Jueves, 8.40 p.m.
—¿Quién es ése? —preguntó Pedro, señalando la pantalla del televisor de plasma.
—Es Rodan. Ya hemos hablado antes sobre él.
—Parece distinto.
—Tienes razón; es distinto. —Paula se inclinó hacia delante—. Ah, guay. Le han modernizado. Ahora incluso se le mueve el cuello.
—Qué fácil es complacerte, querida mía.
—De eso nada. Y deja de intentar distraerme. Rodan está destruyendo Nueva York. —A continuación, dio un brinco sobre el almohadón—. ¡Ah, y mira! Es la versión americana de Godzilla la que ataca Sidney. ¡Claro que es él! Es la versión protagonizada por Mathew Broderick.
—Como si pudiera distraerte. Estoy resignado a ir de segundo de Godzilla. —Pedro se recostó en el sofá a su lado, su pulso resonó cuando Paula se acurrucó a su izquierda y le pasó el brazo por los hombros. Concentrado como estaba en tocarla a la menor oportunidad que se le presentaba, esta noche se sentía en el paraíso. Paula le tomó la mano, jugueteando distraídamente con sus dedos, mientras él hacía lo único que podía para calmarla y tranquilizarla cuando no le decía lo que le preocupaba: abrazarla según sus condiciones y dejar que viera a Godzilla.
—Gracias de nuevo por el DVD —dijo un momento después—. ¿Cómo sabías que no había visto ésta?
—Pregunté por ahí. Salió a la venta hace unos pocos meses y nunca la han emitido por cable en América. —El empleado de Blockbuster le había reconocido, y sin duda creído que estaba chiflado, cuando le había preguntado por la sección de películas de monstruos, pero Godzilla: Guerra final, había sido la elección correcta.
El teléfono al fondo de su despacho sonó, aunque Pedro hizo caso omiso. Saltaría el contestador automático y no tenía intención alguna de dejar ese sofá sin Paula. Esta noche no; no cuando había comenzado a pensar que podría confiarse a él.
—¿Y si se trata del tipo del hotel? —preguntó, retorciendo la cabeza para alzar la mirada hacia él.
—Entonces puede esperar hasta mañana.
Treinta segundos más tarde, sonó su teléfono móvil.
—Puede que necesite que le devuelvas sus ocho plantas superiores —sugirió, esbozando su imprevisible sonrisa.
—Listilla. —Se movió para coger el teléfono—. Alfonso.
—¿Dónde narices estás? —preguntó la voz de Tomas Gonzales.
—En la ópera —respondió Pedro con sequedad.
—Mierda. Lo sient... Espera un momento. Puedo oír a Godzilla. Estás viendo una película con Chaves.
Pedro se cambió el teléfono a la oreja derecha.
—No tenía ni idea de que eras un fan.
—Tengo un hijo de catorce años, ¿recuerdas? Mateo tiene todos los videojuegos. ¿Puedes hablar, Pedro?
—Brevemente.
—De acuerdo. Me pasé por la oficina de Chaves para ver cómo iban las cosas, tal como me pediste. Andres lo tiene todo controlado. ¿Le importaría a Chaves que intente contratarle?
—Bien, y sí. Yo...
—Pues bien, por casualidad pregunté por Walter, ya que no se encontraba allí.
A juzgar por la pausa dramática, obviamente se suponía que Pedro debía esperar algo.
—¿Y qué? —le urgió.
—Barstone no está en la ciudad. Le dijo a Andres que iba a tomarse un largo fin de semana libre, y que reservó un vuelo a alguna parte. Y antes de que digas que estoy cuchicheando o algo parecido, se largó a toda prisa dos horas después de que sacaras a Chaves de la cárcel.
Maldita sea. Sospechaba que Paula había comenzado a buscar el Hogarth desaparecido. La desaparición de Walter de Florida no constituía una prueba, pero era una coincidencia inquietante, por lo que a él respectaba.
—Es estupendo —dijo en voz alta—. Te enviaré la próxima serie de exigencias en cuanto la reciba. Dale un achuchón a Cata de mi parte.
—¿Gonzales? —preguntó Paula cuando Pedro colgó el teléfono.
El asintió.
—Tenía un par de dudas con respecto a uno de mis correos electrónicos.
Así que era muy posible que Walter se encontrara en Nueva York, y que el uno o la otra hubieran descubierto algo. Algo lo bastante grave como para hacer que la normalmente independiente Paula se le echara encima y siguiera siendo reacia a hablar de ello. Necesitaba algunas respuestas; continuar en la ignorancia y esperar a que la mierda llegara al techo no era su modo de trabajar.
***
Eran las tres de la madrugada. Hora de ponerse en marcha en los viejos tiempos. Las aves nocturnas se habían ido a acostar, y las madrugadoras no se habían levantado aún. Se trataba del momento perfecto para que un emprendedor ladrón se colara en alguna parte y se hiciera con su objetivo.
Las cortinas del dormitorio, de un cálido color marrón, estaban corridas para impedir el paso de la luz de las farolas de la calle, pero se veía una rendija
de aproximadamente un centímetro a lo largo del lateral más próximo. Se acercó hasta la abertura y miró hacia la calle.
Había una docena o más de coches estacionados junto a la acera más cercana dentro de su campo de visión. Al no haber ningún aparcamiento al fondo de la calle, cualquier coche de vigilancia tendría que encontrarse entre esos vehículos, o en uno de los árboles que daban a la baja pared de ladrillo de Central Park.
Con el cabreo que tenía Garcia, y habiéndose ella quitado de encima el coche que esa mañana la había estado siguiendo, esperaba que alguien estuviera vigilando la casa. Si eran listos y contaban con presupuesto, también habrían puesto a alguien en el callejón.
Lo divisó al cabo de un minuto; un fugaz reflejo circular de luz proveniente de la luna trasera de un Honda. Unos binoculares. Vaya, Garcia se tomaba en serio todo eso de coger a los malos.
Con una leve sonrisa en los labios, dio media vuelta y salió furtivamente por la puerta del dormitorio. El panel de la ventana del pasillo había sido reemplazado y en la oscuridad no daba la impresión de que alguien hubiera estado manipulándolo. Se pegó a la pared a un lado de la ventana, disponiendo así de una buena visión del callejón de abajo. Los dos vagabundos con vasos de café de Starbucks y el bulto de una pistolera bajo la camisa parecían muy prometedores.
Bien. Por una vez, se alegraba de contar con vigilancia.
Todavía le helaba la sangre que Martin hubiera enviado a la banda del Louvre a la casa, sabiendo que ella no estaba y que eran capaces de matar. Wilder, Ben y Vilseau dormían abajo, en las antiguas dependencias para criados, pero si hubiera habido problemas, Pedro no se habría mantenido al margen. Su Pedro... al menos hasta que descubriera que su propio padre había organizado el robo del cuadro. Al fin y al cabo, la suerte estaba echada.
La puerta del dormitorio se abrió de una patada a su espalda, y Pau se giró. Pedro nunca la vería de pie en el rincón junto a la ventana. El instinto la llevó a quedarse inmóvil en las sombras antes de obligarse a relajarse.
—Aquí —dijo en voz baja.
Pedro se volvió hacia ella, bajando la mano derecha al mismo tiempo. ¡Dios! Llevaba una pistola. Sabía que poseía un par de ellas, pero no se había percatado de que se hubiera traído una a Nueva York. Se preguntó fugazmente si lo habría hecho igualmente de no vivir ella con él. Él también conocía a algunos tipos malos.
—¿Qué sucede? —preguntó, moviéndose a lo largo de la pared para evitar ser visto desde la ventana. Había asimilado algunas de sus habilidades con aterradora rapidez.
—Tan sólo echaba un vistazo a los polis —respondió—. Estamos rodeados.
—¿Te supone eso algún problema en mitad de la noche?
Genial. Otra vez estaba cabreado.
—Ayer me siguieron, Pedro, y eso es un problema. Quería saber si seguían por aquí. ¿Tú no? Pedro dejó escapar el aliento.
—Sí. Si están aquí, es que no están buscando mi maldito cuadro ni a quienquiera que se lo llevase.
Por primera vez, a ella no se le había pasado siquiera por la cabeza. Si Martin hubiera estado muerto, se habría revuelto en su tumba. Dios, en realidad se había alegrado de que la policía estuviera cerca, y ni siquiera había tenido en cuenta que su presencia significaba que seguía siendo la sospechosa número uno.
Si le contaba a Pedro que sabía quién había robado el cuadro —sin dar nombres, solamente decirle que tenía cierta idea—, le exigiría que acudiera a Gatcia con la información. Podía evitar mencionar a Martin, pero si el Departamento de Policía de Nueva York tenía suerte y llevaba a la banda del Louvre ante un tribunal por el robo de un cuadro en vez de por el gran golpe que estaban planeando, podría anular el trato que su padre había hecho con la INTERPOL. Además, esta banda no tenía problemas en matar. Podría poner en peligro la vida de Martin. Por complicada que fuera la relación con su padre, no quería asistir a un segundo funeral.
Pedro le echó en silencio el cabello hacia delante por encima del hombro y la besó suavemente en el cuello.
—Mañana haré una llamada y veré si puedo convencer al detective Garcia para que haga su maldito trabajo, aunque eso signifique decirle que se olvide de esto.
—Como si fueras a dejar que alguien salga impune por haberte robado.
—Hay otras formas de ocuparse de eso. Un detective privado podría resultar más útil, dadas las circunstancias.
Dadas las circunstancias significaba que los polis no dejarían de vigilarla de manera encubierta. ¡Genial!
—Pedro, no...
—Vuelve a la cama, yanqui —la interrumpió—. Hace frío si no estás allí.
Tomó la mano que él le ofrecía y Pedro la atrajo a su lado.
Tenía que haber un modo de limpiar su nombre, recuperar el cuadro, no comprometer a Martin... y no perder a su hombre. Tenía que haberlo.
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