lunes, 15 de diciembre de 2014
CAPITULO 7
Jueves, 9:08 a.m.
—Esto es absurdo —dijo Pedro, al colgar el teléfono tras su conversación con el jefe del Departamento de Policía de Palm Beach—. Han pasado dos malditos días y siguen diciendo que tienen algunas pistas, pero nada que puedan contarme.
—Lo cual sería cierto. —Gonzales observó a Pedro pasearse desde el extremo más distante del escritorio.
—Salvo que tienen a Walter Sanchez bajo vigilancia. —Pedro echó un vistazo al fax que Gonzales había traído con él—. Y una casa que han comenzado a buscar esta tarde. A mí me parece que eso es significativo.
—Es algo. Pero, dado que la casa es propiedad de una tal Juanita Fuentes que, al parecer, falleció en 1977, supongo que no están muy seguros de lo que sucede.
—Quiero ir allí —dijo Pedro—. A esa casa. —Se fue hasta el armarito de los licores en busca de un coñac al tiempo que se frotaba la sien. El doctor Klemm le había dicho que posiblemente tuviera una conmoción cerebral leve, pero imaginaba que a estas alturas el dolor de cabeza se debía en igual medida a la frustración.
—No puedes. Todavía no estamos al corriente de eso de modo oficial. Y, por el momento, sólo puedo presionar, Pedro, aun utilizando tu nombre.
—Detesto no saber qué está pasando. Y, a pesar de lo que piensen los demás,ella no actuó…
—¿… no actuó como una asesina? Eso ya lo has dicho… pero tu trabajo no es decidir eso. —Gonzales se aclaró la garganta, descruzó sus largas piernas y se puso en pie—. Me preocupa más que la policía quiera que te quedes en Florida. —El ceño de Pedro le hizo esbozar una sonrisa—. Quiero decir que me gusta tenerte aquí, aun fuera de temporada, pero mantenerte en un lugar mientras las cosas explotan no hace que me sienta tranquilo.
—A mí tampoco.
—¡Ja! A ti te encanta estar metido en medio de todo este follón.
Pedro le miró.
—Cierto o no, me gustan las resoluciones. Vete a hacer algo constructivo, ¿quieres?
Tomas hizo una reverencia verdaderamente espantosa. «Americanos.»
—Sí, su majestad. Me dejaré caer por el despacho y le haré otra llamada a la senadora Branston. Puede que si le meto prisa, consiga algo.
—Presiona a Barbara, o lo haré yo.
—No, no lo harás porque estás ocultando tus intenciones y cooperando con las autoridades en este asunto. Yo soy el abogado. Se supone que tengo que ser
desagradable.
Gonzales se marchó, y cerró la puerta al salir.
Pero Pedro siguió paseándose de un lado a otro. Odiaba que le manipulasen, aun si se trataba de un amigo como lo era Tomas. Las estupideces serviles del departamento de policía resultaban simplemente insultantes. Y el FBI y él habían vuelto a las andadas y nunca habían trabajado bien juntos.
Suponía que podría considerarle sospechoso según la extraordinariamente inteligente imaginación de alguien, pero, en realidad, era probable que quisieran que se quedara en Florida porque su presencia mantendría a los medios interesados y convencería al departamento de seguir pagando las horas extras a los investigadores.
Mientras que aquello sirviera para que alguien localizase a la señorita Solaro,aguantaría estar en el ojo público… por ahora.
Se dispuso a tomar otro trago de coñac y se detuvo cuando la claraboya situada en el centro del techo vibró y se abrió. Con una elegante voltereta que parecía mucho más fácil de lo que debía ser, una mujer se introdujo en su oficina. La mujer, advirtió,dando un paso atrás de modo reflexivo.
—Gracias por deshacerse de su compañía —dijo con voz grave—. Me estaban dando calambres allí arriba.
—Señorita Solaro.
Ella asintió, manteniendo sus ojos verdes clavados en él, caminó hasta la puerta y echó el pestillo.
—¿Está seguro de que es usted Pedro Alfonso? Creí que dormía con un traje de chaqueta, pero anteanoche no llevaba puesto más que unos pantalones de chándal, y esta noche… —Le miró lentamente de arriba abajo—… lleva una camiseta y unos vaqueros, y va descalzo.
Los músculos que cruzaban su abdomen se contrajeron, y no debido al temor, advirtió con interés
—El traje está en la tintorería. —Las manos enguantadas de la mujer estaba vacías, igual que lo habían estado la otra noche, y esta vez ni siquiera llevaba una pistola de pintura o una mochila. Vestía nuevamente de negro… zapatos negros,unos ajustados pantalones negros y una camiseta negra que se adhería a sus esbeltas curvas.
Ella frunció los labios.
—¿Convencido de que no llevo un arma escondida?
—De llevarla, no se me ocurre dónde podría hacerlo —repuso, deslizando la mirada por todo su cuerpo.
—Gracias por reparar en ello.
—De hecho —prosiguió Pedro—, parece que va un tanto ligera de ropa comparada con la otra noche. Pero me gusta la gorra de béisbol. Muy elegante.
Ella le regaló una amplia sonrisa.
—Es la mejor forma de mantenerme el pelo largo y rubio recogido y apartado de la cara.
—Debidamente apuntado para mi informe policial —dijo, su mente seguía considerando la intrigante idea de dónde podría llevar un arma oculta—. A menos que esté aquí para matarme, en cuyo caso supongo que da lo mismo de qué color sea su pelo
—Si estuviera aquí para matarle —replicó en un tono de voz suave y sosegado,mientras lanzaba una mirada al escritorio por encima del hombro de él—, estaría muerto.
—Está muy segura, ¿verdad? —No iba armada; podría hacer que se descuidara, agarrarla y entregársela a la policía. En cambio, Pedro bebió un trago de coñac.
—Mmm —respondió—. ¿Quién era ése al que ha mandado para que presione a la senadora Branston? ¿O, mejor dicho, a Barbara?
Pedro se encontró observando su boca, la suave curva de sus labios carnosos.
«Concéntrate, maldita sea.» Tomó aire y miró una vez más la claraboya. El cristal era grueso, pero no lo suficiente como para impedir que alguien escuchara… o para detener una bala. De modo que una vez más había tenido oportunidad de matarle y no la había aprovechado. Interesante.
—Era mí abogado. Tomas Gonzales.
—Abogados. Mis personas preferidas. Ahora, ¿por qué no se acerca hasta el armario un momento? —le sugirió mientras ella se aproximaba. Pareció darse la vuelta, preparada para moverse en cualquier dirección, para reaccionar a cualquier cosa que él pudiera hacer. Pedro lo encontró extrañamente… tentador. La mayoría actuaba a la defensiva si estaba él involucrado. La señorita Solaro, al parecer, se consideraba su contrincante.
—Este es mi despacho, señorita Solaro. ¿Por qué no me lo pide de buenas maneras? Teniendo en cuenta que está desarmada.
La ligera sonrisa reapareció de nuevo en su boca, indicando que no dudaba de poder defenderse de él y que estaba disfrutando enormemente de su encuentro.
—Por favor, muévase, señor Alfonso—le dijo con voz zalamera.
Se desplazó a donde ella le indicaba porque deseaba ver qué pretendía hacer a continuación. Dando un paso adelante, ella pasó sus dedos enguantados por las carpetas y los papeles que había sobre su escritorio.
—Yo tampoco tengo armas escondidas —le dijo él tras un momento, ocultando un punzada de irritación cuando ella invadió el cajón superior de su escritorio.
—Por supuesto que tiene —respondió—. Únicamente quiero asegurarme de que no están donde pueda sacarlas con facilidad. —Su mirada contempló sus gastados vaqueros.
Tras un momento, retrocedió, indicándole con un gesto que todo estaba despejado. Él volvió a su escritorio, y se apoyó contra el borde. Si hubiera mirado el armario que se encontraba a su espalda, habría encontrado un 44, pero
indudablemente pensaba que podía salir de allí antes de que él pudiera llegar a cualquier cosa que hubiera guardado bajo llave.
—De acuerdo, digamos que acepto que no está aquí para matarme —dijo—.¿Por qué está aquí entonces, señorita Solaro?
Ella dudó por primera vez, una arruga apareció entre sus delicadas cejas curvadas
—Para pedirle su ayuda.
Y él que había pensado que ya nada podría sorprenderle esa noche.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Me parece que sabe que no intenté matarle la otra noche. Lo único que pretendía era llevarme su tablilla troyana, y no me disculparé por eso. Pero el robo está sujeto a la ley de prescripción. El asesinato, no. —Se aclaró la garganta—. No mataría a nadie.
—Pues entréguese y dígaselo a la policía.
Ella resopló.
—Ni hablar. Puede que me haya quedado sin la tablilla, pero la ley no me ampara.
Pedro se cruzó de brazos. Ella no se había llevado la tablilla. Su curiosidad aumentaba por momentos… y no le convenía contarle que otro se la había llevado.
—Así que has robado otras cosas. ¿A otra gente, aparte de a mí, imagino?
Cuando ella miró hacia la claraboya, su suave expresión de «a quién le importa» cambió un poco. Era una pose, comprendió. A pesar de parecer impertérrita, debía de estar desesperada para presentarse esa noche de improviso ante él. Si no hubiera estado tan acostumbrado a observar a la gente en busca de puntos flacos, jamás lo habría visto. Era buena en lo que hacía, obviamente, pero eso momento de vulnerabilidad captó su atención… y su interés
—Le salvé la vida —dijo finalmente, su imperturbable máscara de nuevo en su sitio—, así que me debe un favor. Dígale, a la policía, al FBI, a la prensa, que no maté al guardia, y que no intenté matarle a usted. Ya me ocuparé del resto yo misma.
—Comprendo. —Pedro no estaba seguro de si se sentía más intrigado o irritado por el hecho de que ella esperase que él hiciera desaparecer su error—. Quiere que arregle las cosas para que pueda salir de esto sin consecuencias, debido a que, a pesar de que sí se ha portado mal en otra parte, aquí no tuvo éxito.
—Soy mala en todas partes —replicó, con una leve sonrisa que hizo que Pedro se preguntase, momentáneamente, hasta dónde llegaría en su búsqueda por verse absuelta de todo mal—. Acúseme de intento de robo. Pero absuélvame de asesinato.
—No. —Quería respuestas, pero a su modo. Y no por medio de algún tipo de compromiso, por fascinante que hiciera parecer la idea.
Ella le miró directamente a los ojos por un instante, luego asintió.
—Tenía que intentarlo. Sin embargo, podría tener en consideración que si no fui yo quien puso esa bomba, otro lo hizo. Alguien a quien se le da mejor que a mí entrar en los sitios. Y soy buena. Muy buena.
—Apuesto a que lo es. —La observó durante otro momento, preguntándose cómo sería con toda esa energía desatada. Definitivamente sabía exactamente cómo sacarle de sus casillas, y quería hacer lo mismo con ella—. Admito que puede tener algo que me interesa adquirir —dijo pausadamente—, pero no son sus teorías o su petición de ayuda.
Volviendo a su posición bajo la claraboya, estiró el brazo hacia abajo. El extremo de una larga cuerda cayó dentro de la habitación.
—Ah, señor Alfonso. Yo nunca doy algo a cambio de nada.
Él descubrió que no estaba preparado para dejarla marchar.
—Tal vez podamos negociar.
Ella soltó la cuerda, acercándose a él con unos andares que se asemejaban en parte a los de Catwoman, y muy seductores.
—Ya se lo he sugerido, y me ha rechazado. Pero tenga cuidado. Alguien le quiere muerto. Y no tiene ni idea de cuánto puede acercarse a usted alguien como yo sin que ni siquiera se entere —murmuró, alzando el rostro hacía el de él.
«¡Santo Dios!» Esa mujer prácticamente echaba chispas. Pedro podía sentir cómo se le erizaba el vello de los brazos.
—Lo sabría —respondió con el mismo tono de voz grave, acercándose lentamente un paso, retándola a dar el siguiente. Si lo daba, iba a tocarla. Deseaba tocarla desesperadamente. El calor que emanaba su cuerpo era casi palpable.
Ella se quedó donde estaba, sus labios a un suspiro de los suyos, después esbozó otra fugaz sonrisa y se alejó para asir la cuerda de nuevo.
—Así que no se sorprendió esta noche, ¿verdad? —Con fluida coordinación de brazos y piernas, ascendió a través de la claraboya—. Vigile su espalda, Alfonso. Si no va a ayudarme, no pienso ayudarle.
—¿Ayudarme?
Ella se desvaneció y, seguidamente, asomó la cabeza en la habitación.
—Sé cosas que los policías jamás sabrían cómo descubrir. Buenas noches, Alfonso —La señorita Solaro le lanzó un beso—. Que duerma bien.
Pedro dio un paso adelante para mirar hacia arriba, pero ella ya había desaparecido.
—Me sorprendí —reconoció, tomando otro trago de coñac—. Y ahora necesito una ducha fría.
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