Domingo, 10:36 a.m.
—Buenos días, señor Alfonso. Espero que no le moleste que haya entrado sin permiso, pero su guardia de seguridad dijo que estaba usted aquí. —El detective Castillo atravesó las amplias puertas dobles de acceso al garaje.
Con una maldición Pedro metió apresuradamente otra vez la tablilla troyana en el petate y se dio media vuelta. ¡Por todos los santos! Junto a él Paula se había puesto blanca como la pared, sus manos aferraban la mochila con tanta fuerza que podía ver los tendones de sus nudillos. Únicamente los años pasados como un muy disciplinado ejecutivo de éxito mantuvieron serena la expresión de su rostro y sus ojos.
—Detective Castillo. Pensaba que nos encontraríamos más tarde en el despacho de Gonzales.
—Sí, pero se me ocurrió que se sentiría más cómodo aquí. Además, he visto cómo conduce cuando está enfadado, y no quería poner a los ciudadanos de a pie en peligro. —Sus penetrantes ojos oscuros contemplaron con detenimiento el par de batas, dos pares de pies descalzos y el modo en que los hombros de Alfonso y de Chaves se rozaban.
Pedro asintió, manteniendo una fría sonrisa levemente irritada en la cara.
Sabía que Castillo les había visto tocarse y era consciente de que de ahí en adelante las acciones de Paula repercutirían en él… y viceversa. Y teniendo en cuenta lo
que había en su petate, ambos estaban hasta el cuello de problemas.
—En realidad, detective, creo que estaríamos más cómodos en la cocina — dijo—. Si le parece bien.
—¿La oferta viene acompañada de un café?
—Así es. —A primera vista no había nada en las cosas de Paula que indicaran que eran herramientas de un ladrón, pero Castillo ya tenía sus dudas acerca de su historia. Y, sorprendentemente, lo primero en lo que pensó Pedro fue
en protegerla… incluso con la maldita tablilla en su petate. «¡Maldita sea!» Tenía ganas de darle un puñetazo a algo, pero en vez de eso terminó de sacar el petate y la maleta rígida del maletero—. ¿Sería tan amable de concedernos unos minutos para vestirnos?
El detective se encogió de hombros.
—Claro. ¿Necesita ayuda para llevar eso?
—No, me parece que nos las podemos arreglar muy bien. —Paula había recobrado la capacidad de hablar y ahora parecía sosegada e impasible como de costumbre. Tan impasible como una ladrona y embustera profesional—. Solamente estoy trasladando algunas de mis… cosas personales —prosiguió.
—Claro. Esta mañana he leído en el periódico que están saliendo. —Castillo dio un paso atrás cuando Pedro se cargó el petate al hombro—. Podrían haberlo mencionado ayer. Y si me permite que le pregunte, señorita Chaves—continuó el detective mientras caminaba detrás de ellos—, ¿de dónde está trasladando sus pertenencias personales? Es decir, la busqué en el ordenador pero no aparecía un
lugar de residencia. Ni siquiera un carné de conducir.
«Estupendo. Probablemente su coche también era robado.»
Pedro no estaba seguro de si estaba más furioso con ella o consigo mismo por haber sido engañado. Y ahora ocultaba pruebas —y criminales, al parecer— a la policía; todo porque no podía librarse de su obsesión por una mujer que ya había admitido que no paraba de mentir.
Pedro no estaba seguro de si estaba más furioso con ella o consigo mismo por haber sido engañado. Y ahora ocultaba pruebas —y criminales, al parecer— a la policía; todo porque no podía librarse de su obsesión por una mujer que ya había admitido que no paraba de mentir.
—Me alojaba en casa de un amigo —respondió con una pequeña mueca—. No se ofenda, pero con la reputación de mi padre, suelo verme hostigada por la policía cuando me establezco en algún lugar. Es más sencillo no hacerlo. Establecerme, quiero decir.
—Alguien, usted, debería escribir un libro sobre su padre.
Paula dejó escapar un bufido.
—Nadie lo creería. Además, él se aseguró de que me mantuviera al margen.
El detective sonrió a cambio.
—Aun así, apuesto a que tiene algunas historias.
—Invíteme a una cerveza un día de éstos y le contaré lo que sé.
—Trato hecho.
Paula encandilaba a todo el mundo.
—Le pediré a Hans que le traiga un café, detective —intervino Pedro—.¿Podría esperarnos quince minutos?
—Que sean veinte —convino Castillo, dejando que le condujeran a la cocina, donde Pedro dio instrucciones de que prepararan café y el desayuno.
Tan pronto se cerró la puerta tras ellos, Pedro se volvió velozmente hacia Paula.
—¿Qué narices…?
Ella se acercó y le besó. No era pasión; sus labios estaban tensos y temblaban levemente, pero le hizo callar.
—Aquí no —susurró—. Seguridad.
«Mierda.»
—En mi cuarto —espetó, cargando de nuevo con el petate y alejándose. Sabía que ella le seguiría; tenía en su poder la maldita tablilla de piedra.
Pedro cerró la puerta de golpe cuando ella entró después de él.
—¿Por qué me has mentido? —bramó, dejando la bolsa en el sofá.
Paula se estremeció ante el veneno que destilaba su voz.
—No lo he hecho.
—¡Maldita sea! ¡Debería entregarte a Castillo ahora mismo! —Se pasó la mano por el pelo como si prefiriera realizar una acción más violenta que gritar. Este hombre de duros y helados ojos era quien poseía una buena porción del mundo… y obviamente Pau se había topado con su lado malo. Más de ciento ochenta y cinco centímetros de británico cabreado la fulminaba con la mirada mientras ella se paseaba como un lobo buscando un punto vulnerable en el que hincar las fauces.
Había llegado el momento de recordarle que también ella tenía dientes.
—No sé qué está pasando —espetó, negándose a retroceder—. Yo no la puse ahí.
—No soy estúpido, Paula—gruñó.
—Y yo te digo que no estoy mintiendo. Alguien…
—¿Qué, alguien la puso ahí? Sea cual sea el maldito juego al que estás jugando, se acabó. Ya.
—¿Por qué no lo compruebas con Gonzales? Parece que vive dentro de tu bolsillo. Dudo que haya alguien que disponga de mejor acceso a ti y a tu propie…
—¡No cambies de tema! ¡Este petate es tuyo!
—Yo no lo he hecho, Pedro—susurró, incapaz de mantener la voz firme. Se había pasado la vida danzando al borde de un vórtice. Cuando su padre fue arrestado había sentido como si la succionara, tratando de arrastrarla a sus profundidades, pero había logrado mantenerse en pie. Ahora, por primera vez, había tropezado y caído dentro. No se le ocurría ninguna acción, ninguna mentira, ni siquiera alguna verdad que la sacara de ello—. Yo no lo he hecho. Y ésa es la verdad.
—Viniste aquí a por ella.
—Por supuesto que sí. Nunca he mentido sobre eso. Pero yo no me la llevé. De haberlo hecho, no habría vuelto en busca de tu ayuda. Y mucho menos la habría traído conmigo. No sé qué está pasando, pero a mí tampoco me gusta que me tomen por tonta.
—¿Pues cómo ha llegado aquí? —exigió, sacando la losa.
—No… —Se detuvo. Mientras siguiera negando sus acusaciones, y manteniéndose a la defensiva, no sería capaz de pensar—. Déjame verla —dijo con voz más calmada.
Él la miró airado, sus hombros se alzaron al inspirar profundamente.
—Y una mierda. Ponte algo de ropa. Voy a llamar a Tomas antes de que Castillo descubra qué está pasando. —La apuntó con un dedo, acto seguido apretó la mandíbula, y cerró la mano con fuerza en un puño—. ¡Maldita sea, Paula! ¿Qué crees que vas a sacar con ello?
Ella sacudió la cabeza, deseando que la creyera.
—Nada. Prentiss murió mientras alguien, mientras Etienne, robaba la tablilla. Y luego muere Etienne, imagino que a manos de aquel para quien estuviera trabajando. No tiene sentido que eso estuviera en mi mochila. No cuando dos personas han muerto ya por su causa. Alguien lo desea lo suficiente como para matar por ello. Dos veces.
Por primera vez desde que entraron en la habitación Pedro le quitó los ojos de encima para mirar la antigua piedra desconchada que sostenía en la mano.
—No, no tiene sentido —dijo al fin—. Nada de esto lo tiene.
—Para alguien sí que lo tiene. —Sintiendo cómo se iba atemperando su ira, Pau fue un paso más allá—. Alguien que acaba de renunciar a un millón de dólares para acusarme de asesinato. Déjame verla.
Su mirada se paseó de ella hasta el teléfono de la mesa del fondo. Paula sabía lo que él estaba pensando, estaba tratando de decidir qué hacer: si acudía a Castillo,
probablemente ambos serían arrestados. Si llamaba a Gonzales, él posiblemente saldría de aquello, pero ella no. Después del medio minuto más largo de su vida, él le tendió
la tablilla.
Pau dejó salir el aire que había estado conteniendo.
—Gracias —dijo antes de tomar la piedra.
—¿Por qué? —gruñó.
—Por no… —Una inesperada lágrima rodó por su cara y Pau se la enjugó, sorprendida y preocupada. Ella nunca lloraba. Jamás—. Por darme otra oportunidad para averiguar de qué va esto —se corrigió.
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