domingo, 28 de diciembre de 2014

CAPITULO 37




Domingo, 2:15 p.m.


Francisco Castillo mantuvo el pico cerrado mientras visionaba la grabación del garaje, incluyendo las imágenes de Pedro y Pau hurgando en el maletero del SLK y hablando, momentos después, con el detective. Paula tragó saliva, y se quedó cerca de la puerta aguardando las inevitables acusaciones y la tentativa de arresto.


Una cosa era segura… si pretendían llevarla a la cárcel, iba a hacerles sudar tinta para conseguirlo.


Gonzales tampoco articuló palabra, pero los sonidos que emitía decían a las claras que comprendía el significado de las batas y las manos entrelazadas. ¡Mierda!


Probablemente le encantaría verla pudrirse en prisión de por vida. Naturalmente, si había sido él quien había orquestado todo aquello, la quería muerta, no sólo en prisión. Hum, ¿tenían los boyscouts conocimientos sobre granadas de mano?


—Está bien —dijo finalmente el detective, y se acomodó en su asiento—. Dispuso de cuatro minutos para ocultar la tablilla. Podría haber colocado las granadas en cualquier momento después de eso… a menos que fueran más de una persona.


—No lo creo —dijo con desgano, deseando poseer algo de la actitud indolente de su padre hacia los demás como para poder mantener la boca cerrada.


—¿Por qué no? —preguntó Pedro.


—Parece que el plan era cerciorarse de que yo parecía culpable para después acabar conmigo —respondió.


—Dante Partino lleva diez años contigo —dijo Gonzales, aunque la expresión de su rostro era adusta—. ¿Estás seguro de esto?


—Estoy lo bastante seguro como para pedirle que venga a la comisaría para hacerle algunas preguntas —dijo Castillo, levantándose.


—Sigo queriendo estar allí cuando hable con él —declaró Pedro al tiempo que salían del cuarto de vigilancia.


Pau agarró a Alfonso del brazo cuando los otros dos hombres se dirigieron de nuevo al piso de arriba. Podía oír cómo Castillo le advertía a Clark que no hablara con nadie de lo que había escuchado.


—Vi a la policía sacar un cuenco roto con algo del pasillo que lleva a mi habitación. ¿Qué era?


—Fresas con azúcar.


—Mis preferidas. —Deslizando las manos por el pecho, se puso de puntillas y le besó. Sus brazos no tardaron ni un segundo en rodearla, apretándola contra su alto y fibroso cuerpo. La adrenalina se disparó y la recorrió de nuevo, esta vez grata y eléctrica, y acompañada de la considerable ayuda de la excitación—. Gracias — murmuró contra su boca.


Pedro la hizo retroceder, apretándola entre la pared y él. Con sus labios y lengua besó la base de su mandíbula bajo su oreja, y ella gimió. Sus manos se escurrieron bajo su camiseta, ascendiendo por su espalda mientras Pau capturaba nuevamente su boca.


Pedro, ¿vienes? —preguntó Gonzales desde las escaleras.


—Casi —murmuró, bajando los brazos con manifiesta reticencia—. Sí —dijo en voz más alta.


—¿Estás seguro de que quieres ir a la comisaría? —preguntó Paula, mordisqueando su barbilla—. Me siento muy agradecida en este preciso momento.


Pedro gimió cuando ella enredó los dedos en su oscuro cabello.


—Tengo una idea —sugirió en un susurro—. Cogeremos la limusina y podremos tontear en el asiento de atrás.


A pesar del destino, se sentía tentada.


—No pienso ir a la comisaría.


—Claro que sí —murmuró, besándola otra vez, incitándola con la lengua—. Si tenemos razón con respecto a Dante, al menos DeVore y él están involucrados. No estoy seguro de si el dos es el número de la suerte, o si se trata todo de una maldita conspiración. Y hasta que lo sepa, no pienso quitarte los ojos de encima.


Ella le empujó.


—No, Pedro. Hablo en serio.


Él retrocedió un poco, estudiando su rostro con sus fríos ojos grises.


—De acuerdo —asintió tras un momento—. Pues lo haremos aquí.


Pau no pudo reprimir un bufido cínico.


—Un poco chulesco de tu parte, ¿no te parece?


Pedro le regaló una resuelta sonrisa.


—Sí.


Le siguió de nuevo escaleras arriba y hasta la cocina. 


Castillo se encontraba junto a un gran horno doble, vociferando órdenes por su radio. También Gonzales estaba al teléfono, pero ambos dejaron de hablar cuando Pedro levantó una mano.


Debía de ser estupendo ser el jefe.


—Caballeros, me gustaría hacerlo aquí —dijo—. En mi despacho.


—Si lo hacemos aquí —dijo Castillo, bajando la radio—, no puedo leerle sus derechos. No tendrá un abogado presente y nada de lo que él diga será admisible ante un tribunal. Y no, Gonzales no cumple con los requisitos porque trabaja para usted.


—De todos modos, dijo que no iba a arrestarlo por lo que yo opine —medió con brusquedad Paula.


Los tres hombres se la quedaron mirando. Ella irguió los hombros. «Que miren». Nadie iba a ir a la cárcel por algo que ella hubiera dicho. Si se granjeaba la reputación de ser una soplona, nadie de su círculo volvería jamás a confiar en ella.


Castillo frunció los labios.


—Sólo preguntas amistosas, entonces. Pero que quede claro, señor Alfonso, que yo no trabajo para usted. Estoy aquí para resolver dos asesinatos y un intento de homicidio. Cueste lo que cueste.


—Llámeme Pedro. Y se lo agradezco —respondió—. ¿Sabemos dónde está Gonzales?


—Con el resto de su servicio, que ha sido evacuado en las canchas de tenis.


Gonzales se puso en pie.


—Iré a por él.


—No. Yo iré a por él —dijo el detective—. Será su despacho, Pedro, pero ésta es mi investigación. Si se pasa de la raya, le detendré por obstrucción. Ya está pisándola.


—Hecho. —Pedro le observó salir por la puerta y volverse a continuación hacia Gonzales—. ¿Dónde está esa lista de empleados?


El abogado la sacó del bolsillo de la chaqueta.


—Estás chalado, Pedro. Lo sabes, ¿no?


La mirada que éste le lanzó fue espantosamente sombría, incluso para los ojos hastiados de Paula.


—Tú no has visto lo cerca que Paula ha estado de morir hace una hora — soltó—. En mi puta casa. Así que ayúdame o lárgate, Tomas. No bromeo.


Gonzales le devolvió la fulminante mirada. Dejó salir el aliento un momento después y pareció desinflarse. Entregó la hoja a Pedro sin mediar palabra y acto seguido fue el primero en salir por la puerta.


—Hay seis personas, sin incluiros a Chaves y a ti, que estuvisteis aquí la noche del robo y esta mañana.


—¿Dante está entre ellas?


—Sí.


Cuando salieron de la cocina, Paula divisó una copia del periódico de la mañana sobre la encimera. Lo cogió después de dirigirle una sonrisa inquisitiva a Hans, el cocinero, a fin de asegurarse su permiso para hojearlo de camino al
despacho de Pedro. Le llevó un momento encontrar la sección de sociedad.


—Página tres —dijo Gonzales, lanzándole una fugaz mirada por encima del hombro.


A juzgar por su expresión, el hombre pensaba que debía sentirse halagada y emocionada porque su foto apareciera en el rotativo, sobre todo con Alfonso como acompañante. Claro, así era ella, una obsesa en buscar fama. Harvard jamás creería que hubiera preferido enfrentarse a otro par de granadas a ver su cara y su nombre en un periódico.


—Bonita foto —dijo Pedro, reduciendo el paso para ponerse a la par que ella.


El periódico había optado por utilizar la primera instantánea que había disparado el reportero, probablemente porque en la segunda parecía un ciervo deslumbrado por los faros de un coche. Así que Pedro y ella estaba sentados, manteniendo una conversación natural, y él lucía una serena sonrisa relajada mientras la miraba fijamente. La expresión de ella era de afectuosa irritación mientras que la mano de Pedro cubriendo la suya hablaba de confianza y afecto.


—Qué extraño —farfulló, incómoda. Bajó la vista al pie de foto donde la describían como Paula Chaves, ligue del millonario Pedro Alfonso, y experta en arte y seguridad.


—¿Qué es extraño?


—Es como… una prueba —barbotó, cerrando de nuevo el periódico.


Pedro lo cogió.


—¿Prueba, de qué? ¿De qué me gustas? ¿De qué te gusto? ¿Tan malo es eso,Paula?


—Es un momento congelado —farfulló—. No dice que dos minutos después te di un codazo en las costillas, o que…


—… o que una hora más tarde te estaba follando —susurró, rozándole la oreja con los labios—. Algo que pretendo repetir una y otra vez. Y otra más.


Ella se estremeció.


—Las granadas son más seguras que tú.


Pedro rio entre dientes.


—Me tomaré eso como un cumplido.


—Como voz de la razón de este feliz grupito —dijo Gonzales, esperando ante la puerta del despacho a que Pedro metiera la llave—, me gustaría saber la seriedad con la que consideramos la idea de que Partino matara al guardia de seguridad, al tipo del mar y tratara de liquidar a Chaves. Dante, nuestro Dante. El hombrecillo de pelo
engominado.


—Voto por lo tercero —dijo Pau—. El resto no tiene sentido viniendo de Partino. Todavía no, de todos modos.


—Los artificieros dijeron que creían que las bombas fueron fraguadas por dos personas distintas —secundó Pedro.


—En ese caso, ¿cuál creen que es el maldito motivo? —preguntó el abogado, lanzando una mirada a Pau.


—Eso es lo que vamos a averiguar. Toma asiento, Paula—Pedro ocupó la silla junto a la de ella mientras Gonzales se sentaba a la cabecera de la mesa de conferencias—. De la conversación que mantuvo con Pau deduzco que le preocupaba su presencia.


—Comprendo cómo se siente. Estás siendo demasiado simpático con su competidora laboral.


—Algo que espero que no le haga tomarse la libertad de hacerla explotar por los aires —dijo Pedro con brusquedad.


—Si es que fue él.


—Sí, si es que realmente fue él. Pero no me refiero a eso. Puso mucho empeño en dar a conocer que sabía que eras una experta, ¿no es así, Paula?


Ella asintió.


—Sí.


Pedro se había situado de forma que pudiese ver la puerta, y tan pronto como Dante Partino entró en la estancia en compañía de Francisco Castillo, lo supo. El excitable italiano estaba callado pero parecía no poder estarse quieto, tirándose de la oreja derecha y haciendo crujir los nudillos hasta que Pedro se sorprendió de que no se le cayeran los dedos.


En un asunto de negocios ése era el momento que Pedro siempre esperaba con ansia, el momento en que sus opositores se percataban de que no tenían oportunidad contra él y de que estaba a punto de asestar el golpe. En esos momentos tenía que apretar el puño con fuerza contra el muslo para evitar abalanzarse sobre la mesa y darle una paliza de muerte a su asesor de adquisiciones.


Pedro, Tomas, estáis todos bien, ¿sí? La policía me ha hecho evacuar de mi despacho. —Los ojos de Partino se desplazaron hacia Paula para apartarlos acto seguido sin realizar ningún contacto.


«Es hombre muerto», se dijo Pedro. Dante Partino era hombre muerto.


—Sí, estamos todos bien —respondió suavemente, ofreciendo su serena sonrisa profesional.


—Señor Partino —dijo Castillo, ocupando otro asiento de la enorme mesa de caoba —, me gustaría hacerle un par de preguntas tan sólo para esclarecer algunos puntos de la investigación del robo.


—Por supuesto. Encantado de ayudarle en lo que pueda.


—La tablilla. Usted dijo que tenía un valor estimado de un millón y medio de dólares.


—Correcto.


—¿En qué se basa para estimar ese valor?


Pedro se movió con impaciencia. Esto no se trataba de la maldita tablilla; se trataba de quién había intentado matar a Paula. Pero a ella no parecía importarle el giro que había tomado la conversación. De hecho, había enganchado algunas hojas en blanco de Gonzales y estaba dibujando a lápiz unas carpas. En realidad era bastante buena. Se preguntó si tenía formación académica o si era un don natural.


Probablemente, lo último. Paula Chaves, mujer del renacimiento.


—Hum, el valor siempre se basa en comparativas con otros objetos similares y con el precio al que han sido vendidos.


—Pero, según creo, tan sólo existen tres de éstas en todo el mundo. ¿Se ha vendido alguna últimamente?


—No. Pero el precio original de compra de Pedro en enero era de poco más del millón de dólares, y el mercado de coleccionismo grecorromano ha estado bastante pujante los últimos meses. Me mantengo al tanto de las subastas y las ventas públicas. Forma parte de mi trabajo.


—¿Qué me dice de las otras piezas que se perdieron?


—Que se aplican las mismas reglas. El valor de la armadura es por lo general mucho más sencillo de estimar, dado que existen más en el mercado. Por desgracia, algunas piezas eran muy raras, y el valor de la aseguradora es, por consiguiente, mucho más elevado. Estoy seguro de que Tomas podría proporcionales esa información… las reclamaciones fueron realizadas por mediación de su bufete.


Paula continuó dibujando, tratando de no prestar atención a la conversación que estaba teniendo lugar a su alrededor. Teniendo en cuenta que se estaba llevando a cabo allí por ella, Pedro comenzó a sentirse un tanto irritado.


—¿Qué estás haciendo?


—Mirar el futuro.


Dante echó un vistazo a la hoja en la que ella dibujaba. A menos que Pedro estuviera equivocado, la rubicunda tez del administrador palideció un poco. Él mismo bajó la vista… y reprimió el súbito impulso de sonreír. Pau había pasado del
pez y estaba dibujando un bonito patíbulo y la soga del verdugo. Ignoraba si tenía un innato sentido de cómo jugar al «poli bueno/poli malo», o si también estaba cabreada
y simplemente elegía su propio medio de expresarlo.


—¿Cuál es el procedimiento a seguir con los objetos dañados pero que pueden ser reparados? —insistió Castillo, el poli bueno, mientras continuaba tomando notas en su libreta.


Paula comenzó a dibujar a la víctima ahorcada, que tenía pelo oscuro y engominado y vestía el mismo traje que Dante llevaba puesto.


—Son tasados por la compañía aseguradora y por un reputado experto en arte.
Si la restauración no daña el valor del objeto y puede realizarse sin comprometer su autenticidad, es autorizada. De lo contrario, la aseguradora paga una compensación
basada en el valor a la baja del objeto.


—Así que el propietario no pierde realmente dinero tanto si el objeto es robado como destruido.


Panino asintió con impaciencia.


—Exactamente. De hecho, si se sabe que un objeto se devalúa en el mercado, su inmediata destrucción podría suponer un beneficio monetario para el propietario.


—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Pedro con brusquedad.


—Únicamente respondo a las preguntas del detective, Pedro. Tengo la responsabilidad de decir la verdad. —Se echó hacia delante en la silla—. Y por eso
debo contarte que tu amiguita es una ladrona de arte.


La mano de Paula se quedó inmóvil y alzó lentamente la mirada hasta la de Dante con los ojos brillantes.


—Perdone, ¿cómo dice?


—Sí. Su padre murió en prisión siendo un conocido ladrón de arte. De hecho, no me sorprendería que tuviera la tablilla y que tratara de matarme con la primera bomba para que no pudiera descubrir quién era. No es de fiar.


—¿Y la segunda bomba? —preguntó Pedro, apretando el puño con tanta fuerza que los dedos se le entumecieron.


—Para parecer inocente, sin duda. ¿Ha registrado sus pertenencias, detective Castillo?


—Podrían creerte, Partino, si no hubieras contratado a un mono de feria para que realizara la falsificación en tu lugar —replicó Paula, levantándose y arrojando el lápiz y el papel a la cara del administrador antes de que Pedro o Castillo
pudieran hacer nada por impedírselo—. No es de extrañar que intentaras matarme antes de que pudiera echarle un buen vistazo, pero tendrías que haber puesto una bomba a todo el mundo que supere los siete años si querías mantener esa mierda en secreto.


—Tú no sabes nada —respondió Dante, poniéndose en pie frente a ella y dando un puñetazo en la mesa—. Sé que intentaste matarme, y nada de lo que digas cambiará eso. La policía descubrirá la verdad.


—Ya lo han hecho —contraatacó—. Acabas de situarte cerca de la primera bomba, y nadie ha dicho que yo estuve cerca de la segunda… menos tú. Así que es una pena que no tengas la tablilla original, porque podría venirte bien la pasta que sacarías por ella para librarte de la condena por homicidio, estúpido capullo.


—¡Puta! —berreó, abalanzándose hacia ella por encima de la mesa.


Gonzales y Castillo le agarraron por los hombros y le volvieron a sentar en la silla, al tiempo que Pedro se levantaba como un rayo y se colocaba delante de Paula.


—¡Basta! —gritó.


—¿Qué utilizaste para el molde? —se burló Paula por encima del hombro de Pedro—. ¿Plastilina? ¿O encargaste que alguien lo hiciera a mano con un mazo?


—¡No diré nada! ¡Quiero un abogado!


—Más le vale buscarse uno —dijo Castillo adustamente—. Dante Partino, queda detenido por intento de homicidio y robo y cualquier otro cargo que se me ocurra de camino a comisaría.


—¡No! ¡Yo no he hecho nada! ¡Fue ella! ¡Yo no cogí nada! ¡Ella tiene la falsificación!


Pedro dio la vuelta a la mesa igual que un huracán y agarró a Partino de la corbata.


—¿Qué falsificación? —gruñó.


La cara de Partino se puso blanca como la pared. Tragó saliva sonoramente y cerró la boca de golpe.


—Quiero un abogado —fue cuanto dijo, y no paró de repetirlo mientras Castillo llamaba a un oficial uniformado con un par de esposas.


Cuando el jefe de adquisiciones —ex jefe de adquisiciones— fue escoltado fuera de la habitación, Castillo se volvió nuevamente hacia Pedro.


—Necesitaré la falsificación —dijo.


—Se la traeré.


—Voy con usted. Por eso de la contaminación de pruebas.


Ambos abandonaron la estancia, aunque Pedro se detuvo lo bastante como para lanzarle una mirada admonitoria a Paula y a Gonzales antes de salir. Los ánimos ya estaban caldeados y no quería regresar y encontrarse a uno, o a ambos, cubiertos de sangre.


—Partino tiene razón sobre Chaves, lo sabe —dijo el detective a modo de conversación.


Pedro guardó silencio durante un momento.


—¿Y tiene pruebas? —preguntó finalmente.


—No. Si las tuviera, estaría esposada al igual que Partino.


—Entonces es inocente hasta que no se demuestre lo contrario —respondió Pedro—. Ese es el credo por el que os regís los yanquis, ¿no?


—Claro. Pero no le sorprende la acusación. —Castillo le miró de reojo—. Suponía que no lo haría.


—Por lo que a mí respecta, no ha hecho nada malo. El convicto era su padre. No Paula.


Castillo suspiró.


—Es un bonito juguetito, señor Alfonso, pero si fuera usted, no apartaría la mano de mi cartera. Es de lo más escurridiza. Joder, llevo veinte años echando el guante a criminales y aun así me siento tentado de darle ventaja.


—Yo no soy usted.


—Eso es cierto. Y si descubro algo, irá a la cárcel.


—No descubrirá nada. —No estaba tan seguro como parecía, pero tampoco dudaba de la creatividad o inteligencia de Paula. Castillo no hallaría nada… allí no, en cualquier caso.


En la habitación de Paula, abarrotada aún por miembros de la unidad de investigación de artificieros, cogió la mochila del sillón y extrajo el falso artefacto de su paño protector.


—Aquí tiene.


—Y esto lo encontró en su maletero, con sus bolsas.


—Sí.


—Esta mañana.


—Sí.


—Cuénteme otra vez por qué no me avisaron de eso cuando estuve en el garaje con ustedes.


Pedro le dedicó una encantadora sonrisa.


—Nos pilló un poco por sorpresa.


Asintiendo, Castillo tomó el envoltorio y cubrió de nuevo la falsa tablilla.


—De acuerdo. Haré que nuestro experto verifique que no es auténtica. Mi suposición es que Partino vio esa bonita foto de Pau y usted en el periódico de la mañana y decidió que tenía que protegerse a sí mismo y a su trabajo. Colocó la
tablilla para que todo el mundo dejara de buscar la verdadera y luego hizo lo mismo con las granadas para evitar que alguien descubriera que la tablilla que había dejado en sus bolsas era una falsificación.


—Estoy de acuerdo en eso.


—Sí. Demostrarlo será un poco más complicado. Y sigo necesitando saber por qué tenía una falsificación, dónde consiguió las granadas y dónde se encuentra el original.


Esas tres preguntas también preocupaban a Pedro ¿Por qué robar una tablilla y ocultar la falsa cuando podría haberla empleado para encubrir el robo? O si, tal como pensaba Paula, su amigo Etienne DeVore se había llevado la tablilla, ¿por qué Partino tenía una falsificación? ¿Y por qué el primer artefacto explosivo?


¡Joder!, mirara donde mirase encontraba más preguntas que respuestas. Y tanto si Dante estaba arrestado como si no, no podía deshacerse de la sensación de que aquello no había acabado. Dejó a Castillo junto a la puerta principal y regresó arriba, a su despacho.




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