domingo, 5 de abril de 2015

CAPITULO 165




Lunes, 8:12 a.m.


Paula se deslizó por el ala norte y bajó las escaleras, evitando ser detectada por las tres personas que la adelantaron mientras bajaba, gente que le hubieran
deseado buenos días y arruinado su acecho. En la sala de desayuno se apoyó contra la puerta cerrada, pero no oyó nada. Muy lentamente giró el picaporte y abrió la puerta unos centímetros.


Con cinco centímetros podía echar una buena mirada a la mesa. Pedro estaba allí sentado, ojeando una gruesa pila de papeles y tomando notas en un bloc mientras daba cuenta de los huevos revueltos. A estos chicos ingleses les gustaba
su desayuno caliente y lleno de colesterol.


No había nadie más en la habitación, así que se enderezó y abrió la puerta del todo, cerrándola detrás de ella.


—Buenos días, mi bollito inglés —canturreó, rodeándolo para plantarle un beso en la boca con sabor a café.


—Buenos días.


—¿Alguna señal de Larson esta mañana?


—Sykes ha dicho que ha comido temprano. Probablemente está patrullando el perímetro.


—Bien. Tal vez se caiga en el lago.


Él sonrió brevemente.


—Tratas a los delincuentes mejor que a la policía.


—La fuerza de la costumbre. —Se dirigió hacia el cargado aparador—. Entonces, ¿cuántas personas vendrán a cenar esta noche?


—Veinte o así. Algunas esposas y socios están dudosos, pero debería saberlo para esta tarde. Sarah me llamará con el número final. Y sí, todos tenemos el día libre mañana, así que no te preocupes de que los vaya a mantener levantados hasta muy tarde una noche entre semana. Incluso pueden quedarse si lo desean.


Ella frunció el ceño mientras amontonaba fresas y un croissant con mantequilla en su plato, tomaba una Coca-Cola Light helada y se reunía con él en la mesa.


—¿No vas a la oficina hoy? Ya faltaste el sábado. Y pensaba que ibas a almorzar con el PM y algunos otros MP.


—Oh, muy bien con la jerga. Estoy a punto de llamar y reprogramarla.


—¿Para cuándo, para cuatro semanas a partir de ahora, cuando la exposición haya terminado? ¿Sabes lo loco que te volverás si te quedas aquí todos los días, todo el día, durante cuatro semanas?


Él la miró por un momento con un suave ceño en el rostro. 


Luego sacó su teléfono y lo abrió.


—¿Sarah? Que venga el helicóptero a buscarme, por favor. Y que Wilkins aterrice en el muelle, para no asustar a los turistas. —Pedro escuchó un momento y luego asintió—. Eso está bien. Gracias.


—¿Estás en contra del coche? —preguntó con brusquedad Paula—. El diamante está en la caja fuerte, ¿verdad?


—El diamante, una vez más y por última vez, no tiene nada que ver con nada de esto. Voy a tomar el helicóptero porque es más rápido. Y porque me gusta decirlo.


Ella se echó a reír.


—“Envía el helicóptero” tiene un cierto sonido. —Se metió una fresa en la boca—. El día libre de mañana es bueno, pero asegúrate de que tus secuaces terminen de trabajar hoy pronto; querrán emperifollarse y tienen que conducir
hasta aquí.


—Sí, mi señora. Creo que varios de mis secuaces y sus seres queridos quieren darte las gracias en persona por hacer sus vidas más fáciles.


Eso la hizo sentir bien; sabía el impacto que Pedro tenía en su trabajo, pero a pesar de que él decía que usaba los consejos que ella le daba y oía sus ideas, escuchar la evidencia concreta de sus contribuciones era raro.


—Yo gobierno —dijo ella con una sonrisa.


—Sí, lo haces.


—Y como la reina —añadió, abriendo la lata de coca cola—, te sugiero que guardes el diamante donde nadie pueda verlo y mucho menos tocarlo.


Él suspiró.


—El diamante Nightshade no tiene nada que ver con nada, y tú lo sabes.
Brian Shepherd llamó a la puerta porque es un ladrón y tú estás protegiendo una exposición de piedras preciosas. Mi llanta explotó porque había un clavo en la carretera y yo he perdido el proyecto Blackpool porque llegué tarde a la reunión.


—Connoll y Evangeline creían que estaba maldito.


—Ellos vivieron hace doscientos años, Paula. No seas... —Él se fue apagando.


—¿Qué? —Insistió—. ¿Estúpida? ¿Ignorante?


—Supersticiosa. Es la habilidad, la astucia y la persistencia lo que hace que superemos el día a día. No la suerte. —Pedro tomó un último bocado de huevo y se apartó de la mesa—. Ahora, si me disculpas, tengo que ir a coger un helicóptero. —Cuando pasó a su lado, la besó en la frente—. Que tengas un buen día. Sabes cómo ponerte en contacto conmigo si pasa algo. Puedo estar aquí en veinte minutos.


Ella puso los ojos en blanco. Hombres. Hombres ricos en particular.


—Oye —le gritó a su espalda mientras desaparecía por la puerta—, ¿a qué hora llegarás a casa esta noche?


—Intentaré estar aquí hacia las cuatro. La cena está fijada para las seis.


La exposición cerraba a las cinco, lo que le daría una hora para esquivarlo, encontrar algo apropiado que llevar, y robar el diamante de la caja fuerte. Si él no creía en la mala suerte, entonces podría llevarlo a todas partes esta noche. Un giro
radical era jugar limpio después de todo.


A las nueve de la mañana abrieron las puertas. La multitud era menor, aunque seguía siendo importante para un lunes en el centro de Devonshire. Al parecer la exposición había sido publicada en algunos sitios web de viajes, porque a las once dos autobuses llenos de turistas japoneses y uno de estadounidenses estaban estacionados en el aparcamiento de grava.


Mientras dos de los jinetes de Craigson rodeaban a la media docena de paseantes que intentaban llegar a la terraza del salón desde el lago, ella comenzó a preguntarse si no era simplemente la oportunidad de ver a Pedro Alfonso y Rawley
Park de cerca lo que había llevado allí a todas las visitas. 


Después de todo, él era bastante fanático sobre su vida privada y nunca antes había abierto su casa al público. Eso cambiaría en diciembre, cuando la galería de arte del ala sur se abriera, pero justo después de la inauguración, con un poco de suerte, ella y Pedro estarían de vuelta en Palm Beach. Jamie Craigson podría ser el jefe de seguridad para entonces.


—Larson está en camino —dijo Craigson, mirando por encima del hombro.


Ella se enderezó. A por ello, Paula. El hecho de que fuera de día y tuviera sus propios subordinados para ayudarla a vigilar el lugar no significaba que pudiera quedarse dormida de esa manera. Una de las cámaras del jardín atrapó la espalda del inspector al entrar en la casa.


—Podría decirle que vi a alguien en el bosque —sugirió el jefe de la guardia—. Con eso nos desharíamos de él durante una hora o algo así.


—No me tientes, Jamie.


Un minuto más tarde alguien tecleó el código de entrada de la puerta.


—¿Qué canal está utilizando en los walkie-talkies? —preguntó Larson, abriendo la puerta.


—Hola —respondió Paula, balanceándose en la silla—. Mucha gente para un lunes, ¿no le parece?


—Deje de perder el tiempo, señorita Chaves. Sabe que 
tengo una radio, así que le dijo a todo el mundo que cambiaran el canal de seguridad. ¿Qué pasa?


Ella le hizo una mueca.


—¿De verdad va a estar por aquí durante las cuatro semanas?


—Tengo otros quince días de vacaciones —respondió con frialdad—. Me quedaré hasta que esté terminado, o hasta que coja a mi ladrón. Lo que ocurra primero.


—Es un tipo dedicado, entonces —dijo con tristeza—, usar sus vacaciones para vigilar este lugar.


—Mi fuente es fiable, tanto si mis superiores quieran o no pagarme por estar aquí. Sólo estoy haciendo mi trabajo.


—¿No lo hacemos todos? —murmuró ella, asintiendo a regañadientes hacia Craigson.


—Canal ocho —suministró Jamie con su acento escocés.


—Gracias. —Larson giró el canal adecuado—. No fue tan difícil, ¿verdad? Ve, podemos cooperar. —Y salió de la habitación.


—Dale hasta la una, luego cambia al canal tres —instruyó Paula levantándose.


—Por supuesto. ¿A dónde vas?


—Me gustaría hacer un recorrido, pero no iría bien. —Mucha gente la reconocía ahora, sobre todo aquí en la central Alfonso—. Me aseguraré de que nadie está tratando de asaltar el castillo.


—Te llamaré si algo cambia por aquí.


—Gracias, Jamie.


Metiéndose el walkie en el cinturón, salió de la habitación. 


Cuando Pedro hizo una lista de los sucesos de mala suerte no causados por el diamante Nightshade, se la había dejado al inspector Henry Larson. Sus chicos sabían que ella estaba al cargo, pero si Larson no hubiera estado presente, se habría sentido un poco más libre de agregar unas cuantas medidas preventivas para detener a Brian. Pasar el soplo a la ley antes de que algo realmente ocurriera, y que podría no ocurrir, no parecía correcto.


Se dirigió a través de la parte central de la mansión al salón de la parte posterior. Las puertas de la terraza estaban abiertas, algo que por lo general Sykes hacía en un día agradable como éste, pero con las hordas que vagaban por el exterior no estaba segura de que fuera una buena idea.


A mitad de camino de la sala, frenó.


—Sabes, Brian—dijo en voz alta, manteniendo su voz tranquila—, si quieres colarte en alguna parte debes dejar el Old Spice para después del afeitado.


—No es Old Spice —la suave voz irlandesa vino desde su izquierda—. Es lo mejor que un tío puede pillar en Harrod’s. Muestra un poco de respeto, ¿quieres?


Ella se enfrentó a él cuando salió de detrás de una de las vitrinas que Pedro había añadido a la casa con su importante colección de primeras ediciones de libros.


—¿Por qué demonios estás todavía por aquí? Sabes que nunca vas a entrar en el edificio.


—Sí, gracias por dejar las luces encendidas toda la noche. Si ese chico tuyo hubiera tenido una escalera más alta a mano, habría tenido que correr a por ella.


¿Su amigo? Maldita sea, ¿Pedro había salido de nuevo después de que se quedara dormida? Eso era no más sexo cuando había merodeadores potenciales a los que acechar.


—Tenía la esperanza de que fuera a llover. Que Pedro te acosara era la opción número dos.


—Hablando de la opción número dos —comentó, acercándose y levantando lentamente los dedos para pasárselos por el brazo—, ¿por qué él?


—No me hagas abofetearte en la cara —replicó ella, soltándose la mano—. Arruinaría tu buen activo.


—Así que todavía piensas que soy guapo. Gracias, Paula. Tú misma eres tan encantadora como los días de verano. —Ladeó la cabeza, los ojos marrones la miraron de manera especulativa—. Sabes —dijo, después de un momento—, allá en el País de las Maravillas del Señor Rawley, tuve en mis manos la primera edición de Viaje al centro de la Tierra y 20.000 leguas de viaje submarino. Serían un precio justo. Es probable que ni siquiera los hubieras echado de menos en semanas.


—Probablemente no. Sin embargo una vez lo hiciera, te cazaría y los traería de vuelta.


—Eso podría ser divertido. —Sonrió con esa sonrisa encantadora y despreocupada... la sonrisa de alguien que seguía en el juego, todavía en plena forma, y todavía amándolo.


Ella solía tener esa misma sonrisa hasta un par de meses antes de conocer a Pedro. Hasta que había empezado a darse cuenta de que al final alguien iba a tener que pagar por toda la diversión que estaba teniendo, y que ese alguien sería ella.


—Más divertido para mí que para ti. Te lo garantizo. Déjalo, Brian. Atraca la exposición el próximo mes.


—Pensé en eso, pero la exposición no es el principal atractivo, ahora que te he visto de nuevo. Vamos, Paula, estábamos bien juntos. Y no sólo en el trabajo. —Se acercó de nuevo, rozándole la mejilla con los dedos—. ¿Todavía haces ese sonido cuando te corres, mi chica?


—Ahora dos veces más fuerte —contestó—. Retrocede. Eres mono, pero no tan mono.


—Ah, me decepcionas. Podría tener un camión aquí en veinte minutos, ya lo sabes. Podemos vaciar la casa sin que nadie nos mire de reojo. Luego, podríamos retirarnos a Cannes o Milán, o a donde siempre hayas querido retirarte.
Tumbarnos en la playa y pasar las tardes vaciando los bolsillos de los turistas del dinero del almuerzo.


—Era Marruecos —mintió—, y ahora puedo ir cuando quiera, y tener a otra persona que pague por el almuerzo.


—¿Todo esto es una estafa, entonces? ¿Le estás tendiendo una trampa a su señoría para que caiga a lo grande? Medio lo sospechaba, pero mataron a Etienne en ese lío de Palm Beach y no estuve tan seguro.


¿Por qué no podían creer sus antiguos colegas y competidores que se había vuelto legal? ¿Por qué ninguno de ellos creía que alguien simplemente podía decidir abandonar el juego? Incluso su padre había dejado en claro que esperaba que volviera al redil. ¿Y por qué nadie creía que ella nunca traicionaría a Pedro, que realmente lo amaba, y a un nivel alarmante?


—Déjalo, Brian —dijo otra vez—. He sido amable contigo porque solíamos ser... amigos.


—Amigos. —Con esa velocidad engañosa, se movió y le plantó un beso en la boca.


Podría haberle bloqueado, pero la mitad de ella quería que la besara. Quería saber si esa chispa que hubo entre ellos todavía estaba ahí en el fondo, o no. Era un buen besador, incluso en modo sigiloso. Su presencia conjuraba algunas aventuras que le erizaban el vello, hacía que su corazón bombeara y la adrenalina fluyera.


—¿Lo ves? —susurró—. Sólo piensa en ello,Paula. Estoy listo. —Con otra sonrisa alegre trotó a la terraza y bajó las escaleras, desapareciendo por la esquina de la casa.


Paula respiró hondo, se acercó para cerrar las puertas de cristal de la terraza y se pegó a ellas. Ahora tendría que hacer un barrido de la casa, Brian era mucho más hábil que el turista medio, lo que no significaba que alguien no hubiera
tenido suerte y no estuviera mirando su cajón de ropa interior. Demonios, Brian podría haber estado rebuscando entre sus bragas. Miró hacia la terraza y el lago de más allá. ¿Por qué la mierda nunca podía ser fácil? ¿Simple? ¿Por qué no podía...?


Su teléfono móvil sonó con el tema de James Bond. Pedro. Sobresaltándose, se lo quitó del cinturón y lo abrió.


—Hola, bombón.


—¿Eso quiere decir que he sido degradado? —le llegó su voz baja.


—¿Degradado? ¿De qué?


—Esta mañana era tu bollito inglés.


A joderse, Paula.


—He decidido que “bombón” abarca más que inglés. Así que técnicamente has sido reintegrado.


—Ah. Bien, eso es bueno, supongo. Olvidé contártelo. Joaquin Stillwell y Tomas Gonzales están en vuelo para llegar esta noche. Acabo de llamar a Sykes para que prepare dos habitaciones más, pero pensé que querrías saberlo antes de que Tomas atraviese la puerta delantera.


—Y ni siquiera he puesto los ojos en ese maldito diamante durante dos días.
Ves, está influenciando incluso después de haber estado escondido durante todo este tiempo.


—Si no te hubieras vuelto legal, me reconfortaría saber que poseo por lo menos una cosa que nunca tratarías de robar.


—Ja, ja, que gracioso. ¿A qué hora llegarán el espía y el Boy Scout?


—Sobre las dos. Estarán aterrizando en Heathrow con una diferencia de veinte minutos, así que compartirán la limusina.


—La próxima vez que sugieras pescar en Escocia, nos vamos.


—Te tomo la palabra. ¿Cómo va la exposición?


—No he matado a Larson todavía, si es eso lo que realmente estás preguntando.


—Lo es. Nos vemos en unas pocas horas.


—Está bien. Dale a Tony Blair un beso de mi parte. Es un hombre atractivo.


—¿Ahora quién está siendo oh, tan graciosa? Te amo.


—Te amo. Ten cuidado.


—Tú, también, milady.


Después de colgar el teléfono se quedó en la sala de estar durante un par de minutos, tratando de no pensar en nada. 


Luego fue a buscar al mayordomo.


—¿Sykes?


—Aquí, señorita Paula —el espantapájaros contestó, saliendo de la sala de desayuno.


—Durante el próximo par de semanas vamos a tener que mantener las puertas de la terraza cerradas. Demasiados turistas caminando por los terrenos.


—Mis disculpas —dijo, haciendo una mueca—. No lo había pensado. Voy a ver...


—Ya me ocupé. —Dudó—. Pedro dijo que hay pinturas de Connoll y Evangeline Alfonso en la galería de retratos. ¿Están etiquetadas?


—No. Puedo mostrárselas, si lo desea.


—Sí, por favor.


Fue tras él mientras subía las escaleras. Técnicamente debería haber preguntado por Connoll, marqués de Rawley y su marquesa, pero eso era demasiado largo y tenía que llamar a Craigson para que enviara a alguien dentro para ayudarla a revisar la casa de manera rápida. Si podías darle a una casa con ciento diez habitaciones un algo rápido.


La galería de retratos era en realidad el pasillo superior que unía las alas norte y sur de la casa. Altas ventanas se alineaban a un lado, mientras que cientos de retratos, en su mayoría de familiares o personas notables que se habían alojado en Rawley Park, llenaban la pared de enfrente. Más o menos a la mitad del pasillo, Sykes se detuvo.


—Connoll y Evangeline Alfonso, lord y lady Rawley —dijo, haciendo un gesto.


—Gracias, Sykes. Seguiré desde aquí.


Él inclinó la cabeza y continuó por el pasillo, probablemente para supervisar la preparación de dos habitaciones de invitados adicionales. Paula esperó hasta que estuvo fuera de la vista y luego levantó la mirada.


Vaya. Definitivamente Pedro había conseguido su buen aspecto atlético de este antepasado. Unos ojos alegres y seguros de sí mismos la miraban directamente desde la cara de un hombre apuesto, alto y moreno que vestía el traje formal azul y gris del período de la regencia. Sentada en la silla junto a él, una mujer joven rubia y bonita medio sonriente, unos ocho o nueve años menor que él, llevaba unas ropas igualmente magníficas, de suave seda azul con encaje por todas partes.


Él tenía la mano izquierda sobre su hombro derecho, y ella se inclinaba un poco hacia el abrazo, levantando su propia mano para tocar el dorso de la de él.


Paula había leído bastantes caras y posturas en los últimos años para reconocer a dos personas enamoradas cuando las veía.


Automáticamente su mirada se hundió a la parte inferior del retrato. Era un lady Caroline Griffin, la primera retratista femenina de su época, valía probablemente un millón de libras esterlinas.


Aunque la pintura era exquisita, por una vez eran los personajes de dentro lo que más le interesaban. Eran los que habían escondido el diamante Nightshade.


¿Les había traído mala suerte? ¿Habían discutido sobre si estaba maldito o no? ¿Lo habría guardado ella en el bolsillo de él la noche que tenía una cena importante en un intento de demostrar que la maldición no era sólo una superstición estúpida?


Fuera lo que fuera lo que había sucedido, lo habían guardado en un lugar donde esperaban que nadie lo encontrara jamás, y lo más importante, habían tenido, según Pedro, un buen matrimonio lleno de amor que había producido tres hijos y en última instancia a Pedro Alfonso, el actual marqués de Rawley.


Volvió la mirada a Evangeline.


—Tú lo harías, ¿verdad? —murmuró—. ¿Para probar un punto?


Lady Rawley no respondió, pero claro, si lo hubiera hecho Paula habría ido y se habría registrado ella misma en el hospital psiquiátrico más cercano.


Había visto lo que necesitaba en el retrato, dos personas de aspecto muy cuerdo que habían estado enamoradas y que habían creído que el diamante Nightshade estaba maldito. 


Ahora quería que Pedro también lo creyera, si no para otra cosa, por su propio bien. Y por el de ella, por supuesto.







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