sábado, 13 de diciembre de 2014

CAPITULO 3





Martes, 2:46 a.m.


Pedro Alfonso volvió en sí mientras un técnico sanitario le abría el párpado y apuntaba una luz sobre su ojo izquierdo.


Aléjese de mí —gruñó, empujándole mientras trataba de incorporarse.


Túmbese, señor Alfonso. Puede tener heridas intern…


Mierda —dijo con voz áspera, tumbándose de nuevo cuando el dolor le atravesó la parte posterior de la cabeza. Además de eso, parecía que le hubieran golpeado las costillas con un bate de béisbol. Trató de inhalar, tosiendo bruscamente debido tanto al dolor, como al olor acre del humo. Recordó todo de repente… la explosión, el vigilante. 


La chica.


¿Dónde está la chica?


No se preocupe, señor —dijo otra voz, y un segundo enfermero apareció borrosamente en su campo de visión—. Nos hemos puesto en contacto con su médico para que se reúna con usted en el hospital.


No, ¿dónde  está  la  mujer? —No necesitó preguntar por Prentiss. Había sentido el calor de las llamas, los escombros ardientes impactando contra su cara.


No  estamos seguros de nada. Están todos aquí; los artificieros; los de Homicidios; los de la oficina del forense, pero tienen que esperar a que concluya su labor el cuerpo de bomberos. ¿Vio el artefacto?


Pedro tosió nuevamente, haciendo una mueca de dolor.


No he visto nada.


¿Está seguro de eso? —preguntó una tercera voz, y ajustó de nuevo la vista.


Ropa sencilla, con una corbata barata pero elegante. Homicidios, a juzgar por lo que había dicho el sanitario.


¿Y usted es? —preguntó de todos modos.


Castillo. Homicidios —declaró el detective—. El vigilante de abajo dio el aviso sobre una explosión y un intruso. ¿Imagino que es la mujer de la que habla?


Él asintió.


Supongo.


Bueno, no cabe duda de que ella le quería muerto. Tanto como para llevarse por delante a su guardia de seguridad y a sí misma junto con usted. Tuvo suerte de lograr bajar las escaleras. ¿Puede describirla?


Por primera vez, Alfonso miró a su alrededor. Estaba en el segundo piso, nada más bajar el rellano, y seguía palpitándole la parte posterior de la cabeza donde se había golpeado contra el suelo.El equipo de bomberos no le había arrastrado escaleras abajo, o Castillo no hubiera hecho el comentario sobre su suerte. Y, por supuesto, no había sido él.


Dijo que se llamaba Solano —respondió pausadamente, incorporándose otra vez—. Delgada, menuda, vestida de negro, estaba de espaldas a mí, y llevaba una gorra de béisbol. Me temo que no vi mucho más. Ojos verdes —añadió, recordando el fugaz vistazo a su rostro en el momento en que ella se lanzó contra su caja torácica.


Cuando le había salvado la vida.


No es mucho, pero buscaremos en los hospitales locales. Aun si hubiera llevado puesta una armadura, dudo que lograra salir de aquí sin un solo arañazo. —El detective se pasó un dedo por su espeso bigote canoso—. Le llevaremos al hospital y le alcanzaré allí.


«Estupendo.» A la prensa iba a encantarle aquello.Sacudió la cabeza con cautela.


No voy a ir.


Sí que lo hará, señor Alfonso. Si se muere, a mí me despiden.


Dos horas más tarde, escuchando la cháchara de los medios de comunicación y el destello de los focos de las cámaras por el angosto y cavernoso pasillo de yeso blanco y linóleo, deseaba haberse mantenido en sus trece y haberse quedado en su finca.


Naturalmente que la prensa se había enterado. Y sabía Dios en qué espectáculo trataban de convertir su estancia en el hospital. Le contó todo a su médico mientras cerraban con puntos una profunda herida de diez centímetros que le cruzaba el pecho.


Te lo estás tomando bien, en realidad —dijo el doctor Klemm, vendándole las costillas—. Traje conmigo un tranquilizante para elefantes. Qué pena que no haya tenido que usarlo.


Tenlo a mano, por si acaso. Estoy que muerdo —dijo Pedro secamente, tratando de respirar poco a poco y de no desplomarse de nuevo en la cama. El efecto de calmante que le habían administrado los paramédicos en la ambulancia comenzaba a desaparecer, pero como le hacía sentirse aturdido, se negaba a pedir que le facilitaran más. Alguien había intentado matarle, y no tenía intención de
quedarse dormido mientras otro averiguaba su identidad—. ¿Dónde está Gonzales?


Estoy aquí. —Alto, larguirucho y con una suave voz de acento tejano, el abogado principal del bufete de Gonzales,Rhodes & Chritchenson entró en la habitación—. Dios mío, tienes un aspecto horrible, Rick.


¿Quién es ella, Tomas? ¿Y dónde está mi ropa?


— Aún no lo sabemos. Toma, aquí tienes la ropa —Entornó sus ojos azules—.Pero lo descubriremos. Cuenta con ello. —Dejó una bolsa de deporte sobre una silla, sacó un par de pantalones vaqueros, una camiseta negra y una camisa de algodón de manga larga.


Pedro arqueó una ceja.


¿De la selección de ropa de calle de Tomas Gonzales, supongo?


No me dejaban entrar en la casa para recoger tus cosas. Te quedará bien. —Frunció el ceño mientras Klemm terminaba de vendarle las costillas a Pedro, y después Gonzales le entregó un par de zapatillas deportivas de marca—. En cualquier caso, ¿qué haces aquí? ¿No se supone que debías estar en Stuttgart?


Harry trató de convencerme de que me quedara otro día. Debería haberle hecho caso. —Pedro hizo rotar su hombro, haciendo una mueca de nuevo cuando le ajustaron los puntos—. Quiero a Myerson-Schmidt al teléfono.


Son las cuatro de la madrugada. Ya los despediré mañana en nombre tuyo.


— No hasta que tenga la oportunidad de hablar con ellos. —Y no hasta que se asegurase de que no habían enviado a un mujer muy lista, y afortunada, para poner a prueba su sistema de seguridad.


Joder, la policía encontró una de las cámaras desviada hacia los árboles, unos espejos bloqueando los sensores de la puerta y un enorme agujero en una de las puertas acristaladas del jardín. Por no hablar de la mayoría de los pedazos dispersos del guardia de seguridad, y de Pedro Alfonso con el pelo chamuscado.


— No tengo el pelo chamuscado, pero gracias por las imágenes. Y no pienso quedarme sentado sin hacer nada. Quiero estar allí cuando la interroguen. —Naturalmente, primero tendrían que encontrarla. Suponía que la policía lo haría,pero, por otra parte, tenía la maldita sensación de que no resultaría sencillo.


Quienquiera que fuera, hacía que siguiera preguntándose acerca de la prueba del sistema de seguridad, y eso después de que el tercer piso de su casa hubiera volado
por los aires.


Olvídalo,Pedro. Ella no es más que alguien que quería un trozo tuyo y la ha jodido. No es la primera que lo intenta. Y ya hay otras cinco personas junto al ascensor que quieren algunas lonchas más.


— Creo que me salvó la vida. —Conteniendo un gemido, Pedro se colocó la camiseta por la cabeza—.Y es un comienzo para tratarse de alguien que,supuestamente, me quiere muerto.


Tomas Gonzales abrió y cerró la boca


Cuéntame qué ha pasado.


Pedro así lo hizo, comenzando por la ruidosa máquina de fax que algún idiota había programado para que llamara a su número privado cada dos minutos a partir de las dos de la madrugada, la llamada de seguridad de Prentiss, que había escuchado por casualidad, en la que informaba a Clark de que había descubierto un intruso y el modo en que la señorita Solano había tratado de detener el avance de
Prentiss para lanzarse a continuación sobre él justo cuando explotó la galería.


«¿Solano?» —repitió Gonzales.


Supongo que mentía —dijo Pedro con una débil sonrisa.


¿Tú crees? Sabía lo de la bomba.


Pedro negó con la cabeza.


Sabía algo. Vi la expresión de sus ojos cuando impactó contra mí. Estaba aterrorizada.


Yo también lo estaría si  algún  imbécil de seguridad hiciera estallar mis explosivos antes de que me hubiera largado.


Podría haberme dejado atrás antes de que explotara. No lo hizo. Me derribó.
Y no fui yo quien me fui escaleras abajo, piense lo que piense la policía.


Por supuesto que ella se encontraba en su propiedad para robarle. Y su naturaleza cínica y recelosa admitía que podría haberse encontrado allí para matarle.


Sin embargo, resultó que algo lo había cambiado todo. Y quería saber de qué se trataba, y por qué.


El detective que había conocido en la finca entró en la habitación.


Castillo —dijo, mostrando su placa cuando Gonzales se dispuso a acercarse—. ¿Está seguro de que ella no chocó con usted por accidente, señor Alfonso?


— Estoy seguro —gruñó Pedro. No quería tratar con el detective en ese preciso momento. La explosión lo había convertido en algo muy personal. Quería ser él quien hiciera las preguntas, y quería las respuestas para sí. Esto era como trabajar para otro… y no era así como conducía sus asuntos, ni su vida.


El detective se aclaró la garganta.


Tengo mis sospechas.Hemos dado orden de búsqueda y,como ya he mencionado, tiene que aparecer en algún centro para solicitar atención médica. Le sugiero que busque un lugar donde quedarse y yo dispondré vigilancia para usted las veinticuatro horas.


Pedro frunció el ceño.


No quiero que me sigan a todas partes.


Es el procedimiento. Puede elegir entre el Departamento de Policía de Palm Beach o la oficina del sheriff.


— No. No dejaré que me echen de mi propia casa, y ya dispongo de mi propio servicio de seguridad.


— Con el debido respeto, la seguridad de su casa no me ha impresionado precisamente, señor Addison.


— En estos momentos, a mí tampoco. —Refunfuñó en voz alta, y se levantó con cautela para ponerse los vaqueros gastados.


— Joder, Pedro. Iré a por una silla de ruedas. —El alto abogado se dirigió hacia la puerta.


Iré andando —replicó Pedro, apretando la mandíbula mientras se erguía.


Probablemente, debería de estar agradecido de que su sangre no estuviera derramándose por el suelo, pero, maldición, cómo le dolía. Y la señorita Solano había estado allí mismo con él—. Tomas, quiero a Myerson-Schmidt al teléfono ya mismo. Y no a algún zángano, sino a alguien que pueda responder a unas cuantas preguntas.


Estoy en ello. —Gonzales regresó a la habitación con un teléfono móvil pegadoa la oreja y una silla de ruedas.


Tratando de no doblarse de dolor, Pedro se dirigió hacia Castillo.


Si encuentra a la señorita Solano, cuando la encuentre, quiero saberlo. Y quiero estar allí.


— Ese no es el procedimiento, señor Alfonso.


Dejando a un lado su postura estoica, Pedro se sentó pesadamente en la silla de ruedas.


— A la mierda el procedimiento. Con mis impuestos se paga la mitad del presupuesto anual de su departamento. Si va a hablar con ella, yo estaré allí.


Gonzales le lanzó una mirada, pero Pedro fingió no darse cuenta. El fiasco y,por tanto, las respuestas, le pertenecían a él.


Veré qué puedo hacer.

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