. Dios, ¿qué podría salir mal si se contrataba a una ex ladrona para recuperar obras de arte robadas?
CAPITULO 155
—¡Mierda!
Paula casi se atragantó con su CocaCola Light. Cogió el mando del televisor y subió el sonido. —¡Pedro!
Pedro salió de su despacho al cabo de unos segundos y entró en la sala de estar. —¿Qué suce...?
—Mira —dijo, señalando la televisión.
Se sentó junto a ella, emitiendo un gruñido que bien podría haber sido una maldición o una carcajada.
—Tienes un aspecto verdaderamente letal —dijo un momento después.
En el telediario, Paula, en carne y hueso, atravesaba corriendo la galería del Museo Metropolitano de Arte. Segundos más tarde, en una grabación cada vez menos firme y con mayor nivel de humo, de un tirón quitaba de en medio a una mujer y accionaba un control remoto con el fin de cerrar la puerta antiincendios.
—Puñeteros turistas —masculló, mirando furiosa el mensaje al pie de la pantalla que rezaba «grabación de un videoaficionado».
Menos mal que se había puesto una peluca. El equipo de reporteros únicamente podía especular acerca de la misteriosa mujer y, por supuesto, comentar la participación del multimillonario Pedro Alfonso y su pareja, Paula Chaves, en la recuperación de los dos cuadros y los diamantes robados. Con un poco de suerte nadie la identificaría como la «mujer misteriosa del museo».
—El FBI sabrá que soy yo, sobre todo cuando les resulte imposible localizar a la rubia. ¿Y por qué siempre se refieren a mí como a «la pareja que vive con él» ?
Pedro enarcó una ceja, luego hizo una mueca de dolor y se tocó el vendaje que le cubría los puntos.
—¿Te estás quejando por cómo te llaman en los medios?
—No. Lo que pasa es que... Oh, ¿Qué narices me importa? Salgo en la maldita tele. Una vez más. —Dejó el mando a distancia con brusquedad—. Pueden tomar imágenes mías en pleno «no robo», pero no son capaces de recuperar el vídeo que grabaste y que implicaba a Locke.
—Al menos dicen que la rubia misteriosa ayudó en la captura de los ladrones. Saben que no formaste parte del intento de robo.
—No quiero que digan nada de nada. —Ayer había pensado que Ripton prácticamente había convencido a los buenos de que no era apta como testigo.
Ahora los telediarios disponían de imágenes de una mujer dentro del museo que, aparte de ser rubia, encajaba perfectamente con su descripción.
Pedro alargó el brazo hasta el teléfono.
—Llamaré a Abel para ponerle sobre aviso.
El aparato sonó justo cuando lo tocó.Paula se sobresaltó, luego no pudo evitar reírse de sí misma.
—Tío, necesito unas vacaciones —farfulló.
Pedro cogió la llamada.
—Hola. —Su expresión se tornó hermética y acto seguido completamente adusta—. Es para ti —dijo, pasándole el aparato.
—¿Quién es? —preguntó sin articular sonido alguno.
Pedro cruzó los dos dedos índice. Genial: la ex.
—Hola, Patricia —dijo, mirándole con el ceño fruncido.
—Voy a dar por supuesto —dijo la ex esposa de Pedro con un repipi y muy marcado acento británico—, que tenías intención de llamarme para decirme que estabas equivocada con respecto a Boyden Locke, y que te disculpas por tratar de emparejarme con él.
—De acuerdo. —Aquello sonaba bastante razonable—. Quise llamarte en cuanto descubrí lo de Locke y siento haber intentado emparejaros. —Hizo una pausa—. Aunque a Locke todavía no le han imputado nada, así que supongo que eso le coloca un peldaño o dos por encima de Ricardo y Daniel.
—Eso no... —La interrumpió la voz aguda de Patricia—. No ha sido él, ¿verdad?
¡Ay, santo Dios!
—Patty, te tomes o no en serio cualquier otra cosa que yo diga, en este instante te sugiero que le des boleto a Locke.
—Humm. Estoy impaciente por darte el mismo consejo cuando a Pedro se le pase el encaprichamiento y te relegue al mismo lugar que a mí.
—Gracias por esta perla de sabiduría —respondió Paula, cohibiéndose para no decirle a Patty que Pedro había contratado a un ayudante para poder pasar más tiempo con ella.
—Sí, bueno, estoy sumamente disgustada con todo esto.
—Y yo estoy desayunando. Adiós, Patty.
—Patri...
Colgó el teléfono y se lo arrojó de nuevo a Pedro.
—Lo siento si querías que nos llevásemos bien —dijo.
Pedro dejó escapar un bufido.
—Me conformaré con que las dos estéis lo más lejos posible la una de la otra, mi amor.
El timbre de la puerta sonó cuando Pedro intentaba hacer de nuevo la llamada. ¡Genial! Seguramente se trataba del FBI. Con el corazón comenzando a acelerársele, se agachó para volver a atarse los cordones de los zapatos. Primero la grabación, luego Patty y ahora la puerta. Podría tratarse de una coincidencia, pero no estaba dispuesta a apostar su libertad o su vida.
—¿No vas a abrir la puerta? —preguntó Pedro, tapando el teléfono con la mano.
Pau se puso en pie.
—Me largo por la ventana. Te llamo desde casa de Dario y me cuentas si es o no seguro volver.
—Luego te llamo —dijo al teléfono y lo arrojó al sillón—. Paula, eres buena, y nadie que te vea podría pensar lo contrario.
—De acuerdo. Puede que seas miembro de honor de mi club de fans, pero no quiero volver a llevar esposas. Nunca más.
Pedro se levantó, agarrándola del brazo cuando ella llegaba al pasillo.
—Espera aquí —dijo con brusquedad—. Yo abriré la puerta. Y tú... quédate junto a la ventana de atrás. Si la cosa no pinta bien diré algo sobre los yankis.
Por un instante desechó la noción de que si la ayudaba a escapar bien podría acabar en prisión. Pedro lo sabía tan bien como ella. De modo que en su lugar le dio un beso apresurado y echó a correr hasta el dormitorio principal, a por la mochila que siempre tenía a mano y que contenía todo lo indispensable en caso de que alguna vez tuviera que huir.
Abajo, la puerta principal se abrió y Paula alcanzó a distinguir un murmullo de voces masculinas. No se mencionó nada sobre los «yankis», pero de todos modos apartó la mesa de debajo de la ventana y abrió el pestillo.
—Paula, ¿puedes bajar un momento? —dijo Pedro en voz alta.
Está bien, o era seguro, o era muy malo y necesitaba ayuda.
Con una mueca, tiró la mochila debajo de la mesa del pasillo y se encaminó hasta las escaleras.
—Estamos en el salón.
Pedro no parecía preocupado, pero claro, Pedro no se preocupaba por poca cosa. Caminando de puntillas, preparada aún para moverse en cualquier dirección, se apoyó en la entrada.
Abel Ripton estaba sentado en el sofá y Pedro en una butaca frente a él. Había un tercer hombre, bajito, enjuto y con aspecto de no haber pegado ojo en los últimos dos días, sentado junto al abogado.
Bien, podría con esos tipos.
—Hola, Abel—dijo, dejándose ver.
Los tres hombres se pusieron en pie, precedidos por su querido sir Galahad, naturalmente.
—Abel está aquí por un asunto no oficial —le informó, indicándole que se uniera a ellos.
Todos tomaron asiento de nuevo cuando se sentó ella.
—¿No oficial? ¿Qué clase de asunto extraoficial? —preguntó.
—Pau, te presento a Joseph Viscanti. Joseph, está es Paula Chaves. Joseph es...
—El director del Museo Metropolitano de Arte —concluyó Pau. ¡Vaya, qué bien! Si quería que se disculpase por haber hecho un estropicio en su edificio, ya podía ir olvidándose. Oficialmente, ella no había estado allí.
—Abel y yo jugamos juntos al tenis —dijo Viscanti con el tono sereno y suave de un bibliotecario—. Y resulta que sé que colabora con Alfonso.
La conversación pasó rápidamente de ser preocupante a tediosa.
—Eso es estupendo —dijo con una sonrisa fingida—. Según las noticias, supongo que ayer no tuvo un buen día.
—Sí, así fue. Gracias a Dios que nadie se llevó nada del recinto, aunque vamos a tener que realizar algunas reparaciones en los lienzos que fueron cortados de sus marcos.
—Si me permite preguntar, parece que tiene muchas cosas de qué ocuparse. ¿Qué hace aquí?
Viscanti se aclaró la garganta. De haber llevado gafas, supuso que se las estaría quitando y limpiándolas en esos momentos.
—Esto es un tanto delicado, pero le seré franco. Moviéndome en el mundo en que me muevo, he oído cosas. Conozco su reputación, señorita Chaves.
Pedro se puso tenso.
—Todos sabemos que el padre de Paula era un ladrón de guante blanco. Eso no significa que ella tenga algo que ver con...
—Oh, no, no. No he venido por eso. Sé que trabaja como asesora de seguridad, y que la fortuna le ha sonreído al encontrar obras de arte robadas a otras personas. Me preguntaba si podría... interesarle recuperar un Renoir que fue robado hace ocho meses de nuestro almacén. Nos las hemos arreglado para mantenerlo en secreto, pero nuestra aseguradora está empeñada en que fue un trabajo desde dentro y se niega a pagar.
Por un solo instante, Paula se sintió como si la hubiera alcanzado un rayo. Una recuperación. Había oído de algunos que trabajaban en ese campo, la mayoría a favor de las compañías aseguradoras. Pero no muchos, y no durante demasiado tiempo.
—Como usted ha dicho —intervino Pedro, su voz sacó a Paula de sus pensamientos—, Pau es asesora de seguridad. Ni está, ni ha estado nunca involucrada en ningún robo. Bajo ningún concepto...
—¿De cuánta información dispone sobre el robo? —le interrumpió, la voz le temblaba ligeramente debido a la expectación que le era imposible ocultar. ¡Dios santo! Se sentía como si acabara de aceptar llevar a acabo un complicado golpe: los mismos escalofríos, la misma intensa y potente descarga de adrenalina.
—Tengo un informe de cinco centímetros de grosor que puedo enviarle por mensajero si está interesada. El museo estaría dispuesto a pagar ochenta mil dólares por recuperar la pintura. —La mirada de Viscanti se desvió hacia Pedro—. No estoy insinuando nada, señor Alfonso. Tan sólo se trata de averiguar si la señorita Chaves podría estar interesada en ayudar o no al museo.
—Me interesa.
—Paul...
—Sería estupendo que pudiera hacerme llegar hoy ése informe —prosiguió, levantándose. También se estaba elevando la temperatura de Pedro; no tenía ni que mirarle para saberlo. De modo que debía librarse de estos tipos antes de que él lo fastidiara.
—Lo tendrá está misma tarde.
Los tres hombres se pusieron en pie y Pau les acompañó hasta la puerta.
—Ha sido un placer conocerle, señor Viscanti. Le avisaré de mi decisión.
—Gracias.
Cerró la puerta después de que ellos salieran, a continuación regresó y tomó asiento en el sofá. Recuperar un cuadro. ¡La releche!
—Paula.
Pedro se apoyó en el quicio de la puerta, su oscura mirada azul se cruzó con la de ella.
—¿Qué?
—No me gusta.
Paula tomó aire pausadamente.
—¿Concretamente, qué es lo que no te gusta?
—Que hagas este trabajo para Viscanti.
Y así de simple, él quería aguarle la fiesta. Aquél era el primer trabajo guay que había encontrado dentro de la legalidad, y Pedro había decidido que no le gustaba al cabo de tan sólo cinco minutos. Levantándose, se acercó hasta él.
—Pues es una lástima que no dependa de ti, porque...
—Dile que no —dijo taxativamente con voz cortante y concisa.
—¿Que le diga que no? ¿Estás chalado? No pienso...
—Siéntate.
—No voy a...
—¡Siéntate!
Paula se cruzó de brazos, fulminándole con la mirada. Él le devolvió la misma mirada furibunda, su expresión, a diferencia de la de Paula, era inescrutable.
—Está bien.
Volvió a la butaca con paso airado y tomó asiento. Sus manos estaban cerradas en dos puños, y esperaba a que Pedro le diera una sola orden más.
Él ocupó el asiento que Viscanti había dejado vacante.
—No te estoy ordenando que hagas nada.
—Como si necesitara tu maldito permis...
—¿Quieres callarte y dejar que diga lo que trato de decir?
—Claro —respondió con sarcasmo, recostándose en la butaca—. Adelante.
—Gracias. —Tomó aire, exhalando lentamente—. Sé que deseas hacerlo. Prácticamente se te cae la baba sólo de pensar en realizar un robo por una buena causa.
Pedro se detuvo, esperando obviamente que ella le interrumpiera, pero Paula no pensaba darle esa satisfacción.
Había dicho que quería hablar, e iba a dejar que lo hiciera.
Luego le comunicaría lo que pensaba punto por punto.
—Quiero que lo pienses durante un minuto —continuó finalmente—. No dudo que poseas la destreza y la inteligencia suficiente como para llevarlo a cabo y salir victoriosa. Pero si recuperas el Renoir, se correrá la voz. A otros museos, a la gente a quienes han robado, y a quienes dieron el golpe. —Pedro se sentó en el borde del sofá, apoyando la mano en su rodilla—. Fuiste tú quien dijo que no sabías a ciencia cierta cómo te sentirías enfadando a tus antiguos colegas. Para ti, ser asesora de seguridad es una forma de evitar eso. Es...
—Es colocarme un letrero de «Propiedad Privada» —reconoció a regañadientes—. Si se lo saltan y son pillados, no es culpa mía.
Tenía razón; entrar y robar a un ladrón representaba una confrontación mucho más directa. Significaría tener que decidir de qué lado estaba, de una vez por todas. Y Pedro se había percatado de eso, a pesar de que a ella la gran emoción que le había provocado la idea de dar un golpe le había impedido verlo.
—¡Vaya! —dijo en voz baja—. Esto es gordo.
—Sí, lo es.
Paula contempló su apuesto y preocupado rostro durante un largo rato. Si aceptaba el trabajo, sus antiguos colegas ladrones se enterarían. Tal vez le ofrecieran más, o tal vez no. Pero eso no era lo importante, porque si lo hacía una vez, no habría vuelta atrás. Ninguno de sus antiguos colegas volvería a confiar ni a trabajar con ella.
—Si lo hago, la cosa podría ponerse peligrosa.
Pedro asintió.
—Yo no diría que tu vida sea precisamente aburrida en estos momentos.
—No me refería solo a mí.
—Lo sé.
—Así que, no te parecería mal.
—No depende de mí.
—Pero estarías conforme —repitió.
—Estaría preocupado, pero sí, estaría conforme. Aunque la cuestión es si tú estarías conforme.
—Sí. Me parece que lo estaría.
—Te «parece» que lo estarías.
Paula cerró los ojos, esperando sentir incertidumbre o temor ante la idea de verse atrapada en esa vida. Pero no sintió nada de eso. Abrió los ojos de nuevo.
—Sé que me gustaría hacerlo —dijo con serenidad.
—De eso era de lo que quería que estuvieras segura —dijo Pedro, apartándose de su asiento para arrodillarse a sus pies—. Porque creo que se te daría de miedo ser de los «buenos».
Paula le lanzó los brazos al cuello y le plantó un sonoro beso.
—Eres genial, Pedro.
—Sí, ya lo sé.
CAPITULO 154
Miércoles, 12.31 a.m.
—Espero que tengas tu llave —dijo Paula, impulsándose para sentarse en la barandilla de hierro forjado que bordeaba la escalinata principal—, porque estoy demasiado cansada para forzar la cerradura.
Pedro saludó con la mano a Abel Ripton una última vez cuando el abogado se marchaba. Otro más a quien ahora le debía un gran favor. Rebuscó en su bolsillo, haciendo una mueca de dolor cuando la tela le rozó los nudillos magullados.
—La tengo.
—¡Viva! —dijo, bostezando.
Abrió la puerta. Al girarlo, el pomo salió disparado de su mano. Durante medio segundo se quedó inmóvil a causa de la sorpresa. Otra vez no. Luego empujó la puerta con el hombro y embistió.
En la oscuridad agarró un puñado de tela cuando algo se apartaba a trompicones de él. Gruñendo, levantó el puño. Paula le agarró del brazo.
—So, vaquero —dijo, su voz destilaba diversión.
—¡Señor! ¡Pedro! ¡Soy yo!
Asimilando la situación, Pedro soltó a Stillwell.
—Discúlpame —dijo con brusquedad, encendiendo la luz...
—Ha sido un día largo —agregó Paula, cerrando y echando la llave a la puerta.
—Le vi por televisión. A los dos. Le dejé varios mensajes en el móvil, Pedro.
—Mi móvil está fuera de servicio —respondió Pedro. Y bajo custodia del FBI en esos momentos, para ver si de algún modo conseguían recuperar las imágenes digitales de la confesión de Boyden. Ésa sería otra tarea para Ripton: asegurarse de que la imagen era lo único que buscaban en su teléfono.
—Pensé que tal vez lo había apagado. Pero...
—Si no te importa, Joaquin —le interrumpió—, quizá podríamos dejarlo para mañana. —Deseaba darse una ducha y luego deseaba a Paula.
—Por supuesto, Pedro. —Stillwell ascendió las escaleras de espaldas al tiempo que Pedro las subía detrás de él.
Escuchó a Paula abajo conectar la alarma y luego recorrer el pasillo en dirección a la cocina.
—Voy a hacerme un sandwich de mantequilla de cacahuete y mermelada —dijo a voces—. ¿Quieres uno?
Hacía varias horas que estaba famélico.
—Sí, por favor. —Levantó nuevamente la vista hacia su ayudante—. ¿Alguna otra cosa?
—En realidad, sí. —Joaquin tropezó en el escalón superior y continuó andando hacia atrás—. Seguramente recuerde que intentaba establecer una conferencia entre Matsuo Hoshido y usted.
¡Joder! El hotel. Qué día tan largo había sido.
—Llamaré mañana a Matsuo para disculparme por posponerlo. El...
—A eso me refería, Pedro. Él también estaba viendo las noticias. El intento de robo en el museo Metropolitano y luego a usted en ese almacén con el FBI. Dijo... perdóneme, pero dijo que tenía usted huevos. Mañana llamará a la Comisión de Fomento y les dirá que dejen de darle largas.
Pedro se detuvo.
—Eso es extraordinario, Joaquin. Bien hecho.
Stillwell sonrió.
—Gracias, señor. Pedro. Lo mismo le digo.
Aquel era un ejemplo bastante explícito de lo que siempre le decía a Paula: la fuerza atrae a la fuerza. Había ayudado a llevar a cabo la recuperación de la propiedad que le había sido sustraída, y una vez más se convirtió en una fuerza con la que no era prudente jugar.
—Repasaremos los detalles por la mañana.
—Por supuesto, Pedro. Buenas noches. Pedro abrió la puerta del dormitorio principal y entonces se percató de que Joaquin continuaba allí parado. —¿Qué sucede?
Stillwell echó un vistazo en dirección a las escaleras.
—Yo, esto... quiero este trabajo, Pedro.
—Es tuyo, Joaquin.
—Sí, pero creo que sería justo que... es decir, quiero ser completamente honesto con usted.
—Desembucha, Stillwell.
—De acuerdo. Yo... la otra noche les escuché por casualidad a la señorita Pau, al tal Sanchez y a usted.
—Pensé que cabía la posibilidad de que fuera así.
—¿Por qué no me dijo nada?
—¿Por qué no lo hiciste tú?
—Porque deseaba hablar primero con usted. Acudir a las autoridades a espaldas suyas y sin conocer todos los hechos no es mi modo de actuar.
Y gracias a Dios que era así
—Aprecio tu franqueza. Y seré franco contigo. Mi casa es un tanto insólita. Si continúas trabajando para mí, oirás y verás algunas cosas que, ¿cómo lo diría?, se salen de lo corriente. Y habrá cosas de las que no te hablaré, me preguntes o no por ellas.
Stillwell se aclaró la garganta.
—¿Estas cosas... tendrán un desenlace similar a lo sucedido hoy en el museo?
—Es muy posible.
—En tal caso, Pedro, no preveo dificultades en nuestra relación. —Esbozó una media sonrisa—. Aunque no puedo prometer que no vaya a hacer algunas preguntas de cuando en cuando.
—Entonces, bienvenido al equipo. —Pedro le ofreció la mano y Stillwell se la estrechó sin vacilar—. Y en vista de esto, tengo otra tarea para ti.
—Lo que quiera.
Pedro reprimió una sonrisa. ¡Ah, el entusiasmo de la juventud!
—Me gustaría que elaborases una lista con los negocios propiedad de Boyden Locke. El señor Locke no debe enterarse.
—Me ocuparé de ello mañana.
—Habrá más, después. Por ahora, me voy a acostar.
Stillwell se retiró por fin a su cuarto y cerró la puerta. El muchacho parecía verdaderamente honrado, lo cual podía resultar un tanto cargante. Pese a todo, dado que Paula era proclive a colarse en la casa con cierta regularidad, prefería la honestidad y unas cuantas preguntas, que a alguien que pudiera intentar chantajearle.
Pedro regresó a su propia habitación... y se detuvo al divisar a Paula de pie en las escaleras, con un sandwich envuelto en una servilleta en cada mano, una botella de agua bajo el brazo y la mirada clavada en él. Incluso después del día que acababan de pasar, continuaba moviéndose como si fuera una sombra.
—Hola —dijo.
—Hola. ¿Vas a destruir a Boyden Locke?
—Sí.
—Guay. —Le pasó un sandwich y entró en el dormitorio antes que él.
«Guay.» Probablemente aquello era lo único que iba a decir sobre el tema. Pau tenía su modo de hacer las cosas, y él tenía el suyo. Formaban un equipo tremendamente bueno.
Pedro cerró la puerta del dormitorio, echó la llave y le dio un bocado al sandwich. Mermelada. Paula odiaba la mermelada, de modo que era evidente que había preparado dos bocadillos distintos.
—Eres una diosa —le dijo.
Ella se sentó en la cama y se descalzó.
—Esa soy yo, Latrocinia, diosa de los ladrones.
—Lo decía por lo del sandwich. ¿Quieres ducharte tú primero?
—Podemos compartir.
—Paula, hoy podrías haberte largado del museo llevándote todo lo de la lista, ¿no es cierto?
Paula le miró.
—Sí —respondió finalmente—. Con unos días más para planearlo, seguramente podría haber doblado el botín. Si continuara siendo una ladrona. Y si robase en museos.
Pedro no ponía en duda nada de lo que había dicho. Sin contar con la ayuda de nadie, se había deshecho de tres ladrones, de los cuales uno era su propio padre. Y eso con el FBI, la INTERPOL y el Departamento de Policía de Nueva York pululando por todo el lugar y bajo aviso. Si se hubiese concentrado en dar un golpe en vez de impedir que se cometiera uno, nadie habría podido detenerla.
—Algunas veces me das miedo.
Paula le obsequió con su impredecible sonrisa..
—Bien. —Quitándose la parte de arriba, se dejó caer hacia atrás en la cama—. ¿Puedo preguntarte una cosa?
Se sentó a su lado.
—Mmm, hum.
—¿Tenías intención de disparar a Veittsreig en la oreja o fallaste?
Durante un momento consideró lo que deseaba contarle.
—¿Has visto la película La princesa prometida!
—Sí. Siempre quise ser el Malvado Pirata Roberts.
Pedro dejó escapar un bufido.
—¿Recuerdas la lucha final? O la no lucha, diría yo. El príncipe Humperdinck quiere luchar a muerte, pero Westley quiere luchar a sufrimiento. Va describiendo lo mucho que desea que Humperdinck sufra por lo que le ha hecho a Buttercup. De haber tenido más tiempo, le habría dejado sin algo más que la oreja a Veittsreig, mi amor. Y sí, al final, le habría matado.
Paula se incorporó a su lado. Enredando los dedos en su cabello, se dejó llevar y le besó.
—Y pensar que creía que era la única obsesa de las pelis —murmuró, besándolo de nuevo con tal intensidad, que Pedro pudo saborear la confitura de fresa de su sandwich en la boca.
—Intento encajar —respondió, teniéndola a ella entre sus brazos—. ¿Por qué no me dijiste que no te gusta ser consultora de seguridad?
Pau se puso algo tensa, relajándose a continuación cuando él se concentró en quitarle el sujetador.
—No lo detesto. No todo. Quiero decir que... Ah, como me gusta eso.
—¿Quieres decir, qué? —levantó la mirada hacia ella y a continuación se puso de nuevo a lamerle y mordisquearle los pechos.
—¿Es esta tu versión de... oh... de un suero de la verdad o algo así?
—No cambies de tema, Chaves.
Pau arqueó la espalda cuando él deslizó una mano por la parte delantera de sus vaqueros.
—De acuerdo, es culpa mía. —Paula se retorció para desabrocharle los pantalones—. Mi antigua... Dios, Pedro... mi vida se basaba en la excitación.
—¿Y no estás excitada ahora? —Le desplazó las braguitas hacia un lado y deslizó un dedo en su interior.
—Sexo ahora. Charla después —dijo con voz ronca, bajándole los pantalones hasta los muslos.
La capacidad de hablar comenzaba a abandonarle, pero hizo un último esfuerzo mientras le quitaba los pantalones y las braguitas y los lanzaba al suelo.
—Hablaremos después. ¿Prometido?
—Prometido. Venga, Pedro. Te quiero dentro de mí.
Enganchando una de sus piernas sobre su hombro, la acercó a él, hundiéndose profundamente dentro de ella.
Paula se acomodó sobre la cama, jadeando cuando él la colmó. Pedro se movió con lentitud, saboreando la sensación de su apretada calidez rodeándole.
Elevándose contra ella, le bajó las piernas e hizo que las ciñese a sus caderas, dejándola tendida de espaldas.
Paula se arqueó, rodeándole el cuello y gimiendo con cada uno de sus embistes.
Llevaban cinco meses juntos. Cinco meses y todavía se empalmaba siempre que ella le besaba. Cinco meses y seguía sin saciarse de ella.
—Pau —gruñó—, córrete para mí. Puedo sentirte. Córrete para mí.
Con un estremeciendo,Paula se corrió, aferrándose fuertemente a él. Pedro apoyó la cabeza sobre su hombro y se movió con mayor rapidez, sus cuerpos se fundieron en uno. Finalmente alcanzó el climax, manteniéndose con firmeza dentro de Pau.
Paula le posó los brazos sobre los hombros, jugueteando con las puntas de su pelo y recorriéndole la línea de la mandíbula a besos.
—A la mayoría de la gente no le excita su trabajo, ¿verdad? —dijo, haciendo que sonara más una afirmación que una pregunta.
—La mayoría de la gente tiene que trabajar. Tú no.
—Sí que tengo que hacerlo. Y ser consultora de seguridad no está... mal. Es lo más cerca que puedo estar sin violar la ley.
Pedro hizo que ambos rodaran, colocándose él debajo y ella tendida laxamente sobre su cuerpo.
—No quiero que te veas obligada a asentarte. No se te da... bien.
—Eso demuestra cuánto sabes. —Recomponiéndose casi de forma visible, se inclinó y le besó en la boca—. Ahora sí que necesito una ducha. Y tú también. Vamos. Deberíamos ser héroes limpios. Dar buen ejemplo y todo ese rollo.
Paula se incorporó, poniéndole las manos sobre el pecho mientras le miraba. Su rebelde cabello caoba le enmarcaba el rostro y ensombrecía sus ojos verdes.
—Te quiero —dijo.
Pedro sonrió.
—Te quiero.
Tan sólo esperaba que eso bastara para mantenerla a su lado. A Westley y a Buttercup les había dado resultado, pero claro, Buttercup no había sido una ex ladrona con una acuciante necesidad de desafíos.
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