jueves, 1 de enero de 2015
CAPITULO 48
Pedro la fulminó con la mirada en el pasillo iluminado por la luna. Despertarse y descubrir que ella se había ido casi le había puesto al borde de un extraño ataque de pánico, aunque la lógica le dictaba que ella se quedaría hasta que descubrieran que estaba pasando. Asimismo, se había sentido consternado al darse cuenta de que estaba comenzando a alargar la investigación.
¿Cuántos «espera hasta mañana» aceptaría Pau? Con todo, aquello parecía una locura.
—No, Paula. Lo hablaremos con Castillo mañana.
Ella le devolvió la mirada durante un segundo, luego asintió.
—Entonces, vamos a la cama.
Cuando ella se disponía a pasar por su lado, tiró de su mano, y le hizo darse media vuelta.
—¿Crees que soy estúpido? No, Paula.
Paula le puso las manos en los hombros y alzó la vista hacia él, sus ojos verdes relucían a la luz de la luna.
—Míralo de este modo, Pedro. Te debo una. Así que, a menos que tengas una mazmorra con una buena cerradura, te veré por la mañana.
—No…
—No volveré si no quieres —le interrumpió—. Pero voy a descubrir qué está pasando. Soy consciente de que Partino intentó matarme. Tenía un motivo, y si lo que empiezo a sospechar es cierto, no eran los celos.
—Pau…
—No dejas de decir que lo que ha pasado es personal. Bueno, para mí lo es. Y ahora que tengo una pista, voy a seguirla. Nunca he confiado demasiado en la policía.
Se dio la vuelta sobre sus propios talones, y continuó por el pasillo en dirección a su suite. Tenía allí las herramientas y estaba en lo cierto acerca de las posibilidades que Pedro tenía de detenerla.
—Voy contigo —refunfuñó malhumoradamente, siguiéndola.
Y así, media hora después, Pedro apagó las luces del SLK y condujo el último tramo a oscuras.
—Me siento como un criminal —murmuró mientras aparcaba al doblar la esquina.
—Lo serás si entras allí conmigo y te pillan. —Paula se puso un par de guantes negros y se caló una gorra de béisbol oscura en la cabeza—. ¿Por qué no esperas aquí fuera y eres el hombre al volante? Seguramente, obtendrías la condicional por eso.
¡Dios! Ella se sentía lo suficientemente cómoda con lo que iban a llevar a cabo como para hacer chistes.
—Yo voy donde tú vas. —Se atavió con su propio par de guantes de piel y un gorro de esquí.
—Muy bonito. Pero recuérdame que te consiga una gorra de béisbol. Ocultará mejor tus ojos gris claro. —Se bajó del coche, y cerró la puerta en silencio—. No cierres con llave —le previno—. El ruido, las luces, tardar demasiado en volver a subir, crea todo tipo de problemas.
—No pretendo dedicarme a esto. —Cerró su puerta, y se guardó las llaves en el bolsillo—. Pero gracias por la lección de conducta criminal.
Podía enumerar algunas de sus operaciones empresariales que no habían sido del todo lícitas, pero también empleaba lo que adquiría para ayudar a los menos afortunados, para patrocinar causas que consideraba dignas… y suponía que eso le mantenía del lado del bien. Paula era simplemente una ladrona con una serie de motivos y planes que le ocultaba. Sí, ella tenía su propio código moral; no robaba en
museos, no le gustaban las armas y reprobaba que se matara o muriera por un objeto.
Pero seguía siendo una ladrona, y condenadamente buena.
Paula se detuvo un momento a mirar atentamente la calle en una y otra dirección, luego subió a la acera. Giró al llegar a la entrada principal de Dante, y se dirigió directamente a la puerta con Pedro pisándole los talones. Teniendo en
cuenta que eran casi las cuatro de la madrugada, Pedro se sentía sorprendentemente alerta. Nunca se lo contaría a Paula, pero casi podía comprender por qué hacía aquello por norma general. Saber que podrían pillarles en cualquier momento, que no debían estar allí, hacía que aquel paseo nocturno resultara mucho más excitante que cualquier acuerdo comercial o adquisición financiada.
Paula llamó a la puerta, y a Pedro estuvo a punto de salírsele el corazón del pecho.
—¿Qué estás hacien…?
—Shh. No voy a colarme dentro si su anciana madre ha venido para apoyar a su hijo en este momento de adversidad, o lo que sea —le respondió entre susurros.
—De acuerdo, está bien.
Se quedaron allí parados durante lo que pareció una hora y después Pau colocó ambas manos en el pomo de la puerta. Pedro no podía ver bien lo que hacía en la oscuridad, pero un segundo más tarde la puerta se abrió.
—Vamos.
—¿Cómo sabías que no habría alarma? —preguntó.
—La hay —dijo mientras entraba—. Puso una pegatina en la ventana delantera.Si es de las corrientes, tenemos treinta segundos para desactivarla, o todo el vecindario se despertará. ¿Vienes?
Se dirigió de inmediato al pequeño cajetín que había en la pared al fondo de la entrada. Esta vez sacó lo que parecía una pequeña batería con cables y pinzas. Retiró la parte frontal del dispositivo y unos segundos después éste emitió un pitido.
—Guay. Nos sobran catorce segundos —farfulló.
—¿Y ahora, qué?
—¿Has estado aquí antes?
—No.
—Entonces buscaremos el despacho. —Inició la marcha, luego redujo el paso para lanzarle una mirada por encima del hombro—. Por curiosidad, ¿por qué no has estado antes aquí? Aunque Partino y tú no fuerais buenos amigos, ha trabajado para ti durante diez años.
—¿De verdad quieres mantener esta conversación ahora?
—¿Alguna vez te invitó y tú lo rechazaste o nunca te lo ha pedido?
Comprendió que Pau no hablaba por hablar; seguía buscando pistas, pruebas, para dar respuesta a sus preguntas sobre Dante.
—No recuerdo que me invitara.
—Así que no erais amigos.
—Asistió a mi boda.
—Apuesto a que la reina asistió a tu boda —respondió con su imprevisible sonrisa, y se escabulló por una entrada.
—Su majestad es muy educada —contestó Pedro, divertido a su pesar.
—Allá vamos —dijo, y él la siguió a un despacho pulcro y grande. Ella ya se encontraba junto al alto armario archivador y le indicó a él que fuera al escritorio—. Avísame si está cerrado.
Podía abrirlo perfectamente sin ayuda de nadie. El cajón de arriba estaba cerrado, y mientras lo sacudía escuchó el sonido del archivador al abrirse. Pau era buena. De eso ya se había percatado con anterioridad, naturalmente, pero verla en acción era verdaderamente impresionante. Volvió a sacudir el cajón una vez más, levantando y tirando, y éste se abrió con un grave crujido de madera al astillarse.
—Qué sutil —dijo ella por encima del hombro.
—Eh, ha funcionado.
Pedro metió la mano para descorrer el pestillo y abrir el resto de los cajones, e inició su búsqueda. Facturas personales, resguardos de alquileres de películas,
información fiscal… todo tenía su propio expediente por orden alfabético. Hasta los bolígrafos estaban separados por colores.
—Busca cualquier resguardo de ingresos, cualquier cosa que no encaje con lo que le pagas.
—Estamos buscando expedientes de arte, Paula. Nada más. Deja que la policía se ocupe de investigar el resto.
—¿Estás siendo noble o temes hallar algo?
—Si hizo lo que tú crees, no voy a poner en peligro el juicio que le enviará a la cárcel durante un largo periodo de tiempo. —Pedro tuvo que aminorar el ritmo cuando se topó con un ordenado expediente de fotos de Catherine Zeta Jones.Interesante, aunque él tenía como principio no desear a mujeres casadas. No todo el mundo se atenía a esa doctrina—. Ésa fue mi filosofía con Patricia y Ricardo… dales la suficiente cuerda para que se ahorquen ellos solitos.
—Recuérdame que no me ponga a malas contigo —respondió, cerrando el cajón y poniéndose manos a la obra con el segundo—. Así que, ¿cuál de ellos te cabreó más?
—¿No deberías concentrarte en otra cosa en este momento?
Ella le respondió riéndose por lo bajo.
—¿No te he contando que allanar moradas me pone muy cachonda?
«¡Dios santo!»
—Ricardo.
—Pero Patricia era tu esposa.
—Era infeliz y se lo contó a Ricardo. En vez de decírmelo a mí decidió que follársela era el modo de proceder. Mis amigos no me estrechan la mano mientras se follan a mi mujer.
—Pero también la abandonaste a ella.
Pedro tomó aire.
—Mi esposa no se acuesta con otros hombres.
No le sorprendió el estupefacto silencio de respuesta de Paula; aún después de hacer tres años desde que los pillara in fraganti, seguía recordando los sonidos, los olores, el abyecto estupor por haberse dejado engañar con tanta facilidad. Pero había sido Paula quien había preguntado.
—Ah, bingo —murmuró Pau un momento después.
Pedro cerró el cajón del escritorio.
—¿Qué has encontrado?
—Tus expedientes. En cualquier caso, expedientes con el mismo sistema numérico que los de tu casa. —Sacó un puñado de ellos, y los dejó sobre el escritorio, acto seguido un segundo fajo y un tercero—. Yo diría que hay unos treinta.
—Echemos un vistazo.
—Podríamos hacerlo —replicó—, pero casi es de día —anunció frunciendo los labios, paseó la mirada de él a los expedientes—. Corrígeme si me equivoco, pero ¿no son en realidad propiedad tuya?
—Sí. Pero ¿qué pasa si él acaba yendo a juicio por algo de lo que encontremos en estos archivos, que él sabe que están en su casa?
Eso hizo que Pau se detuviera por un minuto. A buen seguro que nunca antes se había llevado nada teniendo en cuenta una posterior utilización legal.
—¿Y qué te parece si encontramos algo, le contamos a Castillo nuestras sospechas y le pedimos que consiga una orden de registro? En caso necesario, siempre puedo colarme para dejar los expedientes de nuevo aquí.
Pedro sacudió la cabeza.
—Llevémoslos a la casa y echémosles un vistazo primero. Más tarde podemos decidir su importancia.
Aquello le granjeó una sonrisa.
—Me gusta tener un socio —dijo—. Con algo de práctica, podrías ser un buen ladrón.
—Si descarto lo cachondo que todo esto me pone, no gracias. —Recogió el fajo de expedientes y le indicó con un ademán que le precediera—. Vamos.
Paula retiró los cables de la alarma y salió rápidamente por la puerta, y la cerró con llave mientras contaba en silencio.
—Despejado —dijo al acabar.
Bajaron de nuevo la calle y se metieron en el coche.
Mientras él ponía en marcha el motor, Paula se arrimó lentamente, le agarró de la barbilla y le besó apasionadamente en la boca. Él le devolvió el beso, y deseó entonces haber llevado un coche con asiento trasero y no estar aparcados a treinta metros de la casa en la que
acababan de colarse.
—¿Siempre va todo como la seda? —preguntó mientras trataba de volver a centrar su mente en conducir hasta la casa y de alejarla de la aguda incomodidad de su entrepierna.
—No. Tú me das suerte. —Después de darle otro apasionado beso se recostó para quitarse los guantes y la gorra—. Y gracias.
Se incorporó a la carretera, y encendió las luces una vez que hubieron doblado la esquina.
—¿Gracias, por qué?
—Por confiar lo suficiente en mí como para seguir adelante con esto. Soy consciente de que no te hacía ni pizca de gracia.
Cierto que no le había gustado el robo, pero la emoción que suscitaba la situación no había estado nada mal. Pero confesarle aquello parecía altamente desaconsejable.
—Ya veremos si merecía o no la pena.
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