martes, 13 de enero de 2015

CAPITULO 85




Entrar en casa de los Harkleys la noche anterior y volver a colocar el maldito anillo había sido pan comido. Ni siquiera habían actualizado su seguridad en los últimos cinco años desde la última vez que estuvo allí, lo cual convertía todo el episodio en algo casi demasiado sencillo. No había estado nada mal, casi había resultado emocionante, pero definitivamente no había superado sus requerimientos. Por una corazonada se había hecho con la cinta de vídeo de la noche anterior mientras desactivaba el equipo para su propio paseo nocturno. Contar con algo de munición extra que utilizar contra Patricia podría resultar útil.


Sin embargo, la apuesta con Pedro… no había ninguna pega a eso. Tenía, sin el menor género de dudas, cierto potencial. Lo primero que debía hacer era averiguar más acerca de las joyas y pinturas que habían desaparecido en el momento del asesinato. Eso podría servirle para responder a la pregunta de si el plan había sido un asesinato y, además, un robo, o si lo primero había sido, simplemente, cuestión de conveniencia y mala fortuna.


Pero no creía demasiado en la suerte, y por eso decidió comenzar la mañana con una llamada de teléfono a Francisco Castillo a fin de obtener un punto de partida. Eso, no obstante, conllevaría librarse de Pedro Alfonso, y en ese momento estaba disfrutando enormemente de su situación actual.



***


Jadeando ante el ritmo cada vez mayor con que su duro cuerpo se deslizaba dentro del de ella, Paula levantó los talones y le rodeó con ellos las caderas.


Pedro —gimió sin resuello, recorriendo con sus dedos su liso y duro pecho.


Calor, excitación y seguridad. Esas tres palabras eran embriagadoras, y hallarlas todas en la persona de Pedro Alfonso era suficiente como para provocarle orgasmos múltiples. En ese instante estaba intentando alcanzar el tercero.


—Más rápido —jadeó, alzando las caderas para salir al encuentro de su envite.


—No —gruñó, capturando su boca en un apasionado y profundo beso—. Voy a tenerte aquí toda la mañana.


«¡Toma ya!»


—Es una forma de ganar la apuesta —acertó a decir entre espasmos de puro placer, luego tiró de él y se dio la vuelta. 


Ella acabó encima, a horcajadas sobre él y completamente empalada—. Oh, Dios —murmuró, alzándose arriba y abajo sobre él—. Pero tal vez no te deje.


Las elegantes manos de Pedro masajearon sus pechos, sus caderas se elevaron para hundirse en ella una, otra y otra vez.


—Eso es hacer trampa —gimió.


Después de eso ambos parecieron perder la habilidad de comunicarse verbalmente. El cuerpo de Pau se contraía y distendía. Se desplomó sobre el pecho de Pedro con un sollozo, mientras él empujaba sus caderas hacia abajo y acababa completamente dentro de ella.


Pau yacía sobre él, jadeando, y esperó a su segunda parte favorita de hacer el amor. Pedro alzó los brazos lentamente para rodearla con ellos, no de modo restrictivo, sino relajado. Seguro.


Había tenido diversas relaciones con anterioridad, todas ellas efímeras, y la mayoría acabaron porque se aburría o perdía interés, o porque tenía que marcharse del país para llevar a cabo un trabajo y el tipo decidía que ella debía buscarse otro amante. Nunca había estado con alguien durante tres meses, y jamás había deseado a alguien del modo en que deseaba a Pedro Alfonso. Y no sólo en la cama; le gustaba hablar con él, comer con él, y el modo en que él siempre se inventaba una excusa para tomarla de la mano.


—¿Paula? —murmuró, acariciándole el pelo.


Ella le besó en la garganta, sintiendo su fuerte y acelerado pulso bajo los labios. Embriagador… y ella nunca empleaba aquel término a la ligera, o con frecuencia. De hecho, no hasta que le había conocido.


—¿Mmm?


—No voy a intentar hacerte cambiar de opinión sobre Kunz, pero…


—Bien —le interrumpió, irguiéndose sobre las manos para mirarle—. Porque no pienso cambiar de opinión.


—Déjame terminar, yanqui. Ten cuidado, ¿de acuerdo? Quiero que estés fuera de la cárcel tanto como tú.


Ella se relajó.


—Siempre tengo cuidado —canturreó, estirando sus piernas junto alas de él.


—No, no lo tienes.


—He comprado algunas revistas para la oficina —dijo, rodeándole el hombro con el brazo libre, apoyando la mejilla sobre su pecho. Le encantaba escuchar el latido de su corazón—. Cosmo, Harper's Bazaar, Woman’s Day, ese tipo de cosas.


—¿Y?


—Y ¿sabías que después de tres meses las parejas comienzan a salir del período de luna de miel, dándose cuenta de los defectos de sus parejas y centrándose menos en el sexo?


Pedro dejó escapar un bufido.


—Entonces, estamos a salvo. Yo ya conozco tus defectos, y yo no tengo ninguno.


—Gilipollas.


—Y en cuanto a lo de centrarse menos en el sexo —prosiguió, tirando de ella y levantándole la cara para mirarla a escasos centímetros de distancia—, quiero follarte cada minuto de cada día. Ya sabes lo que siento por ti.


Con el pecho encogido, Paula se zafó de su abrazo y se incorporó. Odiaba que hablara de ese modo; no porque no le gustara oírlo, sino porque cada vez le gustaba un poco más. Si lo permitía, Pedro la consumiría, la atraparía en su vida y le haría pensar que eso era exactamente lo que ella deseaba. Pudiera ser, a la larga, pero no podía permitirse caer en ello sin analizar quién era el que deseaba aquello, y qué era lo mejor para ella.


Mierda, se había pasado sus veinticuatro años de vida aprendiendo que no podía depender de nadie que no fuera ella misma, y que inevitablemente la gente se preocupaba por su propia seguridad, comodidad y felicidad antes que por la de otra persona. Y tampoco ella era estúpida. Si la pillaban mientras estaba con Pedro, sería el imperio de éste el que sufriría las consecuencias por su metedura de pata. 


De modo que, naturalmente, al alentarla a reformarse velaba por sí mismo tanto como por ella. Así era como funcionaba el mundo, incluso para los peces gordos como Pedro.


—¿Paula? —dijo en voz baja, sentándose a su lado—. Que no te entre el pánico.


—No estoy flipando. Incluso con la extraña jerga eres guay… ya te lo he dicho. —Se sacudió. Había allanado una casa la noche pasada, y él ni siquiera lo sabía, y mucho menos la policía. Pero el hecho era que no podía, o quería, hablarle de su incursión… Joder, tenía que centrarse—. Pero creo que intentas distraerme y ganar la apuesta —improvisó.


Él la besó en la espalda.


—Hazlo a tu manera, cariño. Nada me corre prisa salvo el desayuno.


Ella tomó aire.


—De acuerdo, está bien. Puede que al final recobre la cordura. Voy a darme una ducha. Quédate fuera. Y pregúntale a Hans si me prepara unas crepés, ¿quieres?


Antes de que pudiera bajarse de la cama, Pedro la tomó de la mano.


—No me has dicho que vas a tener cuidado.


—Ya lo hice ayer.


—Eso fue ayer.


—De acuerdo, su señoría. Tendré cuidado.



***


Tan pronto como se hubo duchado y hubieron desayunado junto a la piscina, Paula se subió al Bentley y se dirigió a la ciudad. Llamó a Francisco Castillo al móvil mientras iba de camino. Fuera lo que fuese lo que Pedro pudiera haber supuesto acerca de sus viles métodos de investigación, Paula necesitaba saber qué había desaparecido de la casa de Charles Kunz.


—Castillo.


—Francisco. Soy Paula Chaves. ¿Tienes un segundo?


Paula pudo apreciar la sorpresa en su voz.


—Claro. Estoy en la comisaría.


—¿Podemos vernos en alguna parte?


Silencio.


—Claro. En la comisaría.


—Francisco, no seas…


—¿Es un favor para mí o para ti, Paula?


Ella frunció el ceño.


—Está bien. Pasaré a verte a la comisaría —dijo, mientras se le constreñía la garganta.


—De acuerdo. Te traeré unos bollos.


—De chocolate con azúcar glas. Te veo dentro de quince minutos.


Le temblaba la mano cuando cerró la solapa del teléfono con la barbilla. Su padre debía de estar revolviéndose en la tumba ante la idea de que su hija se prestara voluntaria para acercarse a la comisaría. Nueva vida, nueva locura, supuso. Y había hecho una maldita apuesta con Pedro… una apuesta que no pensaba perder. Mucho menos cuando eso significaría fallarle a Charles Kunz.


Cayó en la cuenta de que no le había preguntado a Pedro por la visita de Patricia de la mañana anterior; teniendo en cuenta lo que había sucedido, el allanamiento que había cometido para devolver el anillo de diamantes, eludir el tema por completo le parecía lo más prudente. Al mismo tiempo, tampoco él había sacado a colación a Patty. 


Con todo ese rollo del caballero al rescate que tanto le gustaba a él, su silencio no era demasiado alentador. Al menos Solano Dorado no contaba con una casa de invitados a la que pudiera mudarse su ex, aunque, a Dios gracias, aquél no parecía el estilo de Pedro.


Secretos. Ambos guardaban secretos, y cuanto mejor conocía a Pedro, menos le gustaba que él los tuviera. Tal vez por primera vez, comprendió la frustración que le hacía sentir.


Sonó el teléfono. Echó un vistazo al identificador. 


«Desconocido», musitó, presionando el botón de recibo de llamada.


—«Hola.»


—¿Hola? —respondió una voz con marcado acento británico


—. Con Paula Chaves, por favor.


—Al habla.


—Llamé a su despacho y su ayudante me dio este número. Trabaja en seguridad, ¿no es así?


Estupendo. Sanchez no estaba nada contento, si es que iba dándole su número de móvil a desconocidos. Pau cambió de calle, pasándose el teléfono a la otra oreja. Tenía que hacerse con uno de esos de manos libres.


—Sí, así es.


—¿Me pregunto si podríamos vernos?


—Eso depende —dijo, girando a la derecha después del semáforo—. ¿Quién es usted?


—Ah, sí. Bueno, eso… eso es un poco embarazoso. Primero debo pedirle discreción.


Ella frunció el ceño.


—Soy muy discreta.


—Muy bien. —Se aclaró la garganta, logrando que incluso el sonido aquel pareciera británico—. Me llamo Leedmont. Juan Leedmont.


Paula frenó de modo tan brusco que a punto estuvo de chocar con un Mercedes de color rojo. Haciendo caso omiso de la pitada, estacionó el Bentley.


—¿Juan Leedmont de Kingdom Fittings?


—Ha oído hablar de mí.


Pedro Alfonso está llevando a cabo la compra de su compañía. Naturalmente que he oído hablar de usted.


—Está intentando comprar mi comp…


—¿Qué es lo que desea? —le interrumpió—. Porque si va a intentar chantajearme o algo por el estilo, me gusta el chocolate… pero Alfonso no acepta consejos laborales de mí.


—Me temo que es un asunto personal, señorita Chaves, pero no deseo discutirlo por teléfono.


—De acuerdo, quiere una cita. ¿Qué le parece en mi oficina, dentro de una hora?


—De ningún modo. ¿Qué le parece en Howleys's en South Dixie, dentro de media hora?


El hombre conocía Palm Beach. Y el lugar era lo bastante público como para atenuar su paranoia en cierta medida. 


Pau echó un vistazo a su reloj.


—Dentro de cuarenta minutos. Le veré allí.


Colgó el teléfono, lo lanzó al asiento del pasajero y se adentró de nuevo entre el tráfico. Aquello era extraño, pero considerando cómo iba transcurriendo la semana, eso era decir demasiado.


Juan Leedmont, el rey inglés de los accesorios de fontanería quería reunirse con ella en privado. Debería llamar a Pedro, pero era más lógico descubrir primero qué estaba tramando.


Paula casi estuvo agradecida cuando entró en el aparcamiento de la comisaría de policía. Al menos el ver una docena de coches patrulla aparcados detrás del edificio le daba algo más inmediato de qué preocuparse. Estaba mal de la cabeza.


Preguntó por Castillo en el mostrador principal, y no pudo evitar echar un vistazo alrededor para ver si tenían carteles de los más buscados pegados a las paredes. Cierto era que su rostro no aparecería en ninguno de ellos, pero era sólo porque la ley no estaba al corriente de quién había perpetrado todos los robos que había llevado a cabo. Pero ahora era alguien público, y tenían todo el tiempo del mundo para hurgar en su pasado. O intentarlo, en cualquier caso.


—Paula —surgió la voz de Castillo, y ella se dio media vuelta.


—Francisco. —Le tendió la mano, ridículamente aliviada de ver un rostro relativamente amigo.


—¿Quieres acompañarme a mi cubículo? —preguntó, su expresión divertida tras el denso bigote canoso—. O podemos salir al aparcamiento si eso te hace sentir mejor.


—Qué gracioso —farfulló, indicándole con un ademán que volviera por donde había venido—. ¿Dónde está mi maldito bollo?


Paula podría jurar que la mitad del departamento dejó lo que estaba haciendo para echarle un vistazo al pasar. El Departamento Antirrobo probablemente estaba en alerta máxima. Mierda.


—Aquí tienes —dijo un momento después, tomando asiento tras un feo escritorio de acero gris y empujando una servilleta con una magdalena de chocolate hacia el asiento del invitado.


—¿Dónde está mi azúcar glas? —preguntó, sentándose a regañadientes.


—Los de servicios especiales llegaron temprano del entrenamiento. Se llevaron todas las que había de azúcar.


—De acuerdo. —Tomó aire—. Necesito un favor.


—Lo suponía. —El detective la escudriñó durante un momento—. Me ayudaste a resolver un triple homicidio internacional. Aparte de eso, me caes bien. Así que haré lo que pueda, pero no voy a poner en peligro ninguna investigación, y no…


—Francisco, colega. Que sólo quiero saber si puedes contarme qué fue robado exactamente de casa de Kunz.


—Paula…


Paula podía apreciar la reticencia en su voz.


—Él acudió a mí en busca de ayuda —dijo—, y tú también. Tan sólo quiero saber qué falta.


Él expulsó el aliento.


—De acuerdo, pero si esto se divulga, sabré de dónde ha salido.


—Como si tuviera a alguien a quien contárselo. —En cualquier caso, a nadie que fuera a decírselo a un poli.


—Lo que desaparecieron fueron joyas de rubíes. Una colección completa. Kunz la había comprado hacía unos diez años a un coleccionista privado. Algo sobre la realeza flamenca.


Sonó la campana.


—La colección Gugenthal —dijo tras un momento.


Castillo la miró.


—Correcto. Y sabías eso porque…


—Rubíes y realeza flamenca. Me mantengo al día de las cosas.


—Lo supongo.


—¿Cuánto se llevaron?


—A juzgar por los informes preliminares de la aseguradora, en torno a los doce millones de pavos en dinero en efectivo y en joyas.


Pau tamborileó los dedos sobre el muslo.


—¿Y las obras de arte?


—Un Van Gogh y un O'Keeffe.


—Extraño emparejamiento.


—Ambos estaban en su despacho —informó Castillo, comprobando sus anotaciones—. Al parecer acababa de regresar de un viaje como coleccionista.


Mmm. Si tal era el caso, también podían faltar piezas de cuya existencia ni siquiera la familia tenía conocimiento. Otra complicación.


—Pero ¿no desapareció nada de cualquier otro punto de la casa?


—No.


—De modo que primero fue un asesinato, con el robo tal vez como medio de encubrirlo.


Recostándose en su silla, Castillo le dio un bocado a su bollo recubierto de crema de leche.


—Piensas como un policía. ¿Lo sabías?


«¡Genial!»


—Gracias, supongo. ¿Alguna pista de qué es?


—¿Qué opinas tú?


—¿Yo? —Había algunas otras cosas que sabía, o sospechaba, pero eso era asunto suyo. Ayudar a la poli sólo le serviría para perder la apuesta—. Kunz sabía que algo iba a pasar, y por parte de alguien cercano —informó—. Las personas como él no tienen demasiados puntos débiles, y no dejan que un desconocido los vea a menos que no puedan evitarlo. Y si lo único que le preocupaba eran las joyas o el dinero en metálico, podría haber hecho que lo cambiaran a una caja de seguridad o algo parecido.


El detective había dejado a un lado su bollo para tomar más notas.


—Eso tiene sentido. Y todo encaja con tu teoría del guardaespaldas.


—¿Cuándo es el funeral? —preguntó de pronto Paula. No asistía a muchos; cuando sus amigos o colegas fallecían, normalmente no estaba en situación de dejarse ver en público. Pero deseaba asistir al de Charles Kunz, si le era posible, para hacerle saber que tenía intención de mantener la promesa que le había hecho y también para ver qué, o quién, se arrastraba a plena luz del día para asistir.


—Pasado mañana. Será privado, pero voy a asistir en nombre del Departamento de Policía. —Tomó aire—. ¿Quieres ser mi acompañante?


Sin duda alguna, su relación había cambiado desde que se conocieron, cuando la había apuntado con una pistola.


Pedro podría conseguir una invitación. De lo contrario, entonces, sí, te lo agradecería.


—Cuenta con ello. Pero Pau, si me pides esto porque intentas resolver el caso, no lo hagas. Es mi trabajo, y yo me ocuparé de ello. No quiero que la jodas. Y, entre tú y yo, hay tanta gente a la que le gustaría verte dar un paso en falso que ni siquiera deberías cruzar sola la calle.


Con una sonrisa, ella se puso en pie.


—Francisco, no tengo ni idea de lo que me estás hablando. Mi padre era el ladrón, y cumplió condena por ello. ¿Recuerdas? Yo soy la experta en arte y seguridad.


—Claro, y yo soy Fidel Castro. Mantente lejos de mi radar… y del de cualquier otro.


—No te preocupes por eso, Fidel. Te llamaré mañana.


Paula salió del Departamento de Policía tan rápidamente como pudo sin parecer un criminal a la fuga. «¡Jo, colega!» 


Aquello la había impactado más que un allanamiento fallido. 


Respirando profundamente, se subió de nuevo al Bentley y se dirigió hacia Howley's.


Había visto a Juan Leedmont en tan sólo una ocasión, cuando se había reunido con Pedro en su oficina de Londres para almorzar justo cuando el director general de Kingdom Fittings se marchaba. Era alto y distinguido, y había sentido el impulso de empezar a cantar The very model of a modern major general, de The Pirates of Penzance.


Cuando entró en Howley's para encontrarle sentado en una de las mesas de fórmica, lo primero que le vino a la cabeza fue que ese día no parecía capaz de inspirar música. No, parecía preocupado. Las cosas estaban llegando a un punto en que todo el que deseaba hablar con ella estaba preocupado por algo. Pero la gente feliz probablemente no necesitaba sus servicios.


—Leedmont —dijo, retirando la silla frente a la de él.


Él se puso medio en pie, y realizó una reverencia británica cuando ella tomó asiento.


—Señorita Chaves. Gracias por acceder a verme.


—Claro. ¿Qué sucede?


—Trabaja en seguridad.

—Eso ya me lo ha preguntado. La respuesta sigue siendo sí. —Se acercó una camarera y pidió una Coca Cola Light.


—Y me ha prometido su discreción. Si esto llega a hacerse público, estaré arruinado. Y me aseguraré de que Alfonso nunca ponga las manos en Kingdom Fittings.


Pau se recostó.


—Dios mío, hace que parezca tan atractivo. ¿Y qué me ofrece, aparte de amenazas?


—Una tarifa neta de diez mil dólares, americanos.


No era mucho en lo que a tarifas tradicionales se refería en su caso, pero sí lo suficiente como para cubrir el primer mes del alquiler de la oficina.


—Suena bien —dijo pausadamente—, pero primero, sigo queriendo saber qué servicio debo prestar.


—El servicio. Claro. —Se aclaró de nuevo la garganta—. Esta mañana metieron esto por debajo de la puerta de mi habitación de hotel.


Con una profunda inspiración sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta y lo dejó sobre la mesa entre ambos.
Pau, suspicaz de inmediato, colocó las manos sobre su regazo. No iba a dejarse engañar para tocar propiedad robada de otra persona o dinero sucio en público.


—¿Por qué no lo abre y me lo enseña? —sugirió.


—Preferiría no hacerlo aquí.


—Usted acordó esta reunión. Soy asesora en sistemas de seguridad y esto no se asemeja en nada a eso.


—No, no lo es. Pero necesito su ayuda. —Frunciendo el gesto abrió el sobre y depositó el contenido sobre la mesa.


Paula bajó la vista.


—Mierda.


La camarera apareció con su refresco y Pau le dio la vuelta a la foto con brusquedad. Una vez quedaron de nuevo solos, la volvió de nuevo. Borrosa, posiblemente sacada con teleobjetivo y de noche, no podía distinguir quién era la mujer, sin embargo, era difícil no reparar en ese bigote blanco.


—Así que le hicieron una mamada —dijo, manteniendo la voz muy baja para que nadie de las mesas próxima pudiera oírla—. Bien por usted.


—¿Ha leído el pie de foto?


Se acercó la fotografía. Con letra negra y pequeña del borde blanco de la instantánea, pudo descifrar la «50,000$, P.O. Box 13452, Palm Beach 33411–3452».


Paula miró de nuevo la fotografía. Había sido sacada desde arriba, mirando hacia el asiento delantero del coche. El volante se encontraba a la izquierda, y la mujer con pelo liso y moreno y sin rasgos faciales visibles, llevaba una camiseta de tirantes roja y unos pantalones cortos blancos.


—Se tomó aquí —dijo—. ¿Y lleva en la ciudad, cuanto… desde ayer?


—Prácticamente saltó dentro del coche.


—Y aterrizó justo sobre su polla. Asombroso.


—Pero no fue así. No recibí nada, y no le pagué por el servicio. Me pidió que le diera un paseo y eso fue lo que hice.


—Si alguna vez viera Cops, vería que el noventa y nueve por ciento de los tipos a los que arrestan dicen lo mismo —de nuevo alzó la vista hacia las huesudas manos que asían la taza del té—. Está casado —afirmó, contemplando la gruesa alianza de oro en su dedo anular izquierdo—. Y ésta no es su mujer.


—No, no lo es.


—Pues pague el dinero.


—No sin tener la garantía de que esta foto no volverá a aparecer de nuevo, y de que no reciba otra copia con la petición de una suma adicional de dinero más tarde.


—Si es que dice la verdad, ¿cómo terminó la chica con la cara en su regazo?


—Estoy diciendo la verdad. Eligió el lugar en el que debíamos aparcar —dijo tras un momento, con la voz teñida de reticencia—, y cuando detuve el coche para dejarla bajar, se le cayó el mechero, luego se agachó para cogerlo. Eso duró tal vez un segundo, y luego bajó del coche y me dio las gracias, y continué de regreso al hotel. Hasta esta mañana, pensé que eso era todo. Mi buena obra, por así decirlo.


—Las buenas obras no existen —respondió Paula, comenzando a creerle muy a su pesar—. ¿Así que cree que alguien le pagó para tenderle una trampa?


—No sé cómo explicarlo si no. —Alargó la mano y puso de nuevo la foto a la vista—. ¿Me ayudará, señorita Chaves?


—No tengo mucha experiencia en materia de chantajes —dijo, esquivando la respuesta, muy consciente de que Sanchez estaría de nuevo esperándola en el despacho hecho una furia.


—Si hubiera sucedido en Londres, habría contactado con personas en cuya ayuda puedo confiar. Aquí, a pesar de que tengo muchos conocidos, no diría, precisamente, que confíe en ninguno de ellos.


—Sobre todo después de que alguien tomara esa foto.


—Exactamente. Y pedirle a mi gente que venga ahora atraería demasiada atención negativa. Sé que se encargó de una situación delicada para Alfonso y el instinto me dice que puedo confiar en usted. Cualquier información de por qué ha ocurrido esto sería útil, aunque, naturalmente, sólo recibirá sus honorarios si yo recibo la fotografía original, el negativo, en caso de haberlo, y una razonable garantía de que todas y cada una de las copias han sido destruidas.


—Si es una fotografía tomada en digital, podría estar bien jodido, perdone el juego de palabras.


—Sigo queriendo saber quién hizo la foto. Le agradaban los hombres que trataban de mantener una conexión razonable con la realidad aun cuando sus vidas se estuvieran yendo al traste.


—Veré qué puedo hacer —dijo, introduciendo de nuevo la foto en el sobre—. ¿Dónde se aloja?


—En el Chesterfield. Habitación 223.


—Estaré en contacto. —Se puso en pie tras apurar su refresco.


—No tendré esto dando vueltas en mi cabeza mientras negocio con Alfonso—dijo con claridad.


Eh, que todavía no había visto un duro y el tipo ya estaba lanzando amenazas y ultimátum… no es que pudiera culparle por ello.


—Le llamaré mañana por la mañana —rectificó, colocándose el sobre bajo el brazo y encaminándose de nuevo hacia el coche.



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