lunes, 22 de diciembre de 2014

CAPITULO 23




Pedro parecía ir comprendiendo sus pequeños trucos y peculiaridades con alarmante celeridad, pero Pau ya había advertido que no era ningún inepto. Sanchez y ella tendrían que cambiar todas sus contraseñas y claves, pero eso ya lo habían hecho antes, cuando su padre fue arrestado. Era un latazo, aunque imprescindible para seguir a salvo.


Pau no pudo evitar echar un vistazo por encima del hombro ruando llegaron a la taquilla, pero no entró ningún coche beis en el aparcamiento. Alfonso había superado el récord de velocidad terrestre, de modo que no creía que nadie que no fuera de la NASA pudiera haberles seguido. Sin embargo, no echar una mirada le hubiera puesto nerviosa.


—Dos adultos, por favor —le decía Alfonso a la joven de la taquilla.


—Sólo les queda una hora antes de cerrar —dijo la chica con un suave acento sureño.


—Está bien.


—Son 29,90$.


Él sacó los billetes del bolsillo de sus ajustados vaqueros antes de que Pau pudiera objetar, y cogió las entradas y el cambio con una sonrisa. Volvió a tomarla de la mano, conduciéndola haría la entrada.


—Fíjate que he pagado al contado —murmuró, acercándose más—, porque alguien podría rastrear una compra realizada con tarjeta de crédito.


A Pau se le puso la carne de gallina en los brazos.


—Aprendes rápido, Alfonso —dijo, esperando que Sanchez no les estuviera observando. Se estremeció cuando su boca le rozó la oreja. Los músculos se le contrajeron y se obligó a respirar lentamente. «¡Basta!», se ordenó mientras entraban
en el Butterfly World.


Unas puertas dobles protegían el aviario, impidiendo que escaparan las mariposas. Cruzaron la primera y quedaron atrapados en medio cuando Alfonso la acercó más a sí.


—Di mi nombre —le ordenó con voz grave.


—Vamos, Sanchez estará esperando.


—Dilo.


—Tenemos que…


—Dilo, Paula.


—Tienes que controlarlo todo, ¿verdad? —Se obligó a reír entre dientes—. Tío, debe sacarte de quicio no poder obligarme a hacer algo que no quie…


Él bajó la boca hasta la suya, rodeándole la cintura con la mano libre y apretándola contra su plano y musculoso abdomen. El calor descendió como un rayo por su espalda mientras los labios de Pedro se amoldaban a los suyos. No era un beso indeciso como aquel primero que le había dado en su jardín. Este beso le decía exactamente lo que quería y cuánto la deseaba. Y lo mejor y peor de todo era que ella
también lo deseaba.


La cálida humedad del aviario pendía en el oscuro vestíbulo, silencioso, tenue y cerrado. Pedro le empujó la espalda contra la puerta interior, su boca implacable y exigente contra la de ella, cambiando de posición, moviéndose y absorbiéndola.


—Tranquilo, Tarzán —acertó a decir, tragando una bocanada del aire húmedo y caliente—. Alguien podría vern…


—Di mi nombre —repitió, buscando su labio inferior con los dientes.


«¡Dios bendito!»


Pedro—farfulló con voz gutural, su mente se iba sumiendo en la húmeda bruma de Alfonso mientras la apretaba con más fuerza contra la puerta—. ¿Estás conte…?


Su trasero topó contra el pomo y la puerta interior se abrió, impulsada por la presión de los dos. Ambos entraron torpemente en el aviario con las bocas todavía unidas.


Algunos de los rezagados turistas se volvieron a mirarlos con curiosidad, y ella rio despreocupadamente, tomándole de la mano y meciéndola con aire juguetón.


—Somos recién casados —dijo a nadie en particular. 


Aquello no resultó nada fácil, sobre todo cuando no tenía resuello y prácticamente estaba teniendo un orgasmo sólo con un beso suyo, pero pareció funcionar.


No había dado más de tres pasos cuando Pedro volvió a atraerla hacia sí.


—Quédate cerca, Paula.


—Hum, ¿También éste ha sido un beso de admiración, Alfonso? —le respondió en un susurro.


—No, ha sido de lujuria. ¿A qué ha venido eso de tararear y balancear las manos?


—Nos mezclamos. Y fuiste tú quien empezó. Yo acababa de sugerir lo del sombrero, pero entonces tuviste que devorarme entera.


—También tú me devorabas. ¿Acaso ha sido fingido? ¿Debería agradecerte que no me arrojaras a la piscina? —continuó en voz baja.


—Lo habría hecho si hubiera querido —replicó entre susurros, tirando de él—.Vamos, cariño.


—¿Fue fingido, Chaves? —insistió.


—Tal vez —«¡Hombres!»—. No dejes que la testosterona se te dispare, Alfonso.Ya va a ser suficientemente difícil de lograr contigo como compañero. No necesito otra complicación más en estos momentos.


De nuevo se acercó lentamente a ella, su mirada oscura y ardiente.


—Ya tienes una.


«¡Mierda!»


—¿Quieres cortar el rollo? ¡Dios! ¿A qué viene esto? En el coche te mostrabas civilizado.


—Llevo así todo el día —dijo con algo más de humor—, pero entonces iba al volante. Ahora, no.



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