sábado, 13 de diciembre de 2014
CAPITULO 4
—¿Que él, qué?
Paula se estremeció.
—Maldita sea, Sanchez, ten cuidado. Necesito ese brazo.
Sanchez, con sus dedos rechonchos sorprendentemente delicados, miró con el ceño fruncido el brazo y unió el largo corte dentado.
—Tienes que ir a un hospital, cielo. —Con su mano libre, oprimió un tubo de pegamento extra fuerte a lo largo de la herida.
—Lo que necesito es un objeto afilado y contundente para poder pegarte en la cabeza —repuso, más para ocultar su grito ahogado de dolor que porque estuviese realmente enfadada—. Dijiste que Alfonso estaría en Stuttgart otro día más.
—Eso mismo pensaba también el Wall Street Journal.Algún negocio mercantil con Harold Meridien. Échale la culpa al
Journal por no tener la información correcta, o cúlpale a él por mentirles. Y, eh, bien podrías haber agarrado uno de los Picasso al salir. Ya se había disparado la alarma.
—Como si quisieras vender un Picasso sin un comprador. Y ya estaba muy ocupada,muchas gracias. —Había tenido las manos ocupadas con un Pedro Alfonso muy pesado y muy inconsciente. Había visto algunas fotos de él en el Inquirer durante su enrevesado divorcio dos años atrás y en uno de los actos benéficos nocturnos de Hollywood hacía tan sólo un par de meses, cuando donó una obscena cantidad de dinero para alguna causa en algún evento organizado por quienquiera que ganase el Oscar el año anterior. Rico, divorciado y reservado. E irritantemente impredecible —Esto debería bastar —decidió Sanchez, soltando lentamente el hombro que tenía agarrado. El pegamento aguantó—. Lo vendaré, sólo por si acaso.
—¿Qué tal mi espalda? —Estiró el cuello, tratando de ver.
—Menos mal que llevabas puesto el Kevlar, cielo. Puede verse el perfil del chaleco. —Trazó una línea curvada en lo alto entre los omóplatos—.Nada de camisetas de tirantes durante un tiempo. Pero me preocupa más la herida profunda que tienes en la parte trasera de la pierna. Caminas mucho y el pegamento no aguantará.
Ella le miró a la cara.
—¿Estás preocupado? ¿Por mí? Qué ricura. —Dándole un beso en la punta de su nariz chata y torcida, se escabulló con prudencia del extremo de la mesa de cocina.
—Hablo en serio. Debes de haber dejado un rastro de sangre. ¿Qué pasa con eso del ADN y demás gilipolleces?
Había pensado en aquello y ya lo había racionalizado para no dejar que eso la preocupara.
—Para ello deberían tenerme a mí para compararlo con algo —repuso, dando un lento paso tentativo y sintiendo cómo tiraba el pegamento de su piel desgarrada —. Y no me tienen. —Echó un vistazo al reloj con forma de gato con ojos móviles que había sobre la nevera—. Son más de las cinco. Pon las noticias, ¿quieres?
Mientras él se acercaba arrastrando los pies, vestido con bata y zapatillas, a la pequeña televisión de la encimera, Pau se ponía con cuidado el par de vaqueros limpios que guardaba en casa de Sanches. Éste debía ser el motivo por el que las madres siempre les decían a sus hijos que llevaran ropa interior limpia, reflexionó, haciendo una mueca de dolor cuando la tela se deslizó por la herida vendada. Por si uno se encuentra con una explosión.
—Dijiste que el guardia de seguridad había muerto, Pau —gruñó Sanches, sintonizando las noticias locales de la mañana—. ¿Qué estás buscando, un vídeo donde salga la bolsa con los restos?
—Me marché a toda prisa —respondió, mientras se ponía una camiseta y se asomaba a la nevera en busca de una lata de coca-cola baja en calorías—. Creo que esquivé todas las cámaras del jardín, pero me gustaría saberlo con seguridad.
Él la miró, enarcando una de sus gruesas cejas.
—¿Eso es todo?
—Bueno, siento curiosidad por saber quién colocó aquel alambre que atravesaba la galería, y podría ser útil saber si Alfonso sobrevivió.
Sanches sabía que estaba preocupada a pesar de que mantuvo un tono de voz sereno. La explosión la había arrojado al suelo y, obviamente, perturbado su cerebro.
Había arrastrado a Alfonso al piso de abajo casi como acto reflejo, luego se dio cuenta de que, probablemente, podría identificarla delante de la policía. El guardia, Prentiss, estaba muerto, y de haber sido ella quien hubiera descubierto a un intruso en el pasillo cuando una bomba explosionaba, sabía a quién culparía. Esto era malo.
Muy malo.
— Pau.
Ella giró la cabeza hacia la televisión
«… la tranquilidad de la noche se vio alterada por un incendio en Solano Dorado, la finca en el estado de Palm Beach propiedad del multimillonario empresario y filántropo Pedro Alfonso. Se ha informado de que hubo una víctima
mortal, y los motivos de la explosión están siendo investigados y han sido declarados como “sospechosos”.
Alfonso había sido trasladado al hospital para recibir atención médica debido a unas heridas y magulladuras de menor importancia, pero ya ha sido dado de alta».
El vídeo cambió para mostrar a Alfonso que, acompañado de un hombre alto y rubio, entraba en el asiento trasero de una limusina negra de la marca Mercedes. Su desaliñado cabello oscuro ocultaba parcialmente el vendaje que cruzaba su frente, pero, por lo demás, parecía sano. Y Pau se sintió aliviada durante un momento.
— Genial —murmuró Sanches—. Deberías haberle dejado allí arriba.
—No creo que dejar que Pedro Alfonso muriera abrasado me hubiera servido de mucho —replicó, disimulando un escalofrío que le había provocado la misma idea
—¿Pudo verte?
Pau se encogió de hombros.
—Brevemente.
—Van a ir a por ti.
—Lo sé. Pero se me da bien esconderme.
—Esto es distinto, cielo.
Eso también lo sabía. Había muerto alguien. Un hombre muy rico había estado a punto de perder la vida. Y ella ni siquiera había logrado coger la losa de piedra que había ido a buscar.
—Fui una estúpida. Debería haber notado que alguien había entrado ya en la casa y sembrado el lugar de explosivos. Maldita sea. —Tomó un largo trago del
refresco—. De todos modos, ¿quién querría volar las cosas que hay en esa casa? ¿Con qué propósito?
Sanchez la miró fijamente.
—¿Asesinato?
—Pero ¿por qué? ¿Y por qué con tanto descuido?
—Ya sabes, Pau, «no es tan fiero el león como lo pintan», si fuera tú, me preocuparía más porque vayan a acusarme de matar a aquel guardia que por descubrir las causas del asesinato al estilo de Se ha escrito un crimen.
—Jessica Fletcher —le corrigió distraídamente, mientras observaba en la televisión, ahora sin sonido, si salía algún material grabado de Alfonso en otro acto benéfico con la modelo Julia Poole del brazo.
—Y si mi memoria fuera como la tuya, me presentaría a todos los concursos, en vez de robar trastos.
No podía culpar al espacio de noticias por sobrepasarse con la cobertura que le daban a Alfonso; con esa cara y su dinero tenía que ser bueno para los índices de audiencia.
Por supuesto, un escándalo político o una bancarrota corporativa habría estado bien, pero no, ella había tenido que entrar ilegalmente en su casa en un día en el que la prensa andaba corta de noticias. Le observó responder una pregunta sobre alguna estupidez u otra. Aburrido, pensó Pau, y un tanto divertido ante el remolino de adulación que le envolvía.
—Jamás he robado «trastos», muchas gracias, y, de todos modos, prefiero pensar en ello como en un traslado involuntario de objetos. —Tomando un último trago de refresco, lanzó la lata al cubo de reciclaje de Sanches y recogió su camisa y pantalones rotos y chamuscados. Los tiraría a un contenedor de basura de camino a casa. El chaleco era pesado, pero al menos podía salvarse, y se lo echó sobre el hombro bueno—. Voy a salir un rato. Te llamaré esta noche.
—¿Adónde, Pau?
Ella le lanzó una mirada por encima del hombro y se obligó a sonreír.
—Como que voy a decírtelo.
—Tú sólo ten cuidado, nena —le advirtió, siguiéndola hasta la puerta.
—Tú, también. Tu comprador sabía que anoche tenías a alguien interesado también en la tablilla. Podrías recibir cierta presión.
Él sonrió, sus labios se retrajeron para dejar al descubierto unos dientes blancos.
—Me gusta la presión.
También a ella, por lo general, pero no en ese momento.
Por mucha insistencia que emplearan en buscar un anillo robado, un cuadro o una vasija, era mayor el empeño con el que se empleaban cuando alguien había muerto por su causa. Y aún buscaban con mayor insistencia cuando alguien había muerto en la casa de un hombre que había aparecido en la portada de la revista Time el año anterior.
Tenía mucho en qué pensar. Como por qué alguien colocaría explosivos en el pasillo, en medio de una galería de arte y antigüedades de valor multimillonario. Y quería saber si una losa de piedra en particular aparecería listada entre los objetos destruidos… o si, además, la habían culpado a ella por llevársela.
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Geniales los 4 caps!!!!!!!!!!!! Me gusta esta historia.
ResponderEliminarBuenísimo,seguí subiendo!!!
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