jueves, 1 de enero de 2015
CAPITULO 47
Cuando se despertó, Pedro estaba tumbado boca abajo a su lado en la cama, con un brazo sobre el hombro de Paula, sus largas pestañas bajadas y su respiración pausada y regular. Pau se sentía pesada, como hubiera dormido demasiado profundamente y siguiera así durante un momento, tratando de obligarse a despertar.
Pedro estaba tan guapo, ahí, tumbado, y supo que, tal como había sentido desde el mismo instante en que había puesto su rápida y asustada mirada en él la noche del
robo, jamás podría permitir que nada malo le sucediera. Deseaba, más que nada en el mundo, acurrucarse en sus brazos y volverse a dormir, pero si quería cumplir con su
parte del trato, tenía que volver a trabajar.
Se deslizó con cuidado de debajo de su brazo y se levantó del tirón, liberando su peso de la cama. Se puso unos pantalones cortos y descalza se dirigió a la parte principal de la suite. Le causaban cierta preocupación los guardias de seguridad que patrullaban los pasillos; no tenía motivos para esconderse de ellos, pero era un hábito y no iba a dejar que la vieran porque sí.
El despacho de Partino se encontraba en la planta baja, en el extremo opuesto del pasillo en el que estaba ubicado el cuarto de vigilancia, e igualmente accesible desde la escalera de uso habitual y desde la trasera, por la que también se accedía al gimnasio privado de la casa. Bajó por la de atrás, el silencio y la oscuridad eran como viejos conocidos para ella. Era estupendo hacer nuevamente uso de sus habilidades, aunque el subidón de adrenalina había desaparecido; si alguien la veía, se limitaría a saludarla con la cabeza y a dejarla pasar.
Aun así sintió una clara sensación de triunfo cuando se coló en el despacho de Partino sin ser descubierta. La policía había confiscado su ordenador y los archivos, los cuales probablemente contendrían información acerca de cualquier transacción reciente.
Despegó un extremo de la cinta policial que cruzaba la parte frontal de los dos grandes archivadores de Dante. Del bolsillo sacó un pequeño trozo de cable de cobre y en un segundo ya había abierto el primer cajón. Los archivos estaban ordenados numéricamente, lo cual supuso era un modo de catalogarlos por orden de adquisición. Pau volvió al escritorio, pero si existía un listado maestro, éste se
encontraría en la comisaria.
—De acuerdo, lo haremos por las malas —farfulló, acercándose de nuevo al archivador.
El primer archivo contenía una fotografía de un tapiz medieval que había colgado en la galería la noche en que ella había irrumpido en la casa. Con letra clara se detallaba cuándo había sido realizada la compra junto con las iníciales PA, así que supuso que Pedro había realizado la compra él mismo. El precio pagado, la propiedad en que se guardaba el artículo y la ubicación donde se mostraba también tenían su pequeño espacio en el formulario.
Además, Partino llevaba una lista actualizada del valor de mercado estimado de objetos semejantes, que se remontaba a diez años atrás. Colega, que tipo tan
quisquilloso. Quisquilloso pero preciso.
Ojeó los archivos por orden, aunque únicamente extrajo unos pocos para examinarlos detenidamente. Algunos objetos eran pequeños, como una sola moneda romana, mientras que otros eran tan grandes como un fresco de catorce metros de Lorenzetti, pintado a mediados del siglo XIV.
Prosiguió, aminorando el ritmo para mirar las fotografías, deseando disponer de más tiempo para examinarlas y para ver las obras al natural. El propio Pedro había adquirido la mayoría, a pesar de su supuesta confianza en Partino. Poseía un ojo extraordinario.
Al llegar al tercer cajón se percató de que no había visto el archivo del Picasso que se encontraba en el descansillo de la escalera. Dado que todavía quedaban otros tres cajones, no podía estar segura de que no estuviera… Aún. El expediente de la tablilla estaba de nuevo en el despacho de Pedro, pero había algo que no encajaba.
El pomo de la puerta se movió y Paula se apresuró a sumergirse en las sombras de detrás del escritorio por puro instinto. Pedro se asomó a la habitación, miró en derredor y comenzó a cerrar de nuevo la puerta. Entonces se detuvo,
enfocando la mirada en el archivador abierto.
—¡Mierda! —maldijo—. Otra vez, no.
Paula salió de las sombras a su derecha con el ceño fruncido.
—Lo siento —murmuró.
Él se sobresaltó claramente.
—¡Por Dios! Me has dado un susto de muerte. ¿Qué haces aquí abajo?
No se había tomado la molestia de ponerse una camisa, sino que estaba allí, con sólo los pantalones y descalzo, el pelo revuelto y ojos somnolientos, con un aspecto muy similar al de la noche en que se habían conocido. Incluso se había cabreado con la venda que cubría sus costillas y se la había quitado aquella misma mañana.
—¿Cómo sabías que estaría aquí? —respondió.
—No estabas cuando me desperté —bostezó, pasándose la mano por el pelo y dándole un aspecto todavía más desaliñado—. Seguí mi olfato. Da miedo lo bien que te conozco, ¿no?
—Sí —respondió pausadamente. Realmente daba miedo y era incluso inquietante… y excitante.
—¿Y bien? Explícate.
Ella encendió la luz del techo, lo que provocó que él parpadease y le lanzara una mirada molesta.
—Está bien. No estoy segura, pero pensaba que aquí podría encontrar algo interesante.
—¿Algo que la policía pasara por alto?
—Algo que no estuvieran buscando, tal vez.
Una ligera sonrisa asomó en su sensual boca.
—De acuerdo, inspector Morse, ¿qué has encontrado?
—¿Morse? Anda que no te va la BBC América. ¿Por qué ni Sherlock, o el preferido de los americanos, Colombo?
—Son las tres de la madrugada. Tienes suerte de que no pisara una mina terrestre, cielo. —La rodeó con los brazos, y la atrajo contra su pecho—. Habla.
Respiró hondo y frotó mimosamente la mejilla contra su hombro caliente.
—No va a gustarte —murmuró.
—Ya lo supongo. Ponme a prueba.
—Creo que faltan algunos de los expedientes.
—Paula, llevo más de dieciséis años coleccionando antigüedades. Lo que hacen unos mil expedientes entre adquisiciones pasadas y actuales. Y aunque faltara alguno, no significa que…
—¿Tienes un listado maestro en alguna parte, o tengo que mirar el resto? —Sus corazonadas en ocasiones podían ser erróneas, pero acertaban con la suficiente frecuencia como para no hacer caso omiso de ellas.
—Mira que eres cabezota —farfulló, y liberando su brazo de alrededor de ella, abrió el cajón superior izquierdo del escritorio de Dante—. Lo que sea con tal de convencerte para que vuelvas a la cama.
Ella siguió su mirada.
—Si es ahí donde se supone que debe estar el listado, no está. Ya he mirado.
—Entonces debe tenerlo la policía. Conseguiré una copia mañana.
—Pedro, aquí hay algo que no encaja —dijo refunfuñando, y regresó de nuevo al archivador—. Partino tenía una habitación en la casa, ¿verdad?
—Abajo, donde están las habitaciones del servicio. Casi nunca la usaba… sólo las noches en que trabajaba hasta tarde o cuando quería quedarse el fin de semana.
—Lo que me interesa son las noches que trabajaba hasta tarde, inglés.
Él soltó una bocanada de aire.
—Por aquí, entonces.
—No es necesario que vengas. Son las tres de la madrugada.
—Claro que es necesario. Son las tres de la madrugada.
Los expedientes no se encontraban en el pequeño cuarto que Partino empleaba para sus raras estancias en la casa. Mientras revisaba la cómoda de cajones casi vacía fue difícil pasar por alto la diferencia entre la lujosa suite que Pedro le había asignado a ella y el diminuto cuarto de dos camas y un baño pequeño que el gerente de la finca tenía para su uso.
—Supongo que el siguiente paso es hacer una comprobación artículo por artículo para ver qué expedientes han desaparecido.
—Si es que ha desaparecido alguno —corrigió Pedro, bostezando de nuevo.
Cuando ella no respondió la miró fijamente durante largo rato, su rostro en penumbra en la oscura habitación—. De acuerdo. ¿Estás segura de que tenemos un problema?
Ella hizo una mueca.
—Me apuesto tu Bentley a que hay algo turbio en todo esto… y si logramos descubrir qué expedientes faltan, sabremos cuál es el problema.
—Pues vamos a revisar los archivos.
Dios, aquello podría llevar horas. Y aunque confirmaría lo que ella ya creía, no daría respuesta a una importante pregunta… Si no se encontraban en la finca, ¿dónde estaban los otros expedientes?
—Tengo una idea mejor.
—Si tiene algo que ver con lo que hay debajo de tu camisa, me apunto —dijo, tomándola de la mano mientras regresaban al despacho de Partino.
Le gustaba cogerla de la mano. Ya lo había notado, y aunque eso hacía que se sintiera… confinada, también le provocaba un subidón cada vez que él cambiaba su pauta para tocarla.
—Digamos que ya estoy convencida de que los expedientes no están en Solano Dorado —dijo.
—Está bien, lo acepto.
—Así que, digamos, además, que voy a casa de Partino y echo un vistazo allí.
Pedro se detuvo con tanta brusquedad que ella dio un traspié debido al tirón de su brazo.
—¿Cómo dices?
—La policía habrá estado allí, pero únicamente buscaban algo con qué vincularle a los explosivos y a la tablilla. Esos archivos son importantes… Partino es tan quisquilloso que de otro modo no los hubiera sacado del ordenado archivador. Y no puede haberlos destruido sin que le diera un ataque al corazón.
—Paula, estás sugiriendo que realicemos un allanamiento de morada. AM, o como demonios quiera que lo llames.
—¿Y qué es lo que sugieres si no?
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